En un punto coincidían los más conspicuos de los jóvenes alumnos: estaban hartos de Sorolla. No podían más con su repetido y obligado magisterio y ejemplo. Ni tampoco con sus epígonos. Así, el antes citado Salvador Tuset Tuset (1881-1951), catedrático de Colorido y Composición y director de la Escuela precisamente desde 1946 –el año de ingreso de Juan Genovés–, con quien los alumnos tuvieron sonados enfrentamientos. También el quizá más popular de ellos, el amanerado Manuel Benedito (1875-1963), autor de grandes retratos aristocráticos y de los entonces célebres carteles para la Unión Española de Explosivos, que se reproducían en los calendarios, y al que el Ayuntamiento de Valencia dedicó una gran exposición entre noviembre y diciembre de 1949, al tiempo que le concedía la medalla de oro de la ciudad.
Eusebio Sempere ingresó en la Escuela en 1941, obtuvo la titulación en 1946 y permaneció en ella dos años más, hasta 1948, cursando estudios de grabado. El crítico de arte y profesor de la Facultad de Bellas Artes de Valencia Pablo Ramírez, en un breve ensayo sobre los años valencianos de Sempere y respecto a la Escuela de San Carlos, apunta:
Ineptitudes y corruptelas aparte, las escuelas de Bellas Artes, durante la inmediata posguerra, habían estructurado un sistema de enseñanza fundamentalmente dirigido a la formación de profesionales capaces de acometer la reconstrucción del patrimonio artístico destruido durante la guerra. Obviamente este sistema era incompatible con la modernidad. Por otra parte, la vanguardia artística republicana se consideraba altamente sospechosa.
En Valencia, la generación artística de los cuarenta tuvo que sobreponerse a este estado de cosas y las alternativas que desarrolló dependieron del grado de radicalidad de sus protagonistas: Pinazo, el posimpresionismo o el expresionismo constituyeron a menudo los eslabones progresivos de un proceso de rechazo a la enseñanza oficial promovida en la Escuela de San Carlos.3
El propio Sempere evocaba la figura del malhadado profesor Tuset, al que también sufrió. Sobre el hartazgo sorollesco apuntaba:
El sorollismo estaba pujante en Valencia, y cada profesor, en las diversas asignaturas, nos obligaba a que pintásemos como Sorolla, todos indistintamente… Es normal que los dos o tres primeros años tenga uno como modelo a un gran pintor como, por ejemplo, Sorolla. Pero de jóvenes parece que cuando le obligan a uno a una cosa uno se enfrenta a ello. Así fue como decidimos todos los jóvenes ser antisorollistas.4
El año 1949 fue crucial en el desarrollo artístico de Genovés, tanto en lo personal como en lo colectivo. En el segundo aspecto, porque es el año en que, junto a algunos de los alumnos más inquietos de la Escuela, fundó el grupo de Los Siete, su primera incursión en un modo organizativo que dejó huella en toda su trayectoria posterior, y que, al principio, fue sobre todo un centro de debate y discusión. Alquilaron entre todos un cochambroso “estudio” en la calle Quart, al que, por su forma, denominaron el Tranvía. En el aspecto personal, porque es el año en que vende su primer lienzo, Paisaje de Santo Domingo, que adquiere José Carles, un modesto empleado de banca con vocación frustrada de pintor que, en la medida de sus posibilidades, ayudó siempre a Genovés: “Era un hombre muy culto, amante de la pintura y con alma de mecenas, pero sin posibles. Un día me invitaron a comer a su casa él y su mujer, Elena, muy simpática conmigo también. En la sobremesa comentamos algo sobre los dibujos a línea de Picasso, del que José era un gran admirador. ‘Igual tú le haces un dibujo de esos a mi hijo Guzmán, de esos sin levantar casi el lápiz del papel’. Me lanzó el reto y yo lo acepté, sin el casi. ‘¿Tienes material aquí?’, le dije. ‘Sí, soy capaz de dibujar a tu hijo Guzmán sin levantar el lápiz del papel’. Su niño tenía entonces unos cuatro añitos. Cogió una pelota y se me plantó delante, quieto el tío, plantado y posando. Vi el dibujo ya hecho. La verdad es que me quedó muy bien. Aquello me consagró para aquella familia, que siempre me consideró algo raro, un genio. A partir de entonces, cada año me enviaba un décimo de lotería. ‘Tú lo único que necesitas es dinero. Si yo lo tuviera…’, me decía. Durante toda su vida recibí el regalo, nunca tocó nada, pero José cumplió”. Fue también José Carles quien le regaló el libro de Maurice Denis Nuevas teorías sobre el arte moderno y sobre el arte sagrado (1922), que fue su libro de cabecera en esos años y el origen de su continuado interés posterior por los escritos de artistas.
No se conserva en el archivo rastro alguno de Paisaje de Santo Domingo, pero sí de otro cuadro del mismo año, propiedad del artista, titulado curiosamente Alamedetes, en el que destacan lo recio de la composición, presidida por la diagonal que trazan los árboles que le dan nombre, y lo parco, a la que vez que natural, de su escala de colores. De ese mismo año, más singular, y hoy en manos de su hermano Eduard, es Regalo a mi madre, una reinterpretación de imágenes de los primitivos italianos de la escena de La Presentación en el Templo, de brillantes arquitecturas. Genovés nunca ha ocultado esa preferencia por los primitivos ni tampoco su renuencia ante el barroco y sus artificios:
“Tuve una época al acabar la Escuela, harto de Sorolla y de la estética que veía en España, que me fui a Giotto, al Medioevo y, coincidiendo con la pintura valenciana de los siglos xiii y xiv, a las pequeñas figuraciones de los altares, las predelas, que son historias. No conservo nada de eso, lo vendí a algún americano que compraba a artistas de medio pelo, compraba obra por montones, le vendí todo eso. Era una pintura un poco religiosa, aunque yo no lo era, estaba muy influenciado por Giotto y esos… Pintaba al huevo, no tenía dinero para pintar con óleo, compraba dos huevos y los miraba, y, en vez de comérmelos, pese al hambre, quería hacer una tortilla… Los pigmentos eran muy malos, no sé qué habrá pasado con ellos. Me gustaría verlos, no tengo fotos, no tenía ni dinero para fotos. Hice una multitud enorme, el Domingo de Ramos, con Cristo en un burro… Es una época mía desconocida. Me sirvió para distanciarme del arte del día, de entonces.
”Me gustaba la pintura de la que el Museo San Pío V [el actual Museu de Belles Arts de València] posee en abundancia, la pintura prerrenacentista, y me volvió loco la pintura románica cuando a los diecisiete años visité el Museo de Barcelona [el actual MNAC, Museu Nacional d’Art de Catalunya]. ‘Cuanto más antiguo, más moderno’ era mi lema, lo que se tomaban a chunga mis compañeros, pero era verdad. Todo el barroco lo veía trucado, tramposo, complicado, obscuro y falso, incluido Velázquez. Cuando entré por primera vez al Museo del Prado, me fui corriendo a ver a Fra Angélico, su Anunciación, luminosa. No me gustaron Velázquez ni Rubens, casi nadie. No estaba yo para obscuridades sucias. Unos años después opinaba que había que quemar los museos. Soy consciente de haber perdido mi mirada amplia, luminosa, optimista, la que tienen los niños que no conocen la sombra; la perdí cuando empecé a preocuparme por la sombra. Tan intensamente que los compañeros de estudio empezaron a llamarme ‘sombra’ de sobrenombre. Fue entonces cuando caí en la cárcel de la cultura, entre cuyos barrotes me encuentro. Cuánto daría por poder ver como aquellos ‘salvajes’ de la jungla que, por lo visto, al enseñarles una fotografía, dijeron: ‘Sí, son personas, pero ¿qué son esas manchas negras que tienen en las caras?’”.
De cuáles eran las limitadísimas condiciones de acceso al pensamiento, o a las realizaciones contemporáneas, puede dar cuenta el hecho de que los integrantes de Los Siete recibiesen como agua de mayo los catálogos del Primer y el Segundo Salón de Octubre que tuvieron lugar en Barcelona en 1948 y 1949. El primero, con textos de Sebastiá Gasch y Josep María de Sucre; el segundo, con reproducciones de obras de Ángel Ferrant, Cuixart o Tàpies, que Paco Candel mandó a Genovés y este puso a disposición de sus compañeros. También el que, con motivo de la exposición de veinte gouaches de Sempere, en la Sala Mateu de Valencia –a su regreso de una estancia en París–,5 se desatara entre el artista y otros pintores, incluido Genovés, un encendido debate en tertulias y discusiones respecto al arte abstracto. Sempere cuenta así su experiencia:
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