Omraam Mikhaël Aïvanhov - La verdad, fruto de la sabiduría y del amor

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"Si hay tantas «verdades» diferentes y contradictorias que circulan por el mundo, es porque ello refleja la deformación del corazón y del intelecto de los humanos. Cuando alguien os dice: «Para mi la verdad es…» se trata de «su» verdad y está verdad habla de su corazón y de su intelecto, que son insuficientes, deformados o, por el contrario, muy elevados. Si la verdad fuese independiente de la actividad del corazón y del intelecto, todo el mundo la hubiera descubierto. Sin embargo, no es éste el caso, lo sabéis bien. Todo el mundo descubre verdades diferentes, salvo aquellos que poseen el verdadero amor y la verdadera sabiduría. Estos han descubierto la misma verdad; por esto, todos ellos, en el fondo, hablan el mismo lenguaje".

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En los tres primeros versículos de la oración dominical: “Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”, encontramos una aplicación de lo que os explico concerniente al amor, la sabiduría y la verdad.

“Santificado sea tu nombre”: la santificación es un acto unido a la sabiduría, a la luz. La luz es la que santifica e ilumina las obras de Dios. Si nuestra comprensión es justa, santificamos todo aquello a lo que nos acercamos. Y ¿por qué debemos santificar el nombre de Dios? Porque el nombre es una síntesis de todos los elementos. El nombre de Dios encierra, comprende, todas las formas, todas las existencias.

“Venga a nosotros tu reino”: el reino de Dios es el amor perfecto. No existe verdadero reino fuera del amor: éste es el que asegura la cohesión de todas las partes. Un reino sin amor se disloca. Para los Iniciados, el amor no es un sentimiento efímero, sino un estado de conciencia estable, ininterrumpido, en el que nos sentimos en armonía con todo lo que existe.

“Hágase tu voluntad”: aquél que, gracias a la sabiduría, ha llegado a santificar el nombre de Dios en él, y, gracias al amor, ha llegado a establecer su reino, necesariamente hará su voluntad. Hacer la voluntad de Dios es estar en la verdad.

Todos los cristianos recitan esta oración; ciertamente que es la que recitan más a menudo, pero sin conseguir captar, la mayoría de las veces, su profundidad. Así que vosotros, al menos, cuando la recitéis, sed conscientes de lo que decís.

Os daré, incluso, un ejercicio para practicar. Sentaos tranquilamente poniendo vuestras manos sobre las rodillas. Inspirad durante seis tiempos, diciendo: “Dios mío, que tu nombre sea santificado en mí…” Retened el aliento (también durante seis tiempos) y decid: “Que tu reino se instale en mí”; y finalmente expiradlo (otros seis tiempos también) diciendo: “Que tu voluntad se cumpla a través de mí…” Repetid este ejercicio cuatro o cinco veces por día durante algunas semanas, y os daréis cuenta de que algo dentro de vosotros se ilumina, se ensancha, se serena. Desde hace veinte siglos, millones y miles de millones de cristianos han recitado esta oración, y aunque no fuesen demasiado conscientes de su significado, han hecho de ella una fórmula viva en el mundo invisible, un depósito de fuerzas acumuladas. Y vosotros, al repetirla ahora conscientemente, os conectáis con este gran depósito y atraéis hacia vosotros todas estas energías benéficas para continuar mejor vuestro trabajo.

Meditad sobre la sabiduría, que se ocupa de las pequeñas cosas, y sobre el amor, que se ocupa de las más grandes. La sabiduría sólo afecta a mínimas partículas dentro de nosotros. Nunca se ha visto que la sabiduría haya producido grandes conmociones en un ser. Mientras que el amor transforma inmediatamente el comportamiento y, a menudo, la apariencia física. Las más grandes transformaciones en el mundo sólo se pueden hacer con el amor y no con la sabiduría. La sabiduría está ahí solamente para orientar, pero el amor es el que realiza.

IV

EL AMOR DEL DISCÍPULO, LA SABIDURÍA DEL MAESTRO

La mayoría de las veces, adquirimos el saber en la soledad. La lectura, la reflexión, la meditación, todas las actividades mentales, en general, no exigen la presencia ni la participación de los demás, e incluso, a veces, ésta es un obstáculo. Por contra, la presencia de los demás nos incita a extraer de nosotros lo que sabemos a fin de transmitírselo; es esta presencia la que suscita en nosotros el deseo de comunicar.

Pero el deseo de comunicar sólo puede realizarse si se cumple, al menos, una condición: que el que recibe el conocimiento se muestre atento, receptivo, que manifieste su confianza con respecto al que está dispuesto a instruirle. ¡Cuántos profesores se enfrían en su deseo de transmitir su saber a causa de la actitud de los alumnos y de los estudiantes! Su desatención, sus miradas críticas, quizás no sean obstáculo para seguir dando el curso, pero les impiden profundizar el tema tratado y dar lo mejor de sí mismos. Por contra, puede suceder que, después de una noche de insomnio, un profesor, cansado y preocupado, se sienta poco dispuesto a dar su clase, pero he ahí que, al entrar en la clase, se encuentra con unos alumnos tan abiertos y receptivos que inmediatamente se siente reanimado, estimulado, inspirado.

Son éstas unas experiencias que todos los instructores han realizado, los profesores y también los Maestros espirituales. Cualesquiera que sean las buenas disposiciones de un instructor, éstas no suponen más que la mitad de las condiciones que se necesitan para que pueda comunicar su saber. Corresponde a los estudiantes, a los discípulos, poner la otra mitad, cuidando de mantener una actitud receptiva, cálida.

Ved cómo volvemos a encontrarnos, una vez más, con el corazón y el intelecto. El corazón es el alumno, o el discípulo, que se abre para recibir el saber del instructor, el intelecto. El corazón es la antesala del intelecto, le prepara, le sitúa en buenas disposiciones, y nos conduce hacia él como hace un sirviente con su amo. Hay que ganarse, pues, al corazón para poder llegar al intelecto. Para tener una entrevista con un personaje importante, debemos pasar por su secretario. De la misma manera, para tener una entrevista con la sabiduría, ¡debemos pasar primero por el amor! Para poder acercarnos a los grandes misterios, tenemos que abrir nuestro corazón.

Al intelecto no le gustan los besos y las caricias, prefiere las discusiones, las objeciones, debatir las ideas, porque éstas le obligan a desarrollarse. Si calentáis el intelecto, éste, en vez de ponerse a trabajar, se duerme; mientras que el frío, las sorpresas y los obstáculos que hay que vencer le convienen. Las dificultades, las pruebas, os zarandean y os obligan a reaccionar; ésta es su utilidad: os hacen reflexionar y aumentan vuestra sabiduría. En cuanto a los acontecimientos agradables, influyen en vuestro corazón, predisponiéndole a ser generoso, amante, cálido, porque lo que es cálido tiene tendencia a dilatarse, a abrirse. Es importante que os encontréis bien dispuestos, y el corazón es el que os ayudará a ello. Es preciso, pues, ganarse, el acuerdo del corazón para llegar al intelecto; primero hay que poseer el amor para ir hacia la sabiduría. La sabiduría se obtiene a través del amor.

Cuando el Maestro les desvela a sus discípulos las realidades del mundo espiritual, sus tesoros, sus misterios, arranca algo de su alma, de su vida, para dárselo. Y si no siente que entre los asistentes hay una expectación, un interés, un respeto, o una admiración para con este saber que quiere revelar, algo se cierra en él.

El amor del discípulo debe unirse a la sabiduría del Maestro, y de la unión de este amor y de esta sabiduría nacerá la verdad. El Maestro no tiene necesidad de vuestra sabiduría – ¡Que, por otra parte, seríais incapaces de darle! – pero necesita vuestro amor. Su papel no es el de amaros, sino el de iluminaros, y a vosotros os corresponde darle vuestra confianza y vuestro amor, porque éstas son las mejores condiciones para recibir su sabiduría. Es sencillo: el discípulo ama a su Maestro, y el Maestro ilumina a su discípulo. Si hacéis lo contrario, permaneceréis durante mucho tiempo en la oscuridad.

Me diréis que, cuando se habla de los Maestros espirituales, se destaca siempre su amor. Sí, claro, porque para querer ayudar e instruir a los humanos, hace falta amarles. Pero este amor del Maestro es de otra naturaleza. Es un amor iluminado por su sabiduría, lo que, por otra parte, el discípulo no siempre comprende; le gustaría que su Maestro le sonriese y le dijera palabras amables sin cesar. Y cuando, para bien del discípulo, el Maestro debe mostrarse severo y zarandearle, aquél se entristece y se rebela, pensando que su Maestro no le tiene amor; no comprende que el amor del Maestro debe ir acompañado de un cierto rigor.

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