Varios autores - En camino hacia una iglesia sinodal

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El papa Francisco propone una reforma eclesial en clave sinodal. Entiende que «el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio. Lo que el Sen~or nos pide, en cierto sentido, ya esta´ todo contenido en la palabra „si´nodo“. Caminar juntos -laicos, pastores, obispo de Roma». Esta clave de lectura le lleva a iniciar un proceso de revisio´n de «la forma de vivir y obrar (modus vivendi et operandi)» de toda la Iglesia, lo cual supone la conversio´n de los estilos de vida (espi´ritu), la formacio´n en pra´cticas de discernimiento (me´todo) y la comunicacio´n fraterna entre todos los niveles y estructuras de gobierno.

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Primero, porque la sinodalidad no se limita a la celebración de la asamblea sinodal, sino que envuelve toda la vida de la Iglesia: el papa llega a imaginar una Iglesia sinodal, que es «una Iglesia de la escucha, con la conciencia de que escuchar es más que oír», como se expresaba en Evangelii gaudium. Pero si la Iglesia es «constitutivamente sinodal», su vida está enmarcada por la sinodalidad como estilo y como proceso. La novedad de este discurso es que la sinodalidad atañe a toda la vida de la Iglesia, y no es solo un acontecimiento excepcional.

El Sínodo de los obispos es el punto de convergencia de este dinamismo de escucha llevado a todos los ámbitos de la vida de la Iglesia. El camino sinodal comienza escuchando al pueblo, que «participa también de la función profética de Cristo» (LG 12), según un principio muy estimado en la Iglesia del primer milenio: Quod omnes tangit, ab omnibus tractari debet. El camino del Sínodo prosigue escuchando a los pastores. Por medio de los Padres sinodales, los obispos actúan como auténticos custodios, intérpretes y testimonios de la fe de toda la Iglesia, que deben saber distinguir atentamente de los flujos muchas veces cambiantes de la opinión pública. [...] Además, el camino sinodal culmina en la escucha del obispo de Roma, llamado a pronunciarse como «pastor y doctor de todos los cristianos»: no a partir de sus convicciones personales, sino como testigo supremo de la fides totius Ecclesiae, «garante de la obediencia y la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y a la Tradición de la Iglesia».

La novedad más evidente y relevante es la de transformar el Sínodo de acontecimiento en proceso, con una complejidad de sujetos –el pueblo de Dios, los obispos, el obispo de Roma– y de respectivas funciones. Novedad en la novedad es indicar el comienzo de este proceso en la función profética del pueblo de Dios. Más que una cita enfática del sensus fidei, el texto propone un ejercicio de la sinodalidad donde todos desempeñan su función, de manera que la decisión en la Iglesia respete el principio antiguo –Quod omnes tangit, ab omnibus tractari debet–, según la especificidad de cada uno: al pueblo de Dios, el momento profético; a los obispos reunidos en asamblea, el discernimiento; al obispo de Roma, la última palabra como «pastor y doctor de todos los cristianos».

La secuencia de las etapas determina que el proceso empieza en las Iglesias particulares, donde puede ser consultado el pueblo de Dios; sigue con las instancias intermedias de sinodalidad, como las Conferencias episcopales o, si es necesario, recuperando para la vida de la Iglesia instituciones antiguas como los concilios provinciales o regionales; termina con la Iglesia universal, donde el Sínodo de los obispos, «representando al episcopado católico, se transforma en expresión de la colegialidad episcopal dentro de una Iglesia toda sinodal». El papa sabe bien que la asamblea sinodal no es un organismo estrictamente colegial, y aclara, citando Pastores gregis 34, que se trata de colegialidad afectiva, «la cual puede volverse en algunas circunstancias “efectiva”, que une a los obispos entre sí y con el papa, en el cuidado por el pueblo de Dios». Se puede hablar de un paso pequeño hacia la transformación del Sínodo de organismo en ayuda del primado a organismo colegial. Francisco muestra no tener miedo de este desafío que implica una «conversión del papado» 35; al contrario, dice que «el papa no está, por sí mismo, por encima de la Iglesia; sino dentro de ella como bautizado entre los bautizados y dentro del colegio episcopal como obispo entre los obispos, llamado a la vez –como sucesor del apóstol Pedro– a guiar a la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las Iglesias».

El discurso del papa abrió un escenario eclesial inimaginable hasta aquel momento, que extrañó por tenor y contenido: hablar de «Iglesia sinodal» en su misma constitución era algo que nunca se había escuchado. Los críticos del papa dicen que son palabras: que él no ha hecho nunca nada verdaderamente sinodal. Pero el papa continúa con el mismo estribillo y nos obliga a todos a estar sobre el tema 36. Lo atestiguan el estudio de la Comisión Teológica Internacional sobre la sinodalidad, que el mismo papa pidió, y la Constitución apostólica Episcopalis communio, promulgada en el 53° aniversario de la institución del Sínodo.

En este documento, el papa reafirma todo lo que ya expresó en el discurso de 2015, dando valor de ley al Sínodo como proceso y no como acontecimiento. El documento fija en la parte canónica el perfil del Sínodo de los obispos, como está establecido en el can. 342 del Código de derecho canónico, la directa sumisión del organismo al papa, confirmando en gran parte las disposiciones del ordo Synodi vigente. Nueva es la parte que afecta a sus fases, que transforman el Sínodo de acontecimiento en proceso: la fase preparatoria, con la consulta al pueblo de Dios; la fase asamblearia, con la discusión del Instrumentum laboris y la elaboración del documento final, que, cuando fuera aprobado por el papa, participaría de su magisterio ordinario, y la acogida y actuación de las conclusiones del Sínodo.

Pero la parte más novedosa del documento es la premisa doctrinal. El impacto a nivel eclesiológico es relevante, aunque no cambie la naturaleza del Sínodo. El organismo permanece como consultivo, en la lógica de la participación de todos los obispos en comunión jerárquica en la solicitud por la Iglesia universal, como manifestación peculiar de la comunión episcopal con Pedro y bajo Pedro (EC 1). Pero el texto, subrayando el principio de la escucha, define que el Sínodo de los obispos es «expresión elocuente de la sinodalidad, como dimensión constitutiva de la Iglesia» (EC 6). El proceso sinodal de escuchar-discernir-actuar no es algo extrínseco a la Iglesia, una técnica participativa a semejanza de las democracias, sino manifestación de su naturaleza sinodal, basada sobre las relaciones entre el pueblo de Dios y sus pastores. La Exhortación pone en evidencia que no es el Sínodo de los obispos el que hace la Iglesia sinodal, sino al revés: es la Iglesia constitutivamente sinodal –en cuanto pueblo de Dios que peregrina hacia el Reino– la que pide instituciones que le correspondan.

Conclusión

Al final cabe preguntarse: ¿qué enseña a la Iglesia esta parábola de la sinodalidad?

1) En primer lugar, es la historia del Sínodo la que nos enseña: desde su institución, este organismo es como el papel tornasol de las dificultades de la Iglesia frente a un cambio de paradigma, tanto a nivel eclesiológico como pastoral. La insistencia sobre su dimensión consultiva y la defensa casi compulsiva del principio de autoridad son síntomas de la resistencia a dejar un modelo de Iglesia piramidal, aunque el Vaticano II propusiera una eclesiología del pueblo de Dios que pone en el fundamento de la Iglesia el principio de igualdad entre todos sus miembros antes que la diferencia de funciones y estados de vida. Se puede leer el camino del Sínodo en paralelo a la débil declinación de la colegialidad hasta hoy, y a la casi inexistente participación del pueblo de Dios, destinatario pasivo de la acción pastoral de la jerarquía, en la vida de la Iglesia.

2) De esta historia emerge además un aspecto positivo y en cierta manera providencial: llamar a este organismo con el nombre de Sínodo de los obispos –evidentemente, en analogía con el sancta Synodus–, introdujo la cuestión de la colegialidad y de la sinodalidad en la Iglesia católica. De la colegialidad, porque estaba claro para todos que el perfil que Pablo VI escogió para este organismo era prudencial; cuando él mismo o Juan Pablo II hablaron de un posible desarrollo, era evidentemente en sentido colegial. De sinodalidad, porque la falta de colegialidad en la Iglesia trasladó la atención sobre esta categoría eclesiológica, capaz de poner en marcha, a juicio de muchos, la eclesiología conciliar más que la colegialidad, en la línea evidente de la participación del pueblo de Dios en la vida de la Iglesia.

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