Mabel Cason - El pecoso y los comanches

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Esta es una historia del Antiguo Oeste. Thad Conway, el personaje central de esta historia, vivía con sus padres en Texas, en una región que en 1863 era la frontera de la civilización. Los constantes ataques de los indios comanches y la crueldad que demostraban contra los colonos hicieron nacer en Thad un odio mortal contra esos indios. ¿Cómo podía amar a tales asesinos? Entonces, pasó por una experiencia dura, pero valiosa, que le enseñó preciosas lecciones.

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–¡Pobre Cosita –gritó Thad–; odias a esos comanches, y otra vez te han llevado!

Thad llamó a su padre, a Travis y a Ben Atkins.

–¿Qué pasa, que estás hablando solo, muchacho? –preguntó Travis bromeando.

Las lágrimas corrían por las mejillas de Thad, pero eran lágrimas de ira y de temor por lo que pudiera sucederle a Cosita.

–¡Comanches, quién más iba a ser! Se llevaron a Cosita.

El padre inspeccionó el corral y el establo.

En ese momento, oyeron un grito bronco más allá del cerco. Era una muía vieja a quien llamaban Nick. Tenía una flecha clavada en uno de los muslos y del cuello le colgaba un trozo de tiento sin curtir.

–¡Nick, te les escapaste! –dijo Conway padre–. Podría habérmelo imaginado.

Nick era una muía que siempre se salía con la suya. Cuando quería estar en el corral con los otros animales, se quedaba; y cuando se le ocurría salir a dar una vuelta, simplemente saltaba sobre el cerco y se marchaba.

Pero Nick era una muía muy trabajadora. El padre siempre decía de ella:

–Nick parece conocer lo que uno quiere hacer cuando trabaja con ella y hace lo mejor para que el trabajo salga bien.

–¿Por qué supones que se ha escapado de los indios? –preguntó uno de los peones.

–Hasta me atrevería a decir que de un mordisco le sacó un pedazo al infeliz comanche que se atrevió con ella –dijo Travis.

El padre rio.

–Es muy capaz de haber hecho eso.

–Cuesta tanto domar a uno de estos animalejos y, cuando uno ya casi lo ha logrado, vienen esos comanches y se lo roban. Ahora me he quedado a pie otra vez, precisamente después de haber gastado tres semanas en amansar a Nubbin.

–De modo que todos nos hemos quedado sin monturas, fuera de Nick, y ella está acostumbrada al trabajo del arado o al carro –dijo Travis.

–La usaremos para montar –dijo el padre–. Ensíllala, Travis, y ve si han dejado algunos caballos por el campo y tráelos. Vamos a seguir tras esos asesinos y ladrones. Quizá tengan en su poder a la abuela Sally Buchanan y a los mellizos, si es que no los han matado ya.

En unas dos horas, Travis volvió arriando unos ocho o diez caballos. Los comanches no los habían hallado.

–Estaban ocultos en el arroyo, en un socavón de la roca. Alrededor había muchos sauces –dijo.

Ya había caballos suficientes para marchar y la Sra. de Conway les preparó algunos alimentos para que llevaran durante el viaje. Thad contempló cómo se alejaban, sumido en una profunda tristeza. Ya había cumplido doce años y pensaba que podrían haberlo llevado.

Thad y su madre siguieron con las tareas domésticas, mientras Ben Atkins salía a dar una vuelta por el campo. Los jinetes de la partida cabalgaron durante dos días. Y entonces, el padre de Thad volvió a casa. Eran todo oídos para escuchar lo que había sucedido.

–Nos costó bastante encontrar la huella de los comanches –comenzó diciendo–. Cuando finalmente dimos con ella, se notaba que varios grupos se habían unido y se dirigían hacia el oeste, pero yo me sentía tan fatigado que debí volver. Me estoy poniendo viejo, y creo que demasiado viejo para andar tan lejos y luego tener que luchar con los indios –concluyó, y se dejó caer pesadamente en el sillón frente a la chimenea.

–Veo que trae algo de carne de búfalo en su montura –terció Atkins.

–Ayer encontramos algunos –dijo el padre–. Parecía como que hubiesen estado separados de la manada. Traje algunos costillares para mí. Los compañeros necesitaban lo demás. Les hubiera comenzado a escasear la ración si no hubiésemos conseguido esa carne. Los hombres de todos los ranchos de cincuenta y sesenta kilómetros a la redonda se nos reunieron en el arroyo. Todos están dispuestos a luchar si se topan con esos asesinos. Están encolerizados contra los indios por lo que hicieron con Lev Buchanan y su familia.

–Dime –preguntó su esposa–, ¿viste algunos comanches?

–No, no corrimos tras ninguno de ellos –respondió Conway–. Pero, como te dije, seguimos sus rastros. Llevan una gran cantidad de caballos con ellos, de modo que no es nada difícil seguirlos. Algunos rangers se nos unieron cerca de los Springs, acompañados por los exploradores de los tonkawa. Pero pudimos ver las enormes devastaciones que los indios habían hecho.

Sacudió su cabeza con tristeza y continuó diciendo:

–Encontramos una cierta cantidad de ganado de nuestra hacienda que había sido sacrificado. Solo habían tomado de cada animal muerto el hígado, el corazón y un poco de carne; a uno que otro le habían quitado también el cuero.

–Creo que no debemos culparlos demasiado por atacar a los blancos, ya que los estamos expulsando de sus tierras –comentó la madre–. Pero también es lógico, de parte de nuestros hombres, que traten de barrerlos.

–Podríamos vivir con ellos en buenos términos, tal como lo hacemos con los tonkawas, Sra.Luisa –agregó Ben Atkins–, si ellos lo quisieran. Hay abundancia de lugar para todos.

–Claro, si los comanches se establecieran en un lugar y trabajaran como lo hacemos nosotros –dijo el padre–. Los comanches han sido una plaga para todas las demás tribus, desde hace muchísimo tiempo, y los demás indios no sienten ninguna simpatía por un comanche, aunque en algunas ocasiones los kiowas se unieron con ellos para protegerse mutuamente.

Diez días después de que regresara Conway padre, Thad se dirigía al corral a ordeñar, cuando oyó cierto resoplido característico y, para su sorpresa, vio en la puerta del corral nada menos que a Cosita. Estaba allí, como si nada hubiera pasado, aunque su mirada era tristona como cuando se la habían traído. Thad pudo contarle las costillas; además tenía la boca lastimada y cojeaba de una pata. Parecía que apenas podía estar en pie.

Thad llamó a gritos a su padre y a su madre, y luego corrió y le echó los brazos al cuello a su amada potranquita.

El padre les había dicho que Reed y Giles se hallaban entre los rangers que se les habían unido para perseguir a los indios y que, cuando pasara todo aquello, vendrían por unos días a casa.

–Ojalá sea pronto –dijo suspirando la madre–. Temo por ellos.

Los indios parecían tener una ventaja de un día o dos sobre los blancos. Debían separarse en pequeños grupos por un tiempo y luego volver a reunir sus fuerzas a cierta distancia. El territorio era tan vasto y deshabitado que dar caza a una banda de comanches era como buscar una aguja en un pajar. Además, los indios se valían de tretas como arrear todos los animales un largo trecho por el agua, conducirlos por zonas rocosas o arenosas donde el viento pronto borraba toda huella.

No obstante, cierta mañana muy temprano, los rangers y los vaqueros sorprendieron a un pequeño grupo de comanches que habían acampado cerca de una aguada y dieron buena cuenta de ellos. Los sobrevivientes se dieron a la fuga y abandonaron a los animales. Uno de los blancos resultó seriamente herido. El mejor resultado del encuentro fue que se recuperó una buena cantidad de caballos robados, de los cuales muchos pertenecían a la hacienda de los Conway.

Poco tiempo después, los rangers fueron enviados a otro lugar de la región que había sufrido devastaciones. Los vaqueros volvieron a las haciendas con sus animales. Los Conway se enteraron de todo eso por las noticias de sus hijos Travis, Reed y Giles, y del peón Bynum.

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