Julio Pinto Vallejos - Caudillos y Plebeyos
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«Si buenamente se anhela porque las elecciones se hagan con la propiedad que debe apetecerse», concurría en una misma línea El Mercurio de Valparaíso, «es necesario no prodigar con ligereza la acción de votar; porque los perjuicios que se originan en la práctica perniciosa de prodigarla no se irrogan como podría decirse a los traficantes en elecciones, sino a la nación y principalmente a aquellos a quienes indebidamente se les confiere la acción de votar». Estos últimos, según el articulista, «claman por la acción de votar únicamente para venderla después», lo que aparte de desvirtuar el sentido de dicho ejercicio, daba origen a todo tipo de tumultos, como supuestamente venía ocurriendo desde 1823. Por otra parte, la venta de votos hacía que los poderosos pudiesen disponer a su arbitrio de la voluntad política de sus subordinados, tal como ya se veía entre los hacendados respecto de sus inquilinos, o de los patrones respecto de sus sirvientes. «Todas aquellas personas», concluía el artículo, «que en la clase ínfima del pueblo se hallan en estado de servidumbre», no trepidaban en sacrificar un derecho electoral «cuyo objeto no conocen» a los imperativos de su «subsistencia y bienestar», lo que obviamente distorsionaba el sentido de una práctica cuyo verdadero espíritu era garantizar «la más estricta igualdad entre los votantes hábiles, para que la opinión forme los gobiernos, y no la compra de votos». En tal virtud, y en una curiosa contorsión lógica, «si el legislador sabiamente los priva de la acción de votar, no hace otra cosa más que poner el hacendado al nivel de los ciudadanos que no tienen inquilinos» 106.
Un ámbito en el cual la ampliación de la ciudadanía política había cobrado particular relieve (y por tanto, desde la perspectiva pelucona, particular peligrosidad), era el de la generación de las autoridades regionales y locales, atribución que la Constitución de 1828 había radicado en las asambleas provinciales y los cabildos (lo que Gabriel Salazar ha caracterizado como la «soberanía local») 107. Como era de suponerse, esta autonomía respecto del poder central no fue bien vista por el bando portaliano, en tanto la «buena marcha» de la administración se veía «entorpecida» por instancias que a final de cuentas quedaban entregadas a la voluntad de los electorados locales. «Siendo el Gobierno obligado a velar sobre la tranquilidad pública y la conservación del orden», editorializaba al respecto el periódico oficial, «parece muy natural que todos los subalternos que le han de auxiliar en el desempeño de este cargo, deban ser de su entera confianza y satisfacción, y nombrados por él para que su responsabilidad sea efectiva». Este principio tenía la ventaja adicional de aquietar las tensiones políticas, pues con la designación centralizada de las autoridades locales «se minorarían en gran parte las causas de las convulsiones, y se evitaría el incendio de los partidos que son consiguientes en las elecciones que se verifican por las asambleas y cabildos». Es verdad que esto podía ser visto (y criticado) como una vulneración del sistema representativo, y como un ataque a los derechos de los pueblos. Sin embargo, aseguraba el redactor oficialista, «los pueblos desean gozar de una libertad organizada, y exigen un sistema de administración firme, estable y vigoroso que no les exponga a esas alteraciones que frecuentemente los inquietan». Porque a final de cuentas, «ni la soberanía popular, ni la libertad consisten en instituciones producidas por ideas exageradas» 108.
Ya verificadas las primeras votaciones bajo mandato pelucón, El Araucano insistía una vez más en la necesidad de restringir la participación electoral, juicio ahora inserto en un debate más general sobre la necesidad de reformar la Constitución liberal de 1828: «hasta ahora no se ha negado que la constitución de 828 (sic) contenga principios reconocidos, y cosas comunes a otros códigos de su clase; mas esto no quita que sea defectuosa, e insuficiente para asegurar la tranquilidad pública». Prueba palmaria de ello era «ese tráfico escandaloso que se hizo del derecho del sufragio, debido a la extensión ilimitada que se dio en el código a esa preciosa facultad» .A la luz de esa experiencia, quedaba claro para el periódico oficial que «la facultad de sufragar sólo debe concederse a los ciudadanos que sepan apreciarla y que no hagan de ella agente de desorden, vendiéndola a los intereses de un partido, como lo hemos visto en el año de 29, que se abrieron puestos públicos para comprar calificaciones». El solo hecho de ser chileno, argumentaba, «no basta para intervenir en esos actos sagrados de la vida social; es necesario que haya, además, alguna propiedad, y ciertas cualidades que aseguren la libre voluntad del sufragante y el recto uso del sufragio». Ello valía también para los requisitos para ser electo, que en el caso de los diputados consistía sólo en tener «un modo de vivir con decencia, sin designar cantidad», en tanto que para los senadores bastaba con «una renta de que goza cualquier artesano de segundo orden». Así las cosas, «la formación de las leyes puede encargarse, según esa constitución, a personas incapaces de servir, y de hacer respetar tan augusta función» 109.
Estos juicios dieron lugar a una interesante polémica con un defensor de la constitución impugnada, quien objetó con vehemencia el sesgo «aristocrático» y autoritario que deseaban entronizar los redactores del periódico oficial. «Nuestra Constitución», afirmaba el contradictor de El Araucano, «no ha vinculado el mérito a las riquezas», puesto que no era raro encontrar «un ciudadano pobre, pero virtuoso», en tanto que no faltaban los ricos «que no se harten, y que puedan ceder en los congresos a los estímulos de su propio interés». También le preocupaba el ensanche que se les quería dar a las atribuciones del Ejecutivo, así como la supresión de las instancias autónomas de poder local: «La constitución, señor Editor, ha querido también, y no sin especiales motivos, que todos los actos de la administración se hagan con acuerdo de un consejo y no por un individuo aislado que no preste garantías y que no puede tener los conocimientos prácticos de diez o doce personas que le dirigen». En respuesta a este último argumento, el cronista oficial aclaraba que «no hemos pedido la facultad de erigir cadalsos al arbitrio de un malvado, ni que se inmolen víctimas a sus aspiraciones», sino simplemente que «conociendo la necesidad de establecer un gobierno vigoroso, se le faciliten los medios que la constitución le niega, para asegurar el orden, y se destruya la acogida que ella presta a los perturbadores». Y en cuanto a su llamado a restringir el derecho electoral, insistía en su juicio de que «en los campos y talleres hay millares con derecho a sufragio sin libertad ni reflexión», carentes por tanto de aquellas cualidades cívicas «que la constitución no tuvo cuidado de designar». En consecuencia, la exigencia de propiedades para acceder a dicha condición no era otra cosa que establecer garantías para que el acto de sufragar no fuese distorsionado por intereses espúrios, «premiando al laborioso»–entendiendo por tal al propietario–»y separando al holgazán de las distinciones que no merece». Y por último, «más tendríamos que temer de esa democracia absoluta que el autor (del artículo crítico) quiere establecer, que de la aristocracia moderada y necesaria para equilibrar el poder popular» 110. O como lo decía más descarnadamente otro prohombre del régimen portaliano, el jurista Mariano Egaña, un orden político en regla no podía quedar entregado al «voto inconsciente de la muchedumbre» 111.
A la postre, ese fue el espíritu que inspiró a la «Gran Convención» que reemplazó la cuestionada carta de 1828 por la Constitución «pelucona» de 1833, mediante la cual se consagró el diseño político de los nuevos gobernantes. La reforma constitucional, sostenía ese cuerpo deliberante, se justificaba como un necesario antídoto frente a «las exageraciones de una falsa democracia» que, por evitar el hipotético despotismo de un gobernante, daba lugar al despotismo de todos, «o lo que es lo mismo, a la anarquía» 112. En plena sintonía con ese juicio, que equiparaba abiertamente la democracia con la anarquía, se congratulaba el periódico oficial que el nuevo código no incluyese «aquellos principios de frenesí que la licencia acataba con ofensa de la justicia», y que claramente obedecían «a teorías inaplicables a las circunstancias del país». Especialmente destacable le parecía «la restricción del derecho de sufragio, barrera formidable que se ha opuesto a los que en las elecciones hacían de la opinión pública el agente de sus aspiraciones secretas. Únicamente se ha concedido esta preciosa facultad a los que saben estimarla, y que son incapaces de ponerla en venta» 113. También celebraba la supresión de las asambleas provinciales, resabio de «la fiebre federal que en los tiempos anteriores hubo de devorarnos», y cuyo principal oficio había sido el de «servir de hincapié a las revoluciones». En la nueva carta, se jactaba, el nombramiento de intendentes provinciales y jueces letrados se confería a las instancias a quienes «naturalmente» les correspondía, vale decir, al Poder Ejecutivo. En suma, «la organización del gobierno de Chile establecido por la Constitución reformada, es la más adecuada que puede apetecerse» 114.
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