Gabriela Santana - Por un sendero de sueños

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Olivia se siente perdida en su trabajo y en su vida personal y en la crianza de una hija adolescente, cuando recibe un libro antiguo. Las anotaciones al margen de ese volumen la llevan a vivir una vida intensa en la piel de una gitana llegada a Nueva York a principios del siglo XX. Una época turbulenta y una ciudad fascinante. Olivia empieza a sospechar que la gitana es su antecesora. Tendrá que recuperar sus raíces y redescubrir sus propias fuerzas para enfrentar una conspiración que podría acabar no solo con su existencia sin con la vida de generaciones enteras.

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Capítulo iv Por un sendero de sueños Primera edición: marzo 2020 ISBN: 978-607-8773-17-6 © Gabriela Santana © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com FB: Trópico de Escorpio Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento de los autores. Distribución: Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.com.mx FB: Trópico de Escorpio Diseño gráfico: Karina Flores Fotografía de portada: Joy Zhang HECHO EN MÉXICO

Epameroi . La mirada de Olivia recorrió suavemente las letras de la portada. Había dejado de escuchar lo que Carina le decía del otro lado del teléfono.

Distraída volteó a ver la puerta de cristal. Como un fantasma, un paraguas pasó dando tumbos impulsado por la ráfaga de viento y hielo. ¡Cuántas cuadras no habría recorrido sin su dueño! Cerró los ojos como para alejar la hostilidad del clima, y, al hacerlo, recordó que el estacionamiento donde había dejado el automóvil pertenecía a un pequeño hotel donde podía pasar la noche para no tener que manejar en condiciones de tormenta.

—No quiero correr ningún riesgo, hija. Creo que es mejor que me quede en la ciudad.

Había una alegría detrás de estas palabras. Era como si deseara estar a solas con el libro. Disfrutar el olor a madera que emanaba de sus páginas, leer las notas al margen y descifrar por qué don Carlos le había dejado precisamente ese legado. Cuando salió de la sala, Amán estaba cerrando con llave una de las vitrinas.

—Si me ayuda a cubrirlo para que no se dañe, me gustaría llevármelo.

—Como guste.

Olivia se mordió los labios pensando que la seriedad de Amán la turbaba.

—Disfrute del hechizo…

—¿Cómo?

—El hechizo del libro —corrigió— la poesía de Píndaro es extraordinaria y parece transportarnos al ayer.

Por respuesta, Olivia levantó una ceja y entregó el libro que Amán envolvió con sumo cuidado. La nieve seguía acumulándose en la acera. Al salir de la librería, las botas de la mujer se hundieron varios centímetros en la humedad blanca.

—Por favor tenga cuidado. ¿Quiere que la llame cuando tenga más informes del otro ejemplar?

—Puedo pasar a preguntar mañana mismo. Estaré en el área. Gracias.

Caminó tercamente contra el viento, abrazada a la bolsa de plástico con el fin de proteger su contenido y temiendo que le fuera a pasar lo que al paraguas. Llegó al estacionamiento, y en lugar de pedir su coche subió por un elevador antiguo que marcaba con una estrella el nombre del hotel Rumania.

Indecisa, observó el espacio. La entrada estaba iluminada por una lámpara art decó que simulaba un ramo de alcatraces. La mesa de madera de la recepción estaba bien pulida, pero a la pared le faltaba pintura. La alfombra, que alguna vez había sido rojiza, se veía bastante desgastada.

Se acercó al mostrador. Una mujer de tez muy blanca, como salida de un cuadro prerrafaelista, le dijo con marcado acento eslavo que no había cuartos disponibles, pero que podía darle uno al que solamente le faltaba la chapa, pues lo estaban remodelando. Podía ocupar esa habitación si lo deseaba.

—Tiene calefacción. Además hay galletas y café instantáneo en la maquinita. —señaló el corredor.

El cuarto fue fácil de localizar: era el que tenía un agujero en lugar de picaporte. Al entrar se dio cuenta de que una nube de polvo blanco estaba suspendida en el aire. Sacudió el edredón y se quitó las botas. Unos minutos después la mujer de la recepción llamaba del otro lado de la puerta:

—Le sugiero que atranque la puerta con el tocador. Si necesita algo, solo llame. Mi nombre es Yelena.

Olivia se estremeció. Damos por hecho que estamos seguros cuando cerramos la puerta; sin embargo una puerta sin chapa es un objeto inútil , pensó, adentro hay apenas espacio, pero afuera… afuera todo es desmedido .

Siguió la indicación de la mujer cuestionándose lo irónico de la situación (y del mensaje mismo), y trató de instalarse lo mejor que pudo. Incluso corrió las cortinas para no ver las ráfagas de viento golpeando la ventana.

Enseguida sacó el libro del empaque. De nuevo se sintió transportada por el aroma a cedro. Alguna vez había leído que en la antigüedad la madera de ese árbol se quemaba para crear un espacio sagrado. Le pareció lógico. La sutileza del aroma parecía llamar a la concentración.

El ejemplar medía unos 40 centímetros y estaba encuadernado en papel pergamino. La portada tenía una decoración con un rectángulo en oro, y las letras del título parecían fugarse dentro de este rectángulo según les diera la luz, como otra puerta , sonrió.

Buscó en las páginas interiores, y aunque el texto no tenía grabados, la caligrafía de las notas era pequeñita y hermosa, ¿gótica? Estaba hecha como si se hubiese añadido a modo de decoración. La tinta era cobriza, ¿un color tomado de alguna planta exótica?, y el volumen había sido editado en Sevilla en 1751.

Puso atención a las primeras frases. No a las de Píndaro, sino a las notas. Transcribir palabras significativas era una de sus aficiones. Copió algunas en su agenda y luego las releyó.

Efímeros somos, ¿qué es uno?, ¿qué no es? Sueño de una sombra, el hombre. / Lo que es, lo que será, lo que ha pasado. / El tiempo vivo de un lento diálogo con los años./ Apenas un destello, una mirada./ Un momento que se nos vuelve polvo. / Sin entenderlo, un día vuelve a latir en medio de la tierra, y la recorre./ Amarga y dulce voz de la memoria. / Recordando lo que somos desde nosotros mismos .

Bostezó largamente y releyó sin comprender. Leyó una vez más y se dio cuenta de que no tenía energías para pensar. Sin embargo, las frases sonaban bien al pronunciarse encadenadas, como si todas se comunicaran en un conjuro. Las leyó de nuevo en voz alta. La lámpara del cuarto daba una luz extrañamente amable.

Las notas seguían: hablaban de semillas, de siglos, de cenizas, otra vez de un momento que se nos vuelve polvo. Acompañaban (¿completaban?) la obra del autor griego, que a su vez reflexionaba sobre las relaciones que en la vida humana guarda lo efímero con la dicha. Luego estaban las palabras, las odas triunfales inspiradas en atletas, la inmortalidad otorgada por las palabras del poeta.

Con un suspiro de renuncia, Olivia colocó el libro sobre la mesilla, apagó la lámpara y se cobijó. Minutos después dormía.

Durmió con la profundidad con la que a veces duermen los enfermos, hasta que la luz de la mañana le dio en el rostro. Lo primero que vio fue el polvo suspendido que a todo daba una apariencia irreal. Trató de ajustar la mirada cuando algo la hizo incorporarse de un salto. Se llevó la mano al corazón al tiempo que ahogaba un grito. La recepcionista del hotel la zarandeaba.

—¡Ven, sígueme! ¡La estatua de la Libertad ya se alcanza a ver!

Olivia trató de expresar su confusión, pero las palabras no salieron de su boca. Se levantó tratando de mantener el equilibrio. El piso de tablas se mecía bajo sus pies. Se abrigó y siguió a la mujer fuera del espacio en que se encontraban: un área de carga con colchones, mujeres sentadas en cajas y niños llorando. Se dio cuenta de que soñaba. Un sueño detallado, lúcido, en el que podía participar activamente.

Tropezaron entre ayes y quejidos hasta salir a un pasillo oscuro que olía a una mezcla de sopa y vinagre. Al final se veía una mesa con un gran garrafón. Unas cien personas estaban formadas con sus respectivas tazas para llegar con quien repartía el agua. Otro tanto de individuos se arremolinaba frente a una pequeña ventana por donde entraba aire fresco.

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