Jesús Albarrán - El legajo de la casa vieja

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Una circunstancia es un factor externo que afecta a una persona en concreto o un conjunto de ellas.
Esta novela narra como las circunstancias acaecidas en un momento, afectan y determinan la vida de quien las sufre o las experimenta y podemos vernos obligados a aceptar situaciones y adoptar decisiones que, de otra forma, no hubiesen sucedido o no se hubiesen tomado. Cuando irrumpen inesperadamente condicionan todo. También el futuro. Es, como en la novela se describe, «como un vilano arrastrado por el viento que, hasta que no amaina, no le permite caer al suelo para germinar».
También describe como la bondad, virtud que se opone a la crueldad humana, tan común en los momentos en los que la historia se desarrolla, se impone y al final, trae sus frutos en beneficio de quien actúa con esa actitud de hacer el bien.
Esta es una novela que pretende ser de lectura fácil y amena. Es casi de aventuras, por el momento en el que se desarrolla y el personaje vive.
Está escrita en primera persona, permitiendo así al lector imbuirse en la historia como propia.

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Teníamos conocimiento de que estaban sucediendo altercados en la calle e incluso creímos haber oído tiros y mucho jaleo. Un soldado de mi compañía había intentado ponerse en contacto por teléfono con su familia, que vivía en Madrid, para saber qué estaba pasando, pero no pudo. No nos dejaban llamar desde el teléfono de la cantina, el único del cuartel al que, con fichas, teníamos acceso la tropa. De hecho, lo habían desconectado.

Soldados de un pelotón de mi compañía, que acababan de salir de guardia, comentaban que, desde ayer, las guardias se hacían con la puerta cerrada; que por la calle circulaba gente dando voces y que llevaban escopetas y otras armas; que iban con banderas de los sindicatos y comunistas…

—¿Y qué decían? —preguntamos ansiosos de conocimiento.

—Decían: «¡Viva la República!», «¡Abajo el fascismo!», « ¡Acabemos con los traidores y con los curas!» y cosas parecidas.

También comentaron que habían aporreado la puerta del cuartel pidiendo armas.

El sargento y el teniente, los superiores directos que tenían mayor contacto con nosotros, no eran muy dados a comunicarse con la tropa, y menos en aquel momento en el que parecía que algo estaba pasando. Nos percatamos de que ellos tampoco sabían mucho. Además, se los veía nerviosos.

Por precaución, no nos atrevíamos a preguntar y solamente nos limitábamos a cumplir apresuradamente las órdenes que nos daban:

Murmullos. Cuchicheos en voz baja mientras engrasábamos y limpiábamos nuestros fusiles.

—¡Silencio! —gritó el sargento asomándose a la puerta de la compañía— ¡Vosotros a callar! ¡Limitaos a limpiar bien las armas y las cartucheras en silencio! ¡No quiero oír ni una palabra!

El silencio se produjo de inmediato. Solamente se escuchaba el roce de las baquetas con los cañones de los fusiles cuando se limpiaban o los paños frotando las cartucheras y las botas.

Estábamos desconcertados. No se oían risas como en otros días. Solo había gestos que mostraban ese preocupante no saber qué estaba pasando. Se percibía el miedo en la actitud de los soldados.

Era domingo. Por la anormal actividad que estábamos viendo en el cuartel, intuimos que hoy no íbamos a salir, como era habitual cuando no teníamos servicio.

Mientras limpiábamos nuestras armas, confinados en las dependencias de la compañía, oímos un gran alboroto en el patio. Nos asomamos a la ventana y vimos que había entrado a las dependencias del cuartel un coche negro. Tenía las puertas abiertas y dos soldados lo custodiaban. Uno de ellos, con el fusil Mauser dispuesto, expectante a lo que sucedía.

Acto seguido vimos salir de la zona de oficiales y jefes al coronel del regimiento, don Tulio López. Iba conducido a punta de pistola por dos oficiales; uno creo que era el capitán de mi compañía, al otro no le conocía. Subieron los tres al coche. Situaron al coronel entre ellos, en el centro en los asientos de atrás. Los dos soldados, uno el conductor, ocuparon los asientos delanteros; arrancaron el vehículo, dieron la vuelta en el patio y salieron del cuartel.

Solo nos faltaba ese espectáculo para que nuestro desconcierto y preocupación fuese aún mayor.

—¿Dónde llevan al coronel? —dijo un compañero—. ¿Habéis visto? ¡Le llevan encañonado!

Comenzaron las especulaciones. Se comentaba, pues siempre hay algún entendido, que, aunque no nos habían dicho nada, el Regimiento Wad-Ras, en el que estábamos, en principio se había unido a la rebelión militar: al «alzamiento», como lo llamaban. Pero en Madrid el golpe de Estado había fracasado y eso hizo que el coronel, como máximo mando y responsable, se entregase. Por eso fue arrestado y se lo llevaron.

—Pobre hombre —comenté—. No me parecía a mí mala persona.

Eran ya más de las diez de la mañana, que era la hora prevista para la revista, y esperábamos a que en cualquier momento nos llamasen a formar en el patio. Se escuchó el toque de llamada. La corneta no nos sorprendió. Todos estábamos inquietos y expectantes. No sabíamos, ni siquiera intuíamos, qué pasaría ahora. Ya con las armas limpias, engrasadas y dispuestas, nos esperábamos cualquier cosa. Todos, apresuradamente, bajamos al patio y formamos para pasar revista.

Las preguntas mudas se agolpaban en nuestra cabeza y la imaginación, incontrolada, basándose únicamente en especulaciones y en los comentarios sobre los acontecimientos que se decía que estaban sucediendo, creaba una incierta percepción de la realidad.

Temíamos las órdenes que podríamos recibir; pero, por otra parte, estábamos ansiosos por conocer qué estaba sucediendo.

Al bajar al patio desde las dependencias de la compañía, encontramos ya formado un batallón que no era de nuestro acuartelamiento. Otra sorpresa más. «¿Qué harán aquí?», nos preguntábamos: «¿A qué habrán venido?». Por las insignias que llevaban en el cuello de su uniforme, supimos que eran de artillería. Eso incrementó nuestro desconcierto. ¿Un pelotón de artillería en el centro de la ciudad?, ¿para qué?

Una vez formadas todas las compañías en el patio, el destacamento recién llegado estaba situado a la derecha de mi compañía. El ángulo de su disposición, en perpendicular a la nuestra, me permitía repasar visualmente a sus integrantes.

Me pareció reconocer a un soldado que, si no me había confundido, se llamaba Gabino y había sido compañero mío en la Escuela Normal de Magisterio de Toledo. Él no me reconoció o, al menos, no me miraba. Me pareció que me eludía.

Estudiaba las expresiones de esos soldados que venían de fuera. Examinaba sus actitudes respecto a sus compañeros. Buscaba no sabía qué, pero algo que me diese una pista de la incierta situación que estábamos atravesando.

—Si puedo, hablaré después con él — me dije a mí mismo.

El comandante, secundado por los capitanes de las compañías y algún que otro oficial, se situó en el centro del patio, frente a las formaciones.

El silencio de la tropa era sepulcral. Todos observábamos y esperábamos.

—¡Soldados! —dijo el comandante—. Hoy, la unidad de nuestro Ejército ha sido rota por algunos generales que quieren acabar con nuestra República. La rebelión ha sucedido en territorios alejados, en nuestros protectorados de África, pero su intento armado, en este momento, ya está siendo sofocado. Algunos generales y jefes de otras plazas dentro de nuestra geografía, unos pocos, parece que tienen intención de secundar esta rebelión. Nosotros, los españoles de bien, los buenos soldados patriotas y respetuosos con el orden marcado por todos democráticamente, tenemos la obligación de no permitírselo.

Y continuó:

—No creo que por ahora sea necesaria nuestra intervención, pero debéis estar preparados y alerta por si tuviésemos que reforzar la actuación de otras unidades, que ya están controlando estos focos de insurrección. Por eso, hasta nueva orden, no podréis salir del acuartelamiento y deberéis tener vuestras armas y equipo preparado y en perfecto estado de revista.

—¡La República os llama y os pide que la defendáis! —dijo levantando la voz.

La situación parecía que se nos complicaba aún más. Yo estaba asustado. No tenía más remedio que obedecer. Estaba claro que mis planes se habían trastocado definitivamente. Habría que esperar y ver el desarrollo de los acontecimientos.

—¡Rompan filas y tengan su fusil junto a ustedes en todo momento, en el armero de la compañía! —ordenó.

En otras ocasiones, la orden de «rompan filas», al verse la tropa liberada de la rigidez marcial, se recibía con júbilo y provocaba una algarabía, pero en esta ocasión no fue así.

Se deshizo la formación, con parsimonia; en silencio, con dejadez. Se notaba la tensión a la que nuestros pensamientos nos abocaban.

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