Se proyectaron dos fases previas: la fase antepreparatoria (1996-1998), que consistió en la campaña de información y motivación; la fase preparatoria (1998-2000), en la que se analizaron los problemas o temas más importantes para la vida y la misión de la Iglesia en Venezuela. Un hito importante en esta fase fue la eucaristía celebrada en la Cruz de San Clemente, en 1998, en la ciudad de Santa Ana de Coro, con la presencia de todos los obispos, como recuerdo de los quinientos años de la llegada del cristianismo a tierras venezolanas. Esta cruz guarda una historia de siglos, pues marcó el inicio de la evangelización del pueblo indígena caquetío, y bajo su sombra se celebró la primera misa el 26 de julio de 1527 en Coro, que luego sería la primera diócesis de Venezuela en 1531.
Se dio inicio a la fase celebrativa el 26 de noviembre del año 2000, solemnidad de Cristo Rey, con la presencia del cardenal Jorge Medina Estévez, prefecto de la Congregación vaticana para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, enviado especial del Santo Padre a la celebración inaugural. No se decidió cuánto tiempo duraría. El Espíritu Santo iría iluminando el camino. Al final fueron seis sesiones anuales desde el año 2000 hasta 2005, y la clausura fue el 7 de octubre del año 2006, fiesta de Nuestra Señora del Rosario, luego de haber recibido la recognitio del Santo Padre como signo de comunión con la Iglesia universal. Por tanto, diez años de concilio, de aprendizaje sinodal, de experiencias espirituales, cuyo significado queremos compartir en las próximas páginas. Antes de tratar la experiencia del Concilio Plenario Nacional de Venezuela, es conveniente delinear el significado de los concilios plenarios en la vida de la Iglesia.
2. Experiencias sinodales en el concilio venezolano
Quisiera dedicar este apartado a describir las experiencias sinodales que vivimos durante el Concilio Plenario de Venezuela 15.
a) Iglesia católica: asamblea de todos
La primera experiencia que vivimos en el Concilio Plenario de Venezuela fue la universalidad: nuestra Iglesia es católica, porque ante todo es asamblea de todos. En las seis sesiones conciliares tomamos parte muchos sujetos. En la primera sesión participaron 56 obispos, 96 sacerdotes del clero diocesano; 39 sacerdotes religiosos; 2 diáconos permanentes; 2 hermanos religiosos; 24 religiosas; 71 laicos, de los cuales 27 eran damas y 44 caballeros. Además estuvieron presentes: 9 peritos conciliares, 21 expertos y 13 observadores. Los números se mantuvieron regularmente, aunque solo a la primera y a la última sesión se invitó a los representantes de otras Iglesias.
Por su mismo carácter plenario, en el concilio estuvieron representados todas las instancias y sectores eclesiales: obispos, sacerdotes diocesanos y religiosos, rectores de seminarios, religiosas y miembros de institutos seculares, movimientos de apostolado seglar, laicos asociados y no asociados. Algunos fueron como representantes de las diócesis y otros invitados por la Conferencia Episcopal Venezolana. Se trató de una asamblea conciliar plural en su composición.
Entre los participantes se contaba con la presencia de gente sencilla y popular, de indígenas y también de profesionales: médicos, abogados, comunicadores sociales, ingenieros, educadores, rectores de universidad... El concilio, en este respecto, fue un reflejo de la universalidad de nuestra Iglesia. Personas muy diferentes no solo por su vocación, sino también por edad, espiritualidad, mentalidad y formación. El 20 % de la asamblea eran obispos. Esta cifra es muy significativa, habida cuenta de que un concilio, en rigor canónico, es una reunión solo de obispos.
b) Romper los miedos iniciales
El concilio es, hasta ahora, la asamblea más cualificada vivida por la Iglesia en Venezuela. Como todo lo nuevo, también en el concilio experimentamos un ambiente caracterizado por un cierto miedo inicial, por prejuicios, rumores, incluso desconfianza. En la primera sesión emergieron muchos temores, entre ellos el de los obispos con respecto a los sacerdotes y viceversa. Progresiva y crecientemente, la asamblea se desarrolló en un clima de gran libertad e igualdad de participación. Para algunos no estaban suficientemente demarcadas las fronteras entre el respeto a la autoridad y la libertad de expresión por parte de los presbíteros.
No estaban tampoco ausentes los miedos entre los sacerdotes diocesanos y los religiosos y religiosas. Prejuicios que provenían fundamentalmente del desconocimiento mutuo. Formaciones y mentalidades diversas distanciaban a unos de otros. Esto se evidenció en la primera sesión, al ser presentada por los religiosos una propuesta metodológica alternativa que suponía asumir otro camino. Más allá de las motivaciones esgrimidas, muchos recurrieron a argumentos ad hominem, que revelaban desconfianza y hasta cierta hostilidad.
Hubo prejuicios también entre los diferentes movimientos apostólicos, animados por carismas y espiritualidades diferentes. Afloraban prejuicios fruto del desconocimiento mutuo. Diferencias, por último, entre los laicos asociados y los no asociados. Un número creciente de laicos participaban activamente en movimientos de apostolado y grupos organizados, pero la gran mayoría de los laicos católicos no estaban asociados y vivían su fe individualmente, integrados en su comunidad eclesial o bien sin participar regularmente. Los primeros mostraban un gran compromiso y visibilidad eclesial, pero a veces corrían el riesgo de arrogarse la totalidad de la representación laical. Los otros encarnaban más bien el testimonio diseminado en el pueblo de Dios, pero, tal vez, con escasa comunión y sensibilidad hacia los desafíos más amplios y novedosos.
Un prejuicio que afloró inicialmente fue el excesivo respeto y diferenciación de las categorías, según una Iglesia piramidal, que se expresó en el «no superar las barreras del protocolo». De hecho, en la primera sesión, hasta la composición física de la asamblea revelaba las diferencias entre las respectivas categorías: en la parte central, primero, los arzobispos y los obispos, por estricto orden de precedencia; luego, los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. En la parte derecha, los invitados de otras Iglesias hermanas. En la parte izquierda, los peritos y expertos, quienes tenían derecho a hablar en los grupos, pero no en la asamblea. A partir de la tercera sesión, este miedo se rompió y se pasó a un clima más familiar y menos artificial, propio de una Iglesia-comunión: todos estábamos mezclados, sin que esto supusiera una falta de respeto a los obispos.
c) Algunos procesos: del encontrarse al quererse
Durante los seis años que duró la fase celebrativa del Concilio Plenario, los que participamos en las diferentes sesiones pudimos vivir distintos procesos:
Reunirnos. La primera experiencia fue la de reunirnos. Los miembros conciliares proveníamos de todos los rincones de Venezuela, de las distintas diócesis y vicariatos, del norte al sur, del este al oeste. El día de llegada e inscripción significó dar rostro y color a los nombres de los participantes recogidos en las listas de la secretaría: cada nombre era una persona con una historia bien interesante y un cúmulo de experiencias familiares, sociales, eclesiales. Las reuniones plenarias, por grupos, por comisiones, por categorías, mostraron una primera realidad de lo que es la Iglesia: una reunión, una asamblea.
Reconocernos. Cuando llegamos, casi no nos conocíamos. Era imposible de otro modo, tratándose de una asamblea muy plural. Poco a poco, a medida que comenzó el trabajo conciliar, fuimos conociéndonos, compartiendo las experiencias, identificando y ubicando a cada uno: de dónde venía; a qué Iglesia, comunidad o grupo representaba; qué pensaba, qué hacía. Para quererse es necesario conocerse: abrir la propia persona a la persona del otro.
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