Antonio Cruz Suárez - Introducción a la Apologética

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El libro Introducción a la apologética cristiana de Antonio Cruz es una respuesta a la tendencia hostil que hay en nuestro mundo y sociedad actual, la cual tiende a ridiculizar a la religión y a la fe cristiana de forma especial, y por supuesto a la existencia de Dios, dando argumentos científicos, filosóficos y sociales para acabar mostrando que la fe cristiana es una fe «no científica, no razonada, etc.»
La razón principal del libro es, precisamente, responder a cuestiones fundamentales del cristianismo con la intención de proporcionar herramientas apologéticas útiles, no solo para los jóvenes, sino también, para todos aquellos que las requieran y fundamentar científicamente «La evidencia de Dios».
Hay trece capítulos que, sin ser exhaustivos, abarcan los principales temas de la controversia entre la fe y la increencia.
Temas como: la apologética, la cosmología, el diseño, la moral, el problema del mal, las relaciones entre la ciencia y la teología, el origen del universo y la vida, la teoría de la evolución, la Biblia como inspiración divina, el concepto de milagro, la resurrección de Jesús, la historicidad de Jesús, las principales cosmovisiones religiosas del mundo con el cristianismo, etc.
Dando, así, argumentos y respuestas a preguntas tan actuales como:
¿En qué hemos fracasado? ¿Qué fundamentos teológicos y racionales hemos inculcado a las jóvenes generaciones? ¿Por qué abandonan sus creencias cristianas? ¿Cómo es que no saben dar razón de su fe? ¿Acaso se haya insistido demasiado en los sentimientos y poco en los argumentos o la reflexión espiritual? ¿Cómo podemos revertir esta realidad?

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De manera que la apologética cristiana ofrece evidencias y argumentos a favor del cristianismo y, a la vez, procura responder a todas aquellas objeciones contra la fe, formuladas desde la increencia, poniendo de manifiesto la falacia racional que subyace detrás de muchas ideas ateas.

Algunos teólogos protestantes, como el suizo Karl Barth (1886-1968) entre otros, manifestaron cierta hostilidad hacia la apologética, asegurando que esta no sería el negocio propio del teólogo. Él creía que intentar hacer atractivo el mensaje cristiano al mundo resulta peligroso porque el apologeta lleva siempre las de perder 3. El creyente que sale buscando al enemigo no creyente pero “portando una bandera blanca” e intentando mediar con justicia entre la creencia y la incredulidad, desde una posición éticamente más elevada, está condenado al fracaso y, por tanto, a que el cristianismo salga perjudicado. ¿Cómo llegó a esta conclusión? Quizás porque se centró sobre todo en los sentimientos y reacciones típicamente humanas que despierta toda defensa ideológica.

Es verdad que, en ocasiones, al ser cuestionados sobre asuntos teológicos, los creyentes suelen percibir al interlocutor como una amenaza para la seguridad de las propias creencias. Casi de forma refleja, se tiende a contraatacar no solo las ideas sino también a la persona que las defiende. Y esta actitud, que evidentemente no es cristiana, puede llegar a parecerse mucho a la conocida lógica bélica de suponer que la mejor defensa es un buen ataque. Así nacieron todas las guerras de religión y las inquisiciones de quienes pretendían erradicar las herejías, o los errores doctrinales, quemando a los disidentes religiosos en el supuesto fuego justiciero de tantas hogueras, a lo largo de la historia. Ahora bien, ¿debe la defensa de la fe provocar persecución, ataques, descalificación personal de los oponentes o auténticas peleas dialécticas? ¿Era esta la voluntad del Señor Jesucristo? ¿Acaso no habló, más bien, de la necesidad cristiana de “poner la otra mejilla”?

Karl Barth argumentaba que la mejor apologética cristiana es simplemente una declaración transparente de la fe porque cuando se comparte clara y eficazmente la pureza del Evangelio, ocurren cosas en los corazones de las personas. Al manifestarse verdaderamente el Espíritu de Dios, las personas se dan cuenta de ello y reaccionan al respecto. La defensa de la esperanza cristiana no debe amedrentarnos, ni provocarnos temor, ni turbar nuestro ánimo, porque es una empresa del Señor. Esto significa que debemos llevarla a cabo santificando a Dios en nuestros corazones. Y santificar a Dios pasa también por respetar al ser humano.

Otros teólogos protestantes de la misma época, como Emil Brunner (1889-1966), no opinaban lo mismo que Barth con respeto a la relevancia de la apologética. Según Brunner, la tarea principal de dicha disciplina no era racionalizar la fe sino poner de manifiesto la falsedad de la comprensión que la razón tiene de sí misma. Así pues, la apologética sería siempre necesaria ya que defiende la fe cristiana de las interpretaciones erróneas que genera el uso pecaminoso de la razón humana 4.

El Señor Jesús dijo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen (Mt. 5:44). La apologética que no se hace con mansedumbre, con reverencia y respeto hacia nuestro interlocutor, no es apologética cristiana. Como escribió el apóstol Pedro (1 P. 3:14-15): Por tanto, no os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis, sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros. Es evidente que la razón no podrá jamás sustituir a la fe. El misterio de lo milagroso siempre seguirá siendo un misterio para la razón humana. No obstante, la fe cristiana se fundamenta en evidencias lógicas y asequibles a la mente del hombre. La apologética se ocupa precisamente de estas últimas.

Los grandes apologistas del Nuevo Testamento

No cabe la menor duda de que el mejor apologista del N.T. fue el Señor Jesucristo, quien supo defender su identidad y responder con sabiduría a las insinuaciones negativas de sus opositores hebreos. El evangelista Juan recoge algunas de estas conversaciones apologéticas. Por ejemplo, a los judíos que procuraban matarle, Jesús les dijo:

Vosotros hacéis las obras de vuestro padre. Entonces le dijeron: Nosotros no somos nacidos de fornicación; un padre tenemos, que es Dios. Jesús entonces les dijo: Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió. ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. El ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira. Y a mí, porque digo la verdad, no me creéis (Jn. 8: 41-45).

Jesús defiende aquí su identidad como Hijo de Dios ante las insinuaciones malévolas de los judíos que creían que su nacimiento había sido ilegítimo. Su argumento apela a la conciencia humana: “¡Las acusaciones que lanzáis contra mí carecen de base, y vosotros lo sabéis; si no sois capaces de reconocer mis palabras es porque sois extraños a Dios!”.

Más tarde, cuando el sumo sacerdote judío Anás le interroga, Jesús responde:

¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído, qué les haya yo hablado; he aquí, ellos saben lo que yo he dicho. Cuando Jesús hubo dicho esto, uno de los alguaciles, que estaba allí, le dio una bofetada, diciendo: ¿Así respondes al sumo sacerdote? Jesús le respondió: Si he hablado mal, testifica en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas? Anás entonces le envió atado a Caifás, el sumo sacerdote (Jn. 18:21-24).

Jesús presentó defensa ante sus opositores con una extraordinaria mansedumbre.

El apóstol Pablo, después del Señor Jesús, es el apologista cristiano por excelencia. A los cristianos de Corinto, les describe su ministerio con estas palabras:

Pues, aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo (2 Co. 10: 3-5).

Pablo practicó una apologética externa con los escépticos de la fe cristiana y otra apologética interna contra las falsas doctrinas generadas en el seno de la Iglesia. A los filósofos griegos epicúreos, que no creían en Dios y pensaban que el mundo se había formado por una agrupación casual de átomos, les habló de la milagrosa resurrección de Jesucristo.

El evangelista Lucas escribe en el libro de los Hechos de los Apóstoles :

Y algunos filósofos de los epicúreos y de los estoicos disputaban con él (Pablo) ; y unos decían: ¿Qué querrá decir este palabrero? Y otros: Parece que es predicador de nuevos dioses; porque les predicaba el evangelio de Jesús, y de la resurrección (Hch. 17:18).

Los filósofos estoicos estaban también presentes en el discurso apologético que Pablo dio en la colina de Marte (Areópago) (Hch. 17:16-34). Estos creían que Dios era la “Razón universal” y les daban una interpretación simbólica a las mitologías tradicionales. Por eso Pablo usó algunas de sus creencias y su simbología, como el altar “AL DIOS NO CONOCIDO”, para ofrecerles un contenido cristiano. El apóstol de los gentiles se enfrentó también a los errores doctrinales de los cristianos judaizantes, así como a los de los cristianos helenistas. Más adelante veremos cómo denunció asimismo el gnosticismo.

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