Jesús Albarrán - El legajo de la casa vieja

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Una circunstancia es un factor externo que afecta a una persona en concreto o un conjunto de ellas.
Esta novela narra como las circunstancias acaecidas en un momento, afectan y determinan la vida de quien las sufre o las experimenta y podemos vernos obligados a aceptar situaciones y adoptar decisiones que, de otra forma, no hubiesen sucedido o no se hubiesen tomado. Cuando irrumpen inesperadamente condicionan todo. También el futuro. Es, como en la novela se describe, «como un vilano arrastrado por el viento que, hasta que no amaina, no le permite caer al suelo para germinar».
También describe como la bondad, virtud que se opone a la crueldad humana, tan común en los momentos en los que la historia se desarrolla, se impone y al final, trae sus frutos en beneficio de quien actúa con esa actitud de hacer el bien.
Esta es una novela que pretende ser de lectura fácil y amena. Es casi de aventuras, por el momento en el que se desarrolla y el personaje vive.
Está escrita en primera persona, permitiendo así al lector imbuirse en la historia como propia.

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Regresé a Madrid.

Al día siguiente, el hayazgo del legajo no se me iba de la cabeza. La obsesión por conocer más sobre aquella época que le tocó vivir a Mariano hizo que me descentrase en mi trabajo. Aprovechaba cualquier momento para indagar por internet sobre los acontecimientos que se fueron sucediendo en aquel tiempo e intenté, con poco éxito, consultar en archivos y documentos por si existía algo relacionado con él, directamente. Pregunté, busqué en hemerotecas, leí artículos y libros de ese nefasto momento histórico; y después, ensamblando lo que escasamente él me había contado, lo que estaba encontrando en esas enigmáticas misivas y lo que indagé en mis consultas, fui imaginando, más que sabiendo, la secuencia de la vida de ese hombre que fue mi padre, en aquellos tres años de la España convulsa.

Del relato de Mariano

2. La España deshecha. Así estaban las cosas

17 de julio de 1936

Llevo ya más de once meses haciendo la mili. ¡Maldito periodo que a todos se nos plantea! Un obligado paréntesis en nuestras jóvenes vidas. Claro que no siempre era valorado de la misma forma. Todo dependía de la situación de cada uno y del entusiasmo de cómo se aceptaba. Para mí, un engorro que rompe mi trayectoria. Tendría que apartar mis proyectos y deseos hasta que termine el servicio militar.

Algunos mozos, y esto es algo que nunca comprenderé, disfrutaban con eso de ir a la mili. Será porque es la única forma de poder salir de su pueblo; o, tal vez, por las juergas que se corren justificadas por la condición de ser de los quintos.

—¡Eh, fulanito! —se oía con algarabía—. ¡Ya somos quintos!

Nunca he sabido muy bien por qué se llama quintos a los jóvenes que, en cada año, corresponde entrar en filas. Será porque, en el sorteo al que nos someten para incorporarnos al ejército en activo, son llamados una quinta parte de los jóvenes que, en él, cumplen los 20. A mí me parecía que éramos más.

A veces se utiliza el término ser quintos para señalar a aquellos varones que son de la misma edad y que les ha correspondido realizar el servicio militar en el mismo periodo.

—¡Somos de la misma quinta! —se escucha con frecuencia.

Cada año, los ayuntamientos facilitan a las cajas de reclutas las listas de los mozos que cumplen los veinte y son útiles para el servicio. Se asigna un número a cada uno, creo que por orden alfabético del apellido; y a esperar el sorteo, que, en sí mismo, ya es un acontecimiento. Del bombo que contiene diez bolitas, sale un número: «el uno…», y se introducía otra vez en el bombo; «el cuatro…»; y otra; y otra… «¡El mil cuatrocientos tal y tal!». Y, a partir de él, la suerte está echada. A los primeros números que continúan al que se obtenía se los envía a África; peligroso destino en los años que corren. El resto, a la península.

En esos días del sorteo, la frase que más se oye entre los mozos en el pueblo es:

—Y a ti, ¿dónde te ha tocado? — en morbosa curiosidad.

—¡Pues a la península!

Y cuando esa era la respuesta, se escuchaba:

—¡Qué suerte!

—¡A mí, a África! —podría ser la contestación.

—¡Vaya! ¡No te preocupes, la mili acaba pronto!

Algunas veces se oía: «Yo no voy a la mili, tengo pies planos». Nunca he sabido bien a qué anomalía fisiológica correspondía el término, pero así se comentaba.

Una parte de los reclutas llamados a reemplazo podían tener la fortuna de entrar a formar parte de ese excedente de cupo del que se hablaba. Es decir: si tu ordinal sobrepasaba el número de hombres llamados para incorporarse a filas, entonces serías excedente y en ese caso, te librabas de hacer la mili.

—¡Me vuelvo a casa! —podías oír y envidiabas su situación.

No ha sido mi caso, pero he tenido suerte en el sorteo: me tocó Madrid y, después de pasar dos meses de instrucción en un campamento, me destinaron al Regimiento Wad-Ras número 1, que está en el paseo de Moret, muy cerca de la Moncloa. Buen sitio.

No puedo decir que yo lo esté pasando muy mal. El año pasado termié mis estudios de Magisterio en la Escuela Normal de Toledo y en el cuartel me asignaron un destino favorable: impartir clases elementales de lectura y escritura a los soldados analfabetos, que hay muchos; tres de cada diez, dicen. Eso me libra de algunos servicios de armas, guardias y retenes, sobre todo.

Estaba esperando licenciarme a finales de julio y quería volver al pueblo para ver a mi novia y ayudar a mi padre y mis hermanos a acabar la faena de la trilla. En mi casa me necesitaban.

Mi hermano Ángel, el mayor, es el que más pendiente está de las faenas del campo y el cuidado de los animales. Ayuda a mi padre. El otro, Jesús, es aún muy joven, casi un niño; creo que en este momento debe de tener quince años. También tengo una hermana, Felipa, que ayuda a mi madre, se ocupa de las cosas de la casa y de la cochura de unas hogazas de pan que diariamente hacen y venden a una limitada clientela. Tenemos un horno de leña que da servicio a la demanda de las gentes del pueblo cuando necesitan hacer sus cochuras semanales, y esto, a mi madre, le proporciona unas necesarias «perras».

Después de las fiestas, en septiembre, tengo intención de desplazarme a Toledo para situarme. Mi deseo es establecerme como maestro en algún pueblo y, por estar más cerca de los míos, preferiblemente en Toledo o alguno cercano al mío. Tendría que hacer oposiciones. Ya se verá.

Ahora, la situación se está tornando incierta.

Los devaneos políticos que en España se están desarrollando en estos tiempos no son muy conocidos por la mayoría de la gente; la «del montón», como se nos clasifica. No teníamos gran interés. No sabíamos bien qué estaba pasando. Sí, nos enteramos de los sucesos por los comentarios que entre nosotros hacemos, o por lo publicado en algún periódico, generalmente atrasado, que cae de vez en cuando en nuestras manos. La información no es muy fluida, y en el Ejército, mucho menos. Aquí todo es callar y obedecer. Así es la máxima que se nos impone. Era mejor no saber nada de nada y dejar transcurrir el tiempo.

Esporádicas noticias nos llegaban. Especulaciones y a veces falsedades eran la base de nuestra información. En realidad, salvo a unos cuantos, a la gran mayoría nos importaba poco. Éramos simples espectadores de los acontecimientos y, aunque alguna decisión política nos pudiese afectar directamente, no queríamos hacerlo notar. Estábamos en la mili y, en esa situación, lo mejor era callar, obedecer y pasar desapercibido.

Sí, claro. En los momentos de ocio, en el patio o en la cantina, algo se hablaba entre nosotros; pero era mejor no dar opiniones que pudiesen situarte en un lado u otro del tablero. No es aconsejable denotar una decidida postura política. Podría llevarte a problemas en nuestra situación militar. Yo, en cuanto notaba que un tema de conversación derivaba a la política, me apartaba del grupo.

Por supuesto que había cosas que sabíamos. Los periódicos, no todos ni todos los días, llegaban a la cantina, casi siempre con retraso y, si antes no habían sido requisados por los mandos del cuartel, podíamos leerlos. Algún soldado, que tenía pase de pernocta porque su familia vivía en Madrid o salía del cuartel el domingo con permiso a dar un paseo por la ciudad, también traía noticias a su regreso. Después, siempre con discreción, entre nosotros había comentarios de los acontecimientos que nos llegaban.

Desde hace ya cuatro o cinco años, las cosas en España están mal. Muy mal, diría yo.

Se sabe que, hace ya unos años, después de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 en las que ganaron los republicanos, después de que el rey Alfonso XIII se marchase de España, el pueblo se había echado a la calle con enorme alboroto, proclamando la Segunda República. Mucho ruido había: voces y manifestaciones, pancartas, banderas tricolores… Follón, en definitiva.

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