—¡Bah…! No os preocupéis… —intervino otro soldado, intentando terminar con la disputa—. Será que los moros, después de la que les dimos en Marruecos, están cabreados. Enseguida los meteremos en cintura, para que se vuelvan por donde han venido.
La verdad es que todas las conjeturas que hacíamos no tenían otro fin que el de acallar nuestra preocupación. Ya conocíamos cómo se las gastaban esos moros. Se había hablado de su crueldad y de sus espantosas acciones en la pasada guerra de África. Eran temibles.
¡A ver si ahora nos iba a tocar a nosotros ir a poner fin a esa insurrección de la que se hablaba! ¡Menudo plan!
La información, a nuestro nivel, era muy imprecisa y todo lo que se contaba tenía como base la ingeniosa imaginación de algunos. No sabíamos nada y esa incertidumbre nos llevaba a preocuparnos aún más por nuestra situación individual. Intuía que me iban a obligar a romper mis planes.
—Y ahora, ¿qué puede pasar con los que íbamos a ser licenciados? ¿Por qué nos tienen encerrados? —pregunté a Santiago, mi compañero de dormitorio que ocupaba la litera de arriba.
—No sé… —contestó sin entrar en debate con más comentarios.
Alguien que nos escuchó, dijo:
—¡Igual nos envían a nosotros ahora a pegar tiros a los moros! La hipótesis que se palpaba hizo que todos los que estábamos cerca mirásemos al agorero.
—¡Bah! —intervine yo en voz alta—. Lo que haya sido, será rápidamente sofocado, ya lo veréis.
Quise pensarlo así; pero la verdad es que estaba preocupado. Todos lo estábamos.
Mi amigo Santiago, el de la litera de arriba, era de Madrid, o por lo menos en Madrid vivía. Hablaba poco. Nos contó que su padre tenía una tienda de abrigos y pieles en la plaza Mayor. Yo no imaginaba que pudiese haber una tienda en la que solamente se vendían pieles, pero estábamos en Madrid, y en esta ciudad tan grande se vivía tan diferente a mi pueblo que me costaba trabajo imaginar cómo sería la vida en ella. Yo no salía del cuartel o salía muy poco a dar un pequeño paseo.
Nuestro desconocimiento de lo que estaba aconteciendo incrementaba la incertidumbre. La situación era angustiosa. Entre nosotros nos preguntábamos; nos mirábamos y callábamos. La ignorancia y el miedo nos tapaba la boca.
—¡Y yo qué sé…! —era nuestra contestación ante cualquier pregunta.
La mayoría de las veces respondíamos con un gesto o encogiendo los hombros a los numerosos interrogantes que se planteaban.
Aunque no era habitual, en algunas ocasiones nos llegaba a la cantina El Heraldo de Madrid, un periódico de tendencia democrática y republicana; pero hacía ya dos o tres días que no llegaba. Tal vez lo requisaban para limitar nuestro conocimiento de lo que sucedía. Por él nos enterábamos del gran desconcierto político y social que, en los días anteriores, se estaba viviendo en España: revueltas callejeras, manifestaciones, incluso tratos vejatorios y discriminados a mucha gente. También algún asesinato, se decía. Sabíamos que la situación social y política no era buena. Puede que algún soldado de los acuartelados pudiese haber hecho algún comentario, tal vez basado en su visión de los acontecimientos que se venían comentando. Pero en el Ejército la actitud de los mandos hacia la tropa era represiva y poco comunicativa. Nadie se atrevía a hablar. Mejor callar para no denotar una posición que pudiese perjudicarnos. No se sabía quién te podía estar escuchando.
Me preocupaba mi situación: parecía que mis planes podían trastocarse. Esperaba licenciarme a finales de julio y quería regresar al pueblo para ver a mi novia y ayudar a mi padre y mis hermanos a terminar la faena de la trilla.
Después de las fiestas del pueblo, en septiembre, quería desplazarme a Toledo e intentar situarme. Había terminado mis estudios de Magisterio. Por fin era maestro y deseaba establecerme en algún pueblo de la comarca y, por estar más cerca de los míos, preferiblemente en Toledo, que era mi provincia. Tenía que solicitar plaza. Ahora no sabía qué pasaría si la situación se tornaba incierta.
Veíamos cruzar el patio corriendo a los oficiales y jefes, y a nosotros nos tenían confinados en las dependencias de las compañías, sin dejarnos salir. No sabíamos nada y nos intrigaba esa actividad.
—¿Qué pasará? — nos decíamos.
—¿Habéis leído algo en el periódico? —pregunté en voz alta.
—He ido a la cantina y el último que había era El Heraldo del día 13, de cuando mataron a Calvo Sotelo, hace ya cinco días —dijo el compañero de la litera de enfrente.
Sabíamos y nos preocupaba, por noticias de alguna emisora de radio que pudimos escuchar y algún periódico que había caído en nuestras manos, que, en días anteriores, había habido revueltas por doquier: huelgas, manifestaciones, incluso actos de violencia callejera. El enfrentamiento de opiniones contradictorias enconaba la actitud del pueblo ante los sucesos que se venían sucediendo
—¡Eh, chicos…! He encontrado esto en una papelera, en las letrinas —nos dijo mostrando una hoja de periódico arrugada—. Es del Heraldo de hoy.
La extendimos sobre una de las literas y leímos.
—Pues la hemos jodido, muchachos; me temo que se nos puede terminar la tranquilidad —contestó alguien al fondo.
Madrid, domingo, 19 de julio de 1936
Hemos pasado mala noche. Hubo acallados murmullos, la compañía parecía un avispero. El sargento no se movía del pabellón e imponía silencio constantemente.
—¡Silencio! ¡A callar! —nos gritaba desde la puerta.
En un primer momento, callábamos; pero al poco tiempo, otra vez comenzaban los cuchicheos. No estaba la situación para tranquilidad.
Por la mañana, después del toque de diana y de fajina, como todos los días habíamos formado las compañías en el patio e izado la bandera tricolor de la República. Después, aunque lo esperábamos, no dieron la orden de «rompan filas» de inmediato, como era habitual; nos tuvieron formados en el patio un buen rato.
El sargento de guardia, con el furriel, y dos soldados salieron de las dependencias de oficiales portando un voluminoso cajón con dos asas y nos fueron dando, uno a uno, los cerrojos de los Mauser que se tenían guardados en el armero de las compañías. La instrucción siempre la hacíamos con las amas desmontadas y solamente estaban completas las que correspondían, en cada momento, a los soldados de guardia.
«Seguramente nos llevarán a la galería de tiro a hacer prácticas», pensé yo. Pero no era así.
—¡Ahora, suban a sus compañías y limpien, engrasen y monten sus armas! –—dijo el comandante situándose frente a la tropa formada —. ¡A las diez, revista con los fusiles listos y en traje de campaña!
La inesperada situación, carente de toda información, nos asustaba.
—¡Los oficiales y suboficiales de cada compañía revisen que todo esté en perfectas condiciones de operatividad! —ordenó dirigiéndose a los mandos y a la tropa—. Cuando sus armas estén dispuestas, se le entregará a cada soldado un peine de cinco balas. ¡Guárdenlo en la cartuchera! ¡No lo carguen en el fusil hasta que no se lo ordenen!
Estábamos desconcertados. Nos mirábamos los unos a los otros haciéndonos preguntas mudas. Nadie sabía ni comprendía nada.
Nuestra imaginación volaba: nos habían ordenado preparar el armamento; nos habían dado un peine de balas; nos dijeron que estuviésemos listos. Sabíamos que se había declarado el estado de guerra… Por lo tanto, la deducción era sencilla; nos enviaban a un servicio de armas. No sabíamos dónde ni contra quién, pero parecía evidente.
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