Miguel Álvarez-Fernández - La radio ante el micrófono

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Estas páginas trazan una peculiar historia de la radio. Un relato que discurre paralelo a la evolución de la sociedad de masas —es decir, la nuestra—. Mediante el análisis de una serie de obras artísticas creadas expresamente para el medio radiofónico, Miguel Álvarez-Fernández plantea como hipótesis el parentesco entre esa temprana tecnología global y ciertos elementos discursivos propios del fascismo.Los mecanismos de seducción con los que la radio nos continúa atrapando, el erotismo propio de sus voces acusmáticas, el halo de nostalgia que siempre ha acompañado sus transmisiones… Todo ello configura un tipo especial de relación con el oyente que aquí se denomina intimidad radiofónica, y cuyo estudio se canaliza a través de una metáfora: la palpitante membrana del micrófono. Las vibraciones de esa elástica superficie fronteriza ponen en contacto el espacio virtual y electrónico de la radio, por un lado, con el lugar donde los cuerpos y sus voces acarician —o golpean— esa membrana, por el otro. Esa tensión alimenta este pequeño tratado sobre la radioperformance.

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Desde luego, se agradece que la encomiable iniciativa privada enriquezca el panorama cultural de una sociedad tan plural como la nuestra. Pero una experiencia de varias décadas, en alguna medida representada por las páginas de este libro, constata que ciertas creaciones, relevantes para el desarrollo histórico de la escucha radiofónica, solamente han podido existir gracias al apoyo de instituciones públicas. Nos referimos a la inmensa mayoría de los trabajos analizados en este ensayo. Y, de hecho, resulta reseñable que las obras aquí comentadas que han surgido de la iniciativa privada son ya relativamente lejanas en el tiempo (pensemos, por ejemplo, en el cine de Chaplin —quien, por cierto, ya en 1919 también tuvo sus más y sus menos con los oligopolios hollywoodienses, lo cual le llevó a participar en la creación de la productora independiente United Artists… compañía que en 1981 terminaría comprando Metro-Goldwyn-Mayer—).

Entre las creaciones artísticas que se consideran fundamentales, desde la perspectiva de este estudio, para analizar la evolución del concepto de escucha radiofónica —por haber desafiado y ayudado a ampliar los límites de este concepto—, en las últimas décadas pocas aportaciones han provenido directamente del ámbito empresarial. Se trata, simplemente, de una constatación, que se refuerza al recordar que, al menos en el contexto español, no es en absoluto frecuente no ya la producción, sino tampoco la difusión de trabajos como los que aquí se analizan en medios de comunicación de titularidad privada.

En cualquier caso, debe advertirse que la alusión anterior a una «sociedad democrática medianamente articulada» puede suscitar algunas dudas cuando se intenta aplicar, todavía hoy, al caso español. Aún no estamos demasiado bien entrenados en el uso de nuestras libertades democráticas. Más allá de la sempiterna justificación de este hecho que apela al retraso propio de un país sometido durante cuatro décadas a una dictadura —lo cual, ciertamente, no favorece la sana aparición de colectivos de la sociedad civil que luchen por sus legítimos intereses—, resulta todavía más triste que el diagnóstico de los siguientes cuarenta años de momento no ofrezca, en cuanto a este asunto, un panorama lejanamente comparable al de otros países con mayor tradición democrática.

Como en tantos otros aspectos propios de nuestro tiempo, ese retraso en la configuración de grupos de presión dentro de la sociedad española (retraso que, por lo demás, se hace particularmente notable y doloroso en el ámbito de la creación artística contemporánea —por ejemplo, en la timidez a este respecto de asociaciones con alta legitimidad y representatividad, como el Instituto de Arte Contemporáneo—) desde hace unos años se superpone con otra circunstancia paralela, el auge de las redes sociales. Ello propicia situaciones como la que sirve al escritor —y autor radiofónico— José Antonio Pérez Ledo para iniciar un artículo titulado «El depurador cultural», publicado en eldiario.es el 13 de agosto de 2019:

Un buen día David (nombre falso) encontró en Spotify una canción que le provocó una sensación extraña. En un primer momento no supo identificar qué le ocurría. Tuvo que pasar una semana para que cayese en la cuenta: aquella tonadilla le había ofendido profundamente. Pudo dejarlo estar, pero eso, pensó, sería una dejación de sus responsabilidades como ciudadano. Debía impedir que otra persona sensible como él se topase con semejante ignominia. Expuso sus motivos en un hilo de Twitter que generó el ruido suficiente como para que varios periódicos se hiciesen eco. Lo llamaron «polémica». Varias emisoras dejaron de emitir la deleznable canción y dos ayuntamientos suspendieron los conciertos del artista.

Así se inicia la breve distopía originada por una cuestionable —pero cada vez más frecuente— comprensión de ciertas «responsabilidades como ciudadano» por parte de nuestros vecinos. Al cabo de unos pocos párrafos, y recordando tal vez aquel poema que comienza con las palabras «Primero se llevaron…» (atribuido a autores tan diferentes como Eduardo Alves da Costa, Vladímir Maiakovski, Bertolt Brecht o Martin Niemöller), el relato concluye así:

La iniciativa no tardó en cosechar millones de apoyos. David se sentía profundamente feliz… hasta que una mujer llamada Susana (nombre falso) inició una campaña contra él. Susana expuso sus razones en Twitter, el asunto se hizo viral y la polémica llegó a los medios tradicionales. Y David, rodeado e indefenso, exigió respeto a la libertad de expresión. ¿O acaso vivimos en una dictadura?

No analizaremos ahora cómo la recepción de un determinado mensaje radiofónico puede suscitar reacciones como la que Pérez Ledo atribuye a David (nombre falso) en su artículo. De hecho, debemos postergar hasta un próximo trabajo la reflexión acerca de algunos procesos psicológicos propiciados por la llegada a nuestros tímpanos de ese tipo de señales —aunque esta se produzca, como en el relato, a través de ese trasunto de la radio que es Spotify—. En ese futuro texto nos detendremos en las reacciones de nostalgia que tiende a aparejar, estructuralmente, la escucha radiofónica. Pues algo semejante a la añoranza de un mundo perfecto, sin ofensas ni agravios, parece estar en la base del comportamiento de un personaje como David (nombre falso) en una parábola como esta, y en el origen de tantos otros actos de censura.

Retornemos ahora, siquiera por un momento, a El gran dictador . La crítica cinematográfica sigue discutiendo —de manera un tanto bizantina— si el personaje del barbero judío se corresponde con la figura de Charlot, el vagabundo que alcanzó fama internacional en los mismos años veinte en los que la radio también lo hacía. Sin duda se trata de un arquetipo y, de hecho, aunque en el contexto cultural español se adoptó el apelativo que había surgido en Francia —Charlot—, la lengua inglesa siempre denominó a este personaje «The Tramp», es decir, el vagabundo.

Chaplin insistió enfáticamente en que el barbero de El gran dictador no era Charlot (si bien el personaje de 1940 mantuvo el bigote, el sombrero y la apariencia en general de este). Quizás el hecho —tan relevante para nuestro estudio— de que el protagonista de El gran dictador hablara, cosa que nunca llegó a hacer Charlot (pues en Tiempos modernos solamente canturreaba), resultase determinante para Chaplin en este sentido. En cualquier caso, el humilde judío que en El gran dictador padece los abusos del fascismo toma la palabra en la película, quizás de un modo parecido a como lo hace David (nombre falso) en la pequeña historia que se acaba de exponer. Lo que Twitter le permite a este último es, desde esta perspectiva, comparable a lo que consigue el barbero cuando deviene doble del dictador Hynkel: una tribuna pública desde la cual expresar sus opiniones.

La cuestión que más interesa aquí —y que podría pasar tan desapercibida como la aparición, tras los respectivos discursos del barbero y el del tirano, de unos aplausos tal vez demasiado parecidos entre sí— es la forma en la que tanto el barbero de la película como David (nombre falso) en el relato llegan a alcanzar esa posición, esa potestad enunciadora. En ambos casos es el puro azar lo que les ubica ante una audiencia masiva. Los dos personajes se yerguen como defensores, y acaso representantes, de causas que pueden ser loables… Pero no han sido elegidos (desde luego, no democráticamente) por ese público que los aclama, ni está claro qué representan exactamente (¿intereses generales, o más bien particulares?), y este es un hecho que puede pasar desapercibido no solamente en el relato de Pérez Ledo, sino también en El gran dictador .

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