Otra razón que trabaja en favor de esa analogía entre la mirada de Medusa y la de Buñuel son los propios ojos del cineasta, que para Fuentes son «ojos verdes, protuberantes, ojos de toro que acaba de salir a la luz del ruedo», o también «taurinofídicos de ermitaño celoso, de castellano a la intemperie; son los ojos de la técnica misma de sus películas» [pág. 55], ojos que situados en el rostro de Buñuel, tal y como dice un poco más adelante, le dan simultáneamente un aspecto de toro y picador. Es decir, de tales ojos, tal mirada hiriente, si bien de cirujano que quiere extirpar el mal, pero ¿sin posterior sutura? Parece que sí, que no hay intención de cicatrizar, pues si no, ¿qué pintan en su filmografía la navaja de afeitar de Un perro andaluz, el alfiler de Él, el picahielo en El bruto, el crucifijo-navaja en Viridiana o el clavo del garrote del ciego en Los olvidados? Son extensiones punzantes de su mirada total, que en su impasibilidad no logra compadecerse de nadie ni de nada. La figura arquetípica que resume dicha relación (y que en cierto modo representa al propio cineasta) es el limosnero ciego que dirige al grupo de mendigos y que encuentra su culminación en el momento en que se convierte en el alter ego de Cristo en la parodia de La última cena leonardesca [págs. 97-98]. En esa escena, para Fuentes, cuando queda paralizada por la fotografía virtual del sexo de Enedina, el juego de miradas impide que culmine la ceremonia, porque todos los comensales permanecen fijos gracias a la parálisis producida por la acción fotográfica, la exhibición sexual y la filmación de la escena por parte de Buñuel, que es quien provoca, con su capacidad voyeurística, lo que Fuentes llama «un erotismo de la iluminación» en el que «la mujer [se refiere a Enedina] se exhibe y al hacerlo se cubre la mirada con las faldas», con lo que «nos arranca de la representación para devolvernos a la presentación». La conclusión es que Viridiana es una víctima de las «miradas que no la miran» y se convierte en un «Cristo femenino amurallado, ya que no crucificado, entre dos ladrones» [pág. 98] que son los que van a salvarla; las herramientas de suplicio —clavos, martillo y corona de espinas— que llevaba en la maleta para mortificarse pierden su capacidad simbólica cristiana y se transforman en instrumentos de su pasión y perdición profanas, quedando con ello cerrado el ciclo de su ceguera espiritual.
Llegados a este punto es fundamental referirse a la categoría de lo monstruoso implícita en Medusa y muy relacionada con la estética peculiar de Buñuel y su visión poética del cine. Si en el caso de la potencia mitológica, con su deformación estilizada y el rostro en mueca, se oscila entre lo terrorífico y lo grotesco por su cruce entre lo humano y lo bestial, asociados y mezclados de distintas maneras, en las películas de Buñuel se tiende más a la última categoría a causa de su predilección por los seres deformes, mutilados, feos en el sentido más literal y horrible de la palabra. Aunque no llegan a las formas descritas por Vernant para Medusa, el inventario de criaturas monstruosas que pueblan las películas del director español es amplio y variopinto, lo que en su caso es una consecuencia lógica de su militante antiesteticismo.
En el texto de Fuentes lo monstruoso y la monstruosidad son sinónimos de anormalidad, especie de fetiches que representan el lado oscuro que se opone a la razón y a los valores imperantes, un recurso intencionadamente buscado para fustigar las conciencias adormecidas y obligar a recordarnos que no vivimos en el mejor de los mundos y que para el escritor mexicano es inseparable de la visión creadora del cineasta, una visión que, en su opinión, se concreta a partir de Las Hurdes y se continúa en toda su filmografía, principalmente en Los olvidados, Nazarín y Viridiana (es decir, en las obras más enraizadas en la tradición cultural española).
LOS REFERENTES INTERDISCIPLINARIOS
La mirada de la Medusa es un ensayo que posee una doble dimensión, política y estética, en la que confluyen en una unidad llamada Buñuel la pluralidad de interpretaciones que su figura y su arte han suscitado en un escritor mexicano llamado Carlos Fuentes. Si bien el acercamiento de este está muy de acuerdo con las tendencias críticas interdisciplinares de la época, por encima de todo destacan las referencias pictóricas y literarias, pero sin olvidar las históricas, musicales, filosóficas, sociológicas y, ¿cómo no?, mitológicas.
Mencionado ya Piero della Francesca a propósito de la mirada fuera de cuadro de Séverine en Belle de jour, también se trasluce la predilección de Fuentes por Velázquez y Las meninas en su alucinante juego de espejos, de confusión entre la realidad vista y la imaginación, estimando que el calandino parece responder más al modelo imaginado por Foucault que al de Ortega, aunque por encima de todo es el «Velázquez buñueliano cuyo realismo pictórico está en el filo de la navaja de la pura representación», porque sus figuras parecen decir más sobre los modelos que sobre los personajes: los mendigos de Viridiana, por ejemplo, en cuanto Cristo y los apóstoles, son análogos a los enanos y payasos de Velázquez, un pintor con el que el mismo Buñuel confiesa tener más puntos de contacto que con Goya, a quien considera un lugar común —por desconocimiento— de la crítica.
Pero Buñuel es más un cineasta de referencias literarias, no sólo porque la mayoría de sus obras son adaptaciones (eso sí, muy personales) de obras de otros, sino también porque necesita de la colaboración de escritores en sus guiones y es por encima de todo y desde siempre un gran y curioso lector de obras literarias procedentes de cuatro culturas distintas (española, francesa, mexicana y norteamericana) y en tres lenguas: la española, la francesa y la inglesa. De todas esas estrechas vinculaciones, incluidos sus libros y lecturas cardinales de juventud (Fabre, Darwin, Freud y Marx), se hace eco Fuentes, con profusión de referencias y atinadas observaciones, en especial en lo que atañe a la literatura española, desde la picaresca, los heterodoxos y la mística hasta Galdós y García Lorca, pasando por una profunda y brillante reflexión sobre la trinidad hispánica —Don Quijote, Don Juan y la Celestina— y sus lazos más o menos explícitos con Nazarín y Viridiana. Respecto a la literatura hispanoamericana, ya hemos aludido a que no puede obviarse que el ensayo de Fuentes coincide cronológicamente con la eclosión del «boom» de la novelística de los países hermanos y que en cierto modo su pretensión es situar a Buñuel como guía espiritual capaz de aglutinar las visiones comunes en el espacio (europeo-americano) y el tiempo (la época surrealista). Desde ese punto de vista, Fuentes destaca a los más importantes de sus integrantes (García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Donoso, etc.), con especial hincapié en el papel crucial desempeñado por Octavio Paz.
El otro gran pilar formativo de la educación de Buñuel lo constituye la literatura francesa, el marqués de Sade sobre todo, pero también Lautréamont, Breton y los surrealistas y en menor medida Balzac, Flaubert, Camus, Malraux, Butor, Claudel, Cocteau, Genet, Mirbeau, Sartre, Stendhal y Verlaine, que desfilan con distinto énfasis por la jugosa prosa de Fuentes. En cuanto a la literatura en lengua inglesa, adquieren protagonismo Emily Brontë y sus Cumbres borrascosas, El monje de Monk Lewis —de la que el realizador llegó a escribir el guion junto a Jean-Claude Carrière [pág. 63]—, Henry Miller, el auténtico descubridor y transmisor del arte de Buñuel en el mundo cultural norteamericano, y, por encima de todos, William Blake, con quien Fuentes encuentra muchas analogías por la lucidez y rotundidad de su poética visionaria.
El delirio español y el refugio mexicano
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