«Con la música nunca podemos estar seguros». Desde luego, esto se aplica totalmente en las óperas de Wagner, cuya instrumentalización por parte del régimen nazi (y, por supuesto, también debido a la presencia en sus libretos de algunos pasajes de carácter antisemita, por ejemplo en el final de Los maestros cantores de Núremberg ) provoca, todavía en la actualidad, controversias. En el diario La Vanguardia del 6 de septiembre de 2018 se podía leer:
El viernes pasado, un editor del programa La voz de la música , de la emisora de música clásica de la radio pública [israelí] Can, despertó la polémica al emitir parte de la obra de Wagner El ocaso de los dioses . Poco después, y ante las protestas de miles de oyentes, el editor del programa expresó sus excusas por lo que definió como «una elección artística equivocada», y prometió que Wagner no sería emitido en las emisoras públicas israelíes.
«No puedo escuchar durante mucho tiempo la música de Wagner, ¿sabes? Me entran ganas de conquistar Polonia», afirmaba el personaje interpretado por Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhattan (película en la que, por cierto, los protagonistas manipulan una voz grabada). Bien, «el caso Wagner» resulta tópicamente controvertido, pero lo que en realidad aquí se plantea es si algunas manifestaciones (musicales, verbales…) nunca deberían acceder al espacio radiofónico, y por qué.
Desgraciadamente, también en España estamos conociendo, en tiempos aún más recientes, casos de censura. Se han aplicado, más bien, a conciertos que iban a ser financiados con dinero público, y a artistas que en las letras de sus canciones pueden incorporar la defensa del terrorismo, o actitudes machistas. Pero, evidentemente, estas polémicas afectan también a la difusión radiofónica de sus trabajos. ¿Merece la creación artística, más allá de cualquier valoración estética de la misma, un espacio dentro de la sociedad que opere como una zona franca —una expresión que aquí aplicaremos al propio espacio radiofónico—, y en la que cualquier forma de expresión pueda circular libremente?
El problema, desde luego, radica en las concepciones que profesemos respecto al conjunto de la sociedad. Si exceptuamos a las personas menores de edad, así como a cualesquiera otras que por su condición o circunstancias merezcan una especial protección, para el resto de ciudadanos cualquier restricción legal en este sentido puede ser considerada como una desafortunada forma de paternalismo. En una sociedad democrática cualquier adulto libre debería poder elegir, y valorar por su cuenta, qué manifestaciones artísticas quiere conocer (y, en su caso, disfrutar —o aborrecer—). Exactamente lo mismo se podría afirmar, por cierto, respecto a las declaraciones de carácter político —si es que podemos presumir que los ciudadanos adultos están en condiciones no solamente de emitir periódicamente sus votos, sino también de someter a crítica cualquier argumento ideológico que se les presente—. Quienes hablan, en este sentido, del riesgo de «blanqueo» de determinadas posiciones políticas suelen hacerlo desde el miedo, una sensación ajena —por no decir opuesta— a la responsabilidad democrática (y más próxima, por el contrario, a quienes tienen vocación de censores).
El carácter básico de estas afirmaciones, que solo puede justificarse por la reciente publicación de ciertos alegatos en favor de la censura aún más básicos (y además, pensamos, muy equivocados —especialmente cuando pretenden provenir de un pensamiento progresista o de izquierdas—), se explica ante la sorpresa que parece ocasionar algo tan previsible como que algunas propuestas que para algunos ciudadanos resultan atractivas puedan ser consideradas ofensivas o incluso hirientes por otros. Con el único límite de la Constitución y el resto de la legalidad vigente —interpretada por los jueces, en caso de duda o conflicto—, ello no debería suponer ningún problema para nadie, sino más bien un estímulo para ejercitar nuestra tolerancia.
Retornando al ámbito de lo artístico, a menudo el conflicto radica en la financiación con recursos públicos de estas manifestaciones. Partiendo de que esos recursos son siempre y por definición limitados, necesariamente deben tomarse decisiones respecto a qué obras y artistas difundir, en detrimento de otras que no recibirán ese apoyo. En el ámbito de la programación radiofónica, donde el tiempo acaso sea el recurso más preciado, esto representa una de las mayores dificultades para quien se encarga de elegir qué suena —o, por ejemplo, a quién se entrevista— en cada momento. Desde cierto punto de vista, aquello que no accede —aunque sea por estas razones— al espacio radiofónico también está siendo objeto de cierto tipo de censura.
Conviene señalar, en este punto, que esta discusión, totalmente diferente de la anterior, queda ya fuera del ámbito de discusión legislativo y, por supuesto, judicial: esas decisiones serán siempre de carácter político —las tome quien las tome—. Siempre dentro del ya mencionado marco legal, la —necesariamente amplia— discrecionalidad de esos programadores, y de los representantes políticos (municipales, regionales, estatales…) que los han elegido, indefectiblemente implicará una sobrerrepresentación de algunas manifestaciones o tendencias estéticas, y sobre todo una infrarrepresentación de muchas más. Una forma, qué duda cabe, de censura estructural e institucionalizada. Imposible de eliminar totalmente, pero que una política cultural más amplia y generosa ciertamente puede ayudar a paliar.
En este particular contexto, y en este determinado sentido, sí tiene cabida aquella memorable frase de Gabriel García Márquez en su novela La mala hora : «Aquí el único que tiene derecho a prohibir algo es el Gobierno —dijo—. Estamos en una democracia». Dentro de las atribuciones legales de cada gobierno (estatal, regional, municipal…), así es. Y el medio último para corregir esas decisiones prohibitorias, en caso de que a un ciudadano le parezcan molestas, o directamente intolerables, radica en su derecho a votar, y expresar así su desacuerdo. Por su parte, quienes han tomado esa decisión que se percibe como errónea y desafortunada, así como aquellos que, en su caso, los designaron como personas encargadas de tomar esa decisión, desde luego tienen una responsabilidad política —no de otro tipo— a este respecto, que deberán asumir ante los ciudadanos.
Antes de que tengan oportunidad para votar, esos ciudadanos también pueden expresar su desacuerdo de múltiples maneras, enfocadas a ejercer algún tipo de presión sobre esos representantes públicos. Y, siguiendo en el terreno de lo difícilmente sorprendente para nadie, a partir de lo anterior se puede adivinar que esos responsables políticos, al recibir presiones por parte de algunos de esos potenciales votantes (o, más bien, potenciales no votantes) que difunden públicamente sus intenciones al respecto, pueden tender a modificar sus decisiones, incluso antes de que estas se hayan materializado. Tampoco hay nada nuevo ni complicado en esto: dentro de cualquier sociedad democrática medianamente articulada se configuran grupos de presión — lobbies — mejor o peor organizados, y dedicados a velar por los valores o intereses particulares que sus miembros tienen en común (sean estos de índole estética, política, religiosa, profesional, económica en general, etc.).
Toda esta argumentación, dicho sea siquiera de pasada, se centra en la difusión de producciones de carácter artístico por parte de instituciones públicas. Quizá desde posiciones políticas más próximas al liberalismo (o al neoliberalismo) esto implique un enorme y criticable sesgo en nuestro discurso. Ciertamente, la libertad de empresa —consignada también en la Constitución— permite y hasta fomenta, con los mecanismos de protección y subvención correspondientes, la producción y difusión de cualesquiera manifestaciones de tipo cultural. Esto, sin duda, puede entenderse —y celebrarse— como la posibilidad de ejercer un contrapeso a las tendencias respaldadas desde las instituciones públicas (o, en otro sentido, como un complemento o apoyo a esa labor por parte de la iniciativa privada).
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