El exministro Albornoz dejó en cartera un proyecto de leyes destinadas al logro o reivindicación de una parte de estas aspiraciones; y si estas todavía no han tomado forma concreta, habrá que esperar que, una vez apaciguadas las pasiones políticas y bien cimentado el régimen actual de gobierno, uno de sus frutos naturales será conceder a estas cuestiones la trascendencia que tienen e incorporar a los códigos lo que ya está plasmado en los espíritus y exige el decoro femenino.»
La mujer en la lucha por la vida
«La lucha por la vida. El argumento decisivo ha sido siempre ese: que el puesto de la mujer está en el hogar. Pero ¿quién garantiza a la mujer ese hogar? Son innumerables las causas que pueden influir para que la mujer carezca del mismo, si no acierta a construirlo con su propio esfuerzo. Además, los problemas económicos se han agudizado de tal modo en nuestra época que son incontables las mujeres que de la noche a la mañana podrían verse en dilemas bochornosos para subsistir, si no tuvieran disciplina para el trabajo y un mínimo de aptitudes para desenvolverse; y no se me objetará que la misma pericia en las tareas domésticas pueda constituir una solución, pues muchos padres y maridos no desearían para sus hijas y esposas el menester de cocineras o mozas de servicio, colocadas en la encrucijada de tener que bastarse a sí mismas.
La mujer de nuestros días ha salido a la calle, ha concurrido a los escritorios, ha llegado a la cátedra y alterna con el hombre en todas sus actividades, porque así lo ha impuesto el tono económico de la vida; y como lo material y lo espiritual se ligan en la sociedad como en el cuerpo humano, es legítimo que la que lleva la contabilidad de un establecimiento o sufre y observa las actividades de una fábrica quiera algún día guiar un automóvil, pronunciar un discurso, servir de testigo en un instrumento público o entrar libremente en un café, sin afrontar las miradas socarronas de los contertulios.»
Galanterías y piropos
«Es una patraña hipócrita —prosigue— la de que la mujer dispone de una fuerza en la galantería del hombre para con ella. Al menos, alardear de sus consideraciones hacia la mujer, en general; aquí es un tema medieval, propio para alguna novela de capa y espada. El hombre es galante con la mujer que quiere o de cuyo físico gusta; pero indiferente, cuando no agresivo, con la otra.
El piropo, depurado en los libros o en el teatro de sus escorias corrientes, puede inducir a error a quien no conozca a fondo la psicología del “hombre de la calle” español. Siempre que más, van saturados de malicia gruesa y guarnecidos de atrevimientos impertinentes los requiebros o dicharachos que la mujer debe soportar en la vía pública. Probablemente el hombre no procede así por maldad, sino en muchos casos por falta de medios de expresión, y en otros influido por el mal ejemplo.»
Disquisición lexicológica
«Estoy a punto de dejar de ser diputado, pues parece que la disolución de las Cortes es inminente», replica la señorita Campoamor a una insinuación nuestra. Y como nos refiriésemos a la terminación masculina que daba a su cargo electoral, observó con gracia: «Las mujeres han recibido con frecuencia designaciones que eran como una irradiación de los méritos profesionales u honoríficos del marido. Así, la mujer del boticario ha sido la “boticaria”; la del general, la “generala”, etcétera. Pues bien. Cuando se trata de cargos, honores o profesiones que la mujer conquista por sí misma, me parecería legítima la terminación uniforme, o sea la de los nombres gramaticalmente llamados comunes, como ocurre con la palabra “pianista” y otras de la misma clase, que convienen a ambos sexos sin más alteración que la del artículo.
Así me propongo expresárselo a un impresor que recientemente me ha enviado unas tarjetas con la palabra “diputada”, ya que es bueno que los vocablos reflejen con propiedad y justo espíritu las cosas por ellos designadas; pero, en fin, en ningún caso sería esta una cuestión que hubiera de restarme media hora de sueño, puesto que a la postre prevalecerá la forma que la costumbre imponga, cuando en las Cortes haya tantos diputados de un sexo como de otro...».
La mujer en la religión
«Yo no creo —continúa la doctora Campoamor— que el espíritu del pueblo español sea antirreligioso, sino lo contrario; en todo caso, las ideas católicas están fuertemente arraigadas en una gran parte del mismo. En otras zonas más selectas o cultas de la sociedad, es posible que prevalezca una especie de religiosidad filosófica, ajena a la observancia de ritos o preceptos.
Las protestas y actos de agresión que ahora han cruzado nuestra atmósfera son expresiones propias de todo régimen de transición y seguramente de desquite.
Las reacciones populares han tomado como blanco el militarismo y el clero, por ser evidente que en ambas instituciones se apoyaba la monarquía desaparecida.
Por lo demás, la poesía que fluye de los armazones religiosos y tantos sistemas teogónicos como a través de la historia han nutrido el espíritu del hombre y han contribuido a mitigar sus vicisitudes, no parece que pueda ser reemplazada por ninguna construcción política. Algunos de los partidos originados en las ideas de igualdad y justicia social aspiran sin duda a constituir por sí mismos una religión. Si ese ideal será alcanzado o no, es de muy difícil pronóstico. Lo incuestionable es que, mientras la criatura no encuentre resuelto el enigma de su origen y fin, como también la explicación de sus sufrimientos y ansiedades, lo mismo en Oriente que en Occidente y en todos los puntos cardinales de la tierra, los grandes fundadores y propagandistas de doctrinas —llámense Buda, Mahoma o San Pablo— hallarán abierto el surco donde germina la semilla de la fe, que es la sabiduría con que las muchedumbres afrontan sus problemas espirituales.
Pero esto, naturalmente —terminó amablemente nuestra gentil entrevistada—, roza desde muy lejos, desde una distancia casi sideral, el problema de una crisis pasajera de cualquier credo o la destrucción lamentable de media docena de conventos».
ARTÍCULOS
Y CRISTO DIJO: ¡SÍ, JURO!...
Decía una mujer de ingenio que los hombres tienen dos pasiones: las mujeres y el celibato.
Justificando esta última, ha dicho también un francés, Chamfort, que, ofreciendo el matrimonio y el celibato graves inconvenientes ambos, debe siempre preferirse aquel estado que admita rectificación, es decir, el celibato.
La sospecha de esa inclinación y el hecho de que, a pesar de ella, suelen ser muy numerosos los casos de promesa de matrimonio por el hombre a la mujer, promesa que a las veces queda incumplida, es, sin duda, por lo que muchas leyes incluyeron sanciones para el incumplimiento de esa promesa, sanciones que se fueron debilitando a través del tiempo, y que si en los siglos pasados comprendían, sobre todo dentro del derecho canónico, hasta la obligación de contraer el vínculo prometido, después, y en base a que en el matrimonio debe, ante todo, presidir el libre concierto de voluntades, se limitaron a la reparación pecuniaria, en unas legislaciones, de los gastos causados con motivo y razón del proyectado matrimonio (como en la española), en otras, además, la reparación, también pecuniaria, por el daño moral causado a la mujer con el rompimiento de la promesa (legislaciones inglesa y norteamericana). En cambio, la Argentina no prevé sino que rechaza toda posibilidad de pedir indemnización por rompimiento de promesa matrimonial.
En las viejas leyes españolas tenía una gran importancia esa promesa. Muchos de sus aspectos los hallamos recogidos en uno de los más conocidos romances de Zorrilla, A buen juez, mejor testigo, que recoge, indudablemente, una tradición relacionada con una antigua talla de Cristo existente en la Vega de la ciudad de Toledo.
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