Gabriela Santana - Por un sendero de sueños

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Olivia se siente perdida en su trabajo y en su vida personal y en la crianza de una hija adolescente, cuando recibe un libro antiguo. Las anotaciones al margen de ese volumen la llevan a vivir una vida intensa en la piel de una gitana llegada a Nueva York a principios del siglo XX. Una época turbulenta y una ciudad fascinante. Olivia empieza a sospechar que la gitana es su antecesora. Tendrá que recuperar sus raíces y redescubrir sus propias fuerzas para enfrentar una conspiración que podría acabar no solo con su existencia sin con la vida de generaciones enteras.

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—¿La estatua! ¡Ya llegamos!, ¿Lo ves?

Las personas se abrazaban. Olivia recorrió con la mirada tratando de averiguar en dónde se hallaba. Un barco, sí, pero ¿cuál? ¿En qué momento…?

—¿Ves? Hicimos bien en tomar el SS Majestic . No hubo grandes contratiempos, ¿o sí? Bueno, tú sí que estás pálida. ¿Estás mareada? Vamos, no pierdas tu lugar para llegar a la ventana —la empujó.

Olivia llegó a la claraboya y se asomó dejando que el aire la reconfortara. Cerró los ojos con la esperanza de despertar. El buque de vapor estaba por llegar a Ellis Island: la puerta a Nueva York.

Como si la memoria le hubiese llegado con un soplo de viento, recordó el resto de la travesía. La inspección médica para subir a bordo, el peso del equipaje, las preguntas: ¿es usted viuda?, ¿tiene hijos? Tenga esta tarjeta para que no la pongan en cuarentena al llegar a Estados Unidos. No la pierda.

Recordó también la compra del boleto. Traía un listado de las provisiones a las que tenía derecho: pan, avena, arroz, papas, pasas, azúcar, vinagre, un kilo de carne en total, otro de pescado y uno de más de cerdo. Podía comprar sopa a bordo, pero debía llevar utensilios, cobija, jabón. El agua se racionaba diariamente.

Olivia sintió un fuerte mareo, y recordó que durante la travesía los tripulantes habían enfrentado una tormenta. Volvió a sentir náuseas. Las personas dejaban las tripas en los corredores. ¡Había solo un baño a cada costado del barco!

—¿Lo ves? Como te lo dije, no nos morimos.

Volteó a ver a su amiga, que le hablaba en romaní, un idioma que extrañamente era capaz de identificar y comprender, aunque no se suponía que lo hiciera.

—No te habrás arrepentido de dejar todo atrás, ¿verdad?

—¿Qué me pasa? —otro recuerdo volvió a golpearla:

Estaba con Yelena poco antes de tomar la decisión de embarcarse. Esperaban en un terreno que pertenecía a un ministro en Rumania, de donde ellas eran. Sus esposos habían sido reclutados como parte de una brigada para hacer agujeros donde se debían plantar abedules de gran tamaño.

El trabajo debía ser hecho con rapidez. Los abedules desenraizados y transportados desde los Cárpatos necesitaban ser rápidamente plantados. La brigada era numerosa. Como otras mujeres, Yelena y ella estaban preparando la comida para cuando sus esposos llegaran. Entonces sucedió:

Una vieja en cuclillas cortó las hojas y las ramas de uno de esos abedules que esperaba su turno para ser plantado. No las quería para tratar enfermedades de la piel ni para la caída del cabello sino para aliviar su artritis. El ministro vio a la anciana y le gritó furioso. Les gritó a todos que eran basura. Los obreros, indignados, se solidarizaron con la anciana y abandonaron el trabajo. “¡Deben plantarlos esta noche!”, se atrevió a gritar el ministro, pero ellos regresaron a su campamento y se apretaron el cinturón para no sentir hambre.

Unas horas después, llegaba al campamento un grupo de guardias. Sacaron a los hombres de las tiendas. Con palos y porras comenzaron a golpear a diestra y siniestra. La sangre de un viejo salpicó a Yelena. Era una crueldad que nadie podía entender. Cayeron los puños en la cara de los hombres; cayeron patadas y desesperanza. Los esposos de Olivia y Yelena trataron de detener el maltrato. Los guardias les dispararon. Olivia vio caer al esposo de su amiga y corrió a auxiliar al suyo que tenía sangre en el pecho. Con una convulsión murió en sus brazos. El resto de los obreros fue obligado por los guardias a regresar al trabajo. En silencio, los hombres terminaron de hacer los agujeros y volvieron a sus caravanas sin ninguna paga. “Que les sirva de lección”. Y las viudas no tenían dinero ni para el café y las velas del entierro.

—Vadim —murmuró Olivia secándose una lágrima.

Su compañera negó con la cabeza.

—Ya nada puede asustarnos. ¿No estarás embarazada?

—No.

—Porque si lo estás no te dejarán entrar. No aceptan cargas en este país.

—No. Solo es el mareo del barco.

—Tampoco digas por ahí que eres romaní.

Las personas comenzaban a amontonarse ante la excitación de dejar el barco. No cabían con las mantas, las cacerolas, los bultos. Alguien gritó:

—¡Primero deben salir los de la cubierta superior! Vuelvan atrás.

Nadie se movió.

—Necesitamos hacernos paso para juntar nuestras cosas.

Sintiendo una gran opresión en el pecho, Olivia fue avanzando entre la multitud. Yelena parecía haberse adelantado. No la veía. Sintió que se asfixiaba. Jaló el aire con fuerza y gritó. Estaba despierta en el cuarto del hotel.

Capítulo v Por un sendero de sueños Primera edición: marzo 2020 ISBN: 978-607-8773-17-6 © Gabriela Santana © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com FB: Trópico de Escorpio Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento de los autores. Distribución: Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.com.mx FB: Trópico de Escorpio Diseño gráfico: Karina Flores Fotografía de portada: Joy Zhang HECHO EN MÉXICO

Carina vio a su amiga salir por la puerta y comenzó la danza con la que la embromaba: “¡Musuwa, Katende, Katende, oui!” . Levantaba los brazos como si estuviera exorcizándola y exageraba los pasos para que pareciera un ritual.

—Basta ya, sonsa —su francés era nasal con énfasis en las erres.

Musuwa y su familia habían llegado del Congo a principios de año. En highschool tomaba los cursos de inglés como segunda lengua, pero se había hecho amiga de Carina por ser vecinas y además porque hablaba suficiente francés y la ayudaba con la tarea.

Se abrazaron y comenzaron a caminar juntas a la escuela. Musuwa era alta, delgada, de piernas muy largas y su piel era como un carbón iluminado. Contrastaba con Carina que era bajita, muy blanca y de ojos expresivos.

—¿Tus hermanos no vienen con nosotras a la escuela?

—No.

Carina hizo un gesto desaprobatorio.

—Tienes que articular más tus respuestas. Como cuando te entrevisté para lo del soccer. Tuve que agregarle cosas porque solo decías: sí, no, porque me gusta…

Por ejemplo, ¿por qué practicas soccer?

Musuwa entornó los ojos

—Porque me gus… por el deporte.

Carina soltó la carcajada.

—¡No, mujer! Se contesta: porque es un deporte que aporta beneficios para la salud física y emocional, además de que me da un sentido de logro, liderazgo y trabajo en equipo.

—Como sea. Me gusta correr.

—Te creo, pero no sirve poner solo eso en el periódico. En fin, ¿hiciste la tarea?

—No.

—Y la respuesta completa es…

—¿No supiste lo que pasó?

—¿Qué pasó? Aparte de que cerraron la escuela por la nevada.

—Falleció un amigo de mi hermano. Creo que el chico estaba en tu salón de Mate.

Carina palideció.

—Se llamaba Jason.

—¡Ay!, no me digas. Sí, se sentaba junto a mí.

Musuwa se cerró el abrigo y se tapó nariz y boca con la bufanda. Aumentó la velocidad de su paso, lo que hizo que Carina tuviera que pegar una carrerita para alcanzarla.

—No quiero preocuparte, pero ¿recuerdas la cápsula del tiempo que sacamos los de mi grupo este otoño? Entre las notas que guardaba, había una que decía que la muerte iba a llegar a la escuela multiplicada por tres.

—Ah, creo que sí. Me contaste.

—Pues haz cuentas. Patrick también estaba en tu salón de Mate. Estaba borracho cuando resbaló en la empalizada y se mató. Y ahora Jason.

—Bueno, Jason tenía diabetes.

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