Emile Zola - La bestia humana

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Un pequeño descuido saca a La Luz el terrible pasado de Severina, y Roubaud, su esposo, se incendia de celos y venganza. La única solución posible para curarse de este mal, es la muerte de aquél que ha profanado la tranquilidad del matrimonio. Tras esta decisión, se desarrolla una serie de eventos trágicos, provocado por aquello que todavía nos hace animales. Grandes filósofos se han debatido, a lo largo de toda la historia, sobre la naturaleza del ser humano. Al ser seres cargados de consciencia, el impulso primitivo no debería de vivir dentro de nosotros. Sin embargo, la humanidad nos ha probado lo contrario. Es justo lo que los personajes de esta novela nos enseñan, ese lado impulsivo que nadie quiere ver y que todavía nos domina: adulterio, indiferencia, violencia, alcoholismo, codicia y, sobretodo, el instinto de matar. Personajes que nos demuestran lo que el humano realmente es: una bestia.

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Jacobo tuvo que ayudarla a pasar a su cuarto, donde se acostó y, al fin, se durmió, abrumada. Cuando se vio solo, vaciló sin saber si debería, o no, subir a tumbarse sobre el heno que le esperaba en el granero. Pero todavía no eran las ocho y no tenía ganas de dormir. Salió, dejando encendida la pequeña lámpara de petróleo en la casa desierta y soñolienta, sacudida, de cuando en cuando, por el paso violento de algún tren.

Fuera ya, Jacobo experimentó los efectos de la suavidad del ambiente. Sin duda iba a llover más. En el cielo una nube lechosa, uniforme, se había extendido, y la luna llena oculta tras ella, aclaraba toda la bóveda celeste con un color rojizo. También se distinguía claramente el campo, cuyas tierras y eminencias, y cuyos árboles se destacaban negros en medio de aquella luz igual y mortecina como seres insomnes. Dio la vuelta a la reducida huerta. Después pensaba marcharse hacia Doinville, porque allí la subida del camino era menos áspera. Pero le atrajo la vista de la casa solitaria al otro lado de la línea, y atravesó la vía pasando por la empalizada, pues la barrera estaba ya cerrada por la noche. Esta casa la conocía perfectamente, y la miraba en todos sus viajes, en medio del rugido de su veloz máquina, molestándole, sin que supiera por qué, la sensación confusa que producía en su existencia. Cada vez experimentaba, primero como miedo de no volver a encontrarla allí, y, después, como cierto malestar al verla en su sitio. Nunca había visto abiertas sus puertas y ventanas. Todo lo que le habían dicho de ella era que pertenecía al presidente Grandmorin. Aquella noche sintió un deseo irresistible de pasearse por sus alrededores para saber más.

Jacobo permaneció un rato parado en el camino frente a la verja. Retrocedía y se alzaba sobre las puntas de los pies, tratando de ver algo. La vía del tren, al cortar el jardín, no había dejado delante de la casa más que un estrecho parque cercado por tapias; detrás se extendía un vasto terreno rodeado por una empalizada. Ofrecía, con el reflejo rojizo de aquella nebulosa noche, cierto aspecto de lúgubre tristeza en su abandono. Jacobo se disponía a alejarse, sintiendo un escalofrío, cuando notó que había un agujero en la valla. La idea de que sería cobarde si no entraba, le hizo pasar por el agujero. Su corazón latía violentamente. Pero, en seguida, se detuvo al ver una sombra agazapada.

—¡Cómo! ¿Eres tú? —exclamó asombrado al reconocer a Flora—. ¿Qué haces aquí?

También ella sintió un estremecimiento de sorpresa. Repuesta luego, dijo tranquilamente:

—Ya lo ves, estoy tomando unas cuerdas... Han dejado un montón y se pudrirían sin servir a nadie. Por eso yo, que las necesito, vengo a tomarlas.

En efecto, con unas grandes tijeras en la mano, sentada en el suelo, estaba Flora desenredando las cuerdas y cortando los nudos que se resistían.

—¿No viene el propietario? —preguntó el joven.

Ella se echó a reír.

—¡Oh! Desde lo que pasó con Luisita, no hay cuidado que el presidente se atreva a asomar la punta de la nariz por La Croix-de-Maufras. Puedo agarrar sus cuerdas sin problema.

Jacobo calló un momento, turbado por el recuerdo de la trágica aventura que evocaba.

—Y tú, ¿crees lo que Luisita contó? —preguntó luego—. ¿Crees que él haya querido violarla, y que luchando fue como ella se hirió?

Flora exclamó bruscamente dejando de reírse:

—Luisita nunca ha mentido, ni Cabuche tampoco... Es amigo mío.

—Y tal vez tu novio a estas horas.

—¡Él! Habría de ser la última de las mujeres... ¡No, no! Es mi amigo; yo no tengo novio ni quiero tenerlo.

Flora había erguido su poderosa cabeza, cuyo cabello espeso dejaba descubierto poco espacio de frente. De todo su robusto ser se desprendía una salvaje fuerza de voluntad. Ya era la heroína de una leyenda en el país. Contaban historias de salvamentos: una carreta retirada de la vía cuando pasaba un tren; un vagón que bajaba solo por la cuesta de Barentin, detenido. Y estas pruebas de fuerza que asombraban, hacían que los hombres la desearan, tanto más cuanto que creyeron en un principio sería presa fácil, porque vagaba por los campos buscando los rincones más apartados y echándose en el fondo de las cuevas inmóvil y con los ojos abiertos. Pero los primeros que se habían arriesgado no volvieron a sentir ganas de comenzar el cortejo. Como le gustaba bañarse desnuda en un vecino arroyo, algunos pilluelos de su edad habían ido a verla; pero ella logró agarrar a uno de ellos, y sin tomarse siquiera el cuidado de ponerse la camisa, le puso semejante tunda, de tal modo que ya nadie iba a observarla. En fin, se esparcía el murmullo de una historia con cierto guardagujas del empalme de Dieppe, acaecida al otro lado del túnel; un tal llamado Ozil, muchacho de treinta años, muy honrado, a quien ella pareció dar algunas esperanzas, pero que, habiéndose imaginado cierta noche que estaba dispuesta a entregarse, por poco lo deja muerto de un garrotazo.

Flora era virgen y guerrera, desdeñosa de varón, lo que acabó por convencer a la gente que tenía la cabeza extraviada.

Al oírle declarar tan rotundamente que no quería novio, Jacobo continuó sus zumbas.

—Entonces, ¿no se realiza tu casamiento con Ozil? —preguntó—. Había oído decir que todos los días andabas buscándolp por el túnel.

Ella se encogió de hombros.

—¡Ah! Mi casamiento... Me hace gracia lo del túnel. Dos kilómetros y medio de galopar a oscuras, con el miedo de que un tren pueda aplastarla a una si no abre bien el ojo. ¡Hay que oír a los trenes allá abajo! Me tiene aburrida ese Ozil. Ya no es a él a quien quiero.

—¿Quieres, pues, a otro?

—¡Ah, no sé! ¡No lo sé, de verdad!

Y soltó una carcajada, mientras un fuerte nudo, que no podía deshacer, reclamaba toda su atención. Luego sin levantar la cabeza y como absorbida por su tarea, dijo:

—¿Y tú? ¿No tienes novia?

Ahora fue Jacobo el que se puso serio. Apartó los ojos, y su vacilante mirada se detuvo a lo lejos, en la noche. Al fin, respondió en tono breve:

—No.

—Eso es. Ya me han contado que odiabas a las mujeres. Además, no te conozco de ayer; nunca te he oído dirigir una palabra amable a ninguna... Dime, ¿por qué?

Jacobo continuaba callado, y Flora, dejando el nudo, se decidió a mirarle.

—¿Es que sólo quieres a tu máquina? —preguntó—. Se hacen muchas bromas respecto a eso, ¿sabes? Dicen que siempre la estás frotando para que reluzca más, como si sólo tuvieras caricias para ella. Yo te lo digo, porque soy tu amiga.

Él también la miraba ahora a la pálida luz del humoso cielo. Y la recordaba de niña, violenta y voluntariosa desde aquel entonces; le saltaba al cuello en cuanto le veía, sintiendo por él una pasión de niña salvaje. Más tarde, viéndola sólo tras largas ausencias, la encontraba cada vez más crecida; pero ella siempre le recibía con la misma alegría intempestiva, y cada vez le inquietaba más la llama de sus grandes ojos claros. Se había convertido en mujer, soberbia y codiciable; sin duda le amaba hacía mucho tiempo, desde los tiempos más lejanos de su niñez. Su corazón comenzó a latir. Sintió, bruscamente, que el hombre al que esperaba era él. Una ola de sangre, un vértigo seguido por una sensación de angustia le subió a la cabeza, y su primer movimiento fue huir. Siempre el deseo le volvía loco, despertando en él la furia.

—¿Qué haces ahí de pie? —dijo Flora—. Siéntate.

Él vaciló de nuevo. Pero, súbitamente, le flaquearon las piernas y, vencido por la necesidad de tentar una vez más el amor, se dejó caer junto a ella sobre el montón de cuerdas. No hablaba, tenía seca la garganta. Ahora era ella, la taciturna, la altiva, la que, voluble, se lanzó a hablar hasta perder la respiración, aturdiéndose a sí misma.

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