Emile Zola - La bestia humana

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Un pequeño descuido saca a La Luz el terrible pasado de Severina, y Roubaud, su esposo, se incendia de celos y venganza. La única solución posible para curarse de este mal, es la muerte de aquél que ha profanado la tranquilidad del matrimonio. Tras esta decisión, se desarrolla una serie de eventos trágicos, provocado por aquello que todavía nos hace animales. Grandes filósofos se han debatido, a lo largo de toda la historia, sobre la naturaleza del ser humano. Al ser seres cargados de consciencia, el impulso primitivo no debería de vivir dentro de nosotros. Sin embargo, la humanidad nos ha probado lo contrario. Es justo lo que los personajes de esta novela nos enseñan, ese lado impulsivo que nadie quiere ver y que todavía nos domina: adulterio, indiferencia, violencia, alcoholismo, codicia y, sobretodo, el instinto de matar. Personajes que nos demuestran lo que el humano realmente es: una bestia.

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—El error de mamá ha sido el casarse con Misard —dijo—. Algún día le jugará una mala partida. Yo me lavo las manos, porque bastante tiene una con sus quehaceres, ¿no es verdad? Además, mamá me envía a acostar en cuanto quiero intervenir... ¡Que se desenrede ella! Yo vivo fuera pensando en cosas para más tarde... ¡Ah! Te vi pasar esta mañana en tu máquina, desde esos matorrales de allí abajo donde estaba sentada. Pero tú no miras nunca... Ya te diré las cosas en que pienso, pero más tarde, cuando seamos amigos del todo.

Había dejado caer las tijeras, y él, siempre mudo, se había apoderado de sus manos. Ella, encantada, se las abandonaba. Sin embargo, cuando Jacobo se las llevó a sus labios, Flora sufrió un estremecimiento de virgen. La guerrera se despertaba batalladora ante esta primera aproximación del hombre.

—¡No, no, déjame, no quiero!... Estate quieto, hablaremos... Los hombres no piensan más que en eso. ¡Ah!, si yo te repitiera lo que Luisita me contó el día en que murió en casa de Cabuche... Por lo demás, ya estaba yo enterada de lo que es el presidente, porque le he visto hacer algunas porquerías cuando venía aquí con ciertas muchachas... Hay una de la que nadie sospecha... La ha casado después.

Jacobo no escuchaba. Estrechándola entre sus brazos, brutalmente, deshacía su boca contra la suya.

Flora lanzó un débil grito, una queja profunda y dulce en la que estallaba la confesión de su ternura, oculta durante mucho tiempo; pero seguía luchando, a pesar de lo que deseaba. Sin proferir palabra, pecho contra pecho, forcejeaban para ver quién caía primero. Un instante, pareció ella ser la más fuerte; habría podido tirar a Jacobo debajo de sí, pero éste la agarró del pescuezo. Saltó el corpiño y aparecieron los dos pechos, duros, blancos como la leche. Flora cayó de espaldas, vencida.

Entonces, jadeante, se detuvo y la contempló en vez de poseerla. Un furor súbito pareció apoderarse de él, una ferocidad que le hacía buscar con los ojos un arma, una piedra, cualquier cosa con qué matarla. Sus miradas encontraron las tijeras brillando entre montones de cuerdas, y se apoderó de ellas para hundirlas en aquella desnuda garganta, entre los dos pechos de sonrosados pezones. Pero un frío cruel le quitaba la embriaguez; las arrojó y huyó, mientras ella, con los párpados cerrados, creía que él la rechazaba por haberse ella, a su vez, resistido.

Jacobo subió corriendo por el sendero de una cuesta y fue a parar al fondo de un estrecho valle. Las piedras que rodaban a su paso le asustaron y tomó la izquierda, por entre varias malezas, dando la vuelta en un recodo que le arrojó a la derecha sobre una meseta vacía. De pronto, resbaló y fue a dar contra la valla de la vía férrea. Llegaba un tren; él no lo notó en un principio, lleno de espanto como se hallaba: ¡Ah, sí! ¡Era el continuo oleaje humano que pasaba mientras él estaba agonizando allí! Trepó y bajó de nuevo, encontrándose siempre con la vía en el centro de profundas zanjas. Aquel desierto país cortado por montecillos, era como un laberinto sin salida donde se agitaba su locura en medio de la tristeza de las tierras incultas. Después de algunos minutos, atravesando pendientes, vio delante de sí la negra abertura, la abierta boca del túnel. Un tren ascendente se precipitaba por él, bramando, silbando y haciendo retemblar el terreno.

Entonces, le flaqueáron las piernas y cayó Jacobo al borde de la línea, boca abajo sobre la hierba, prorrumpiendo en sollozos convulsivos. ¡Dios mío! ¿Habría vuelto aquel abominable mal de que se creía curado? ¡Había querido matar a aquella muchacha! ¡Matar a una mujer! ¡Matar a una mujer! Las palabras resonaban en sus oídos. Le venían persiguiendo desde días remotos de su juventud, siempre acarreadas por la fiebre creciente y enloquecedora del deseo. Así como otros adolescentes, al despertar la pubertad, sueñan con poseer una mujer, él se había excitado ante la idea de matar a alguna. ¡No podía mentirse a sí mismo! Había cogido las tijeras para clavarlas en las carnes de Flora en el instante en que vio aquel seno tibio y blanco. Y no fue porque le resistiera, ¡no!, fue por gusto, porque sintió deseos de hacerlo, deseos tales que si no se hubiera agarrado desesperadamente a la hierba, habría vuelto corriendo hacia allí para degollarla. A ella, ¡santo cielo!, aquella Flora que él había visto crecer, y por la que acababa de sentirse amado profundamente. Sus crispados dedos penetraron en la tierra y sus sollozos le desgarraron la garganta en un acceso de espantosa desesperación.

Se esforzaba para calmarse. Trataba de comprender. ¿Qué era lo que le hacía diferente de los demás? Allá abajo, en Plassans, siendo adolescente, más de una vez se había dirigido ya la misma pregunta. Su madre, Gervasia, le había tenido muy joven, a los quince años y medio; pero fue el segundo, pues ella había dado a luz a Claudio, cuando apenas tenía catorce años; y ninguno de sus dos hermanos, ni Claudio, ni Esteban, nacido más tarde, parecía resentirse de haber tenido una madre tan niña y un padre tan infantil como ella, el bello Lantier, cuyo carácter debió costarle a Gervasia tantas lágrimas. Pero tal vez sus hermanos tuviesen algún mal que no confesaban, sobre todo el mayor, que ardía en deseos de ser pintor, con tanto furor que todos le creían medio loco. La familia no era una familia normal; muchos de sus miembros tenían resquebrajaduras. Jacobo sentía claramente, a ciertas horas, esta grieta hereditaria y no porque tuviese mala salud, pues la aversión y la vergüenza de sus crisis eran las solas causas de que hubiese adelgazado en otro tiempo; pero había en su ser repentinas pérdidas de equilibrio, como roturas; agujeros por los cuales el yo se escapaba en medio de una especie de gran humareda que deformaba todo. Entonces ya no se pertenecía, ya no obedecía más que a sus músculos, a la fiera enfurecida. Sin embargo, no bebía, rehusaba hasta una copa de aguardiente, porque había observado que la menor gota de alcohol lo volvía loco. Y vino a caer en la cuenta de que pagaba por los demás: por los padres, por los abuelos, por generaciones de borrachos que tenían la sangre gangrenada; y él ahora sentía un lento envenenamiento, un salvajismo que le asemejaba a los lobos devoradores de mujeres en el fondo de los bosques. Jacobo se había apoyado sobre un codo y reflexionaba mirando la negra entrada del túnel. Un nuevo sollozo recorrió todo su ser. Cayó de nuevo dando con la cabeza en tierra, lanzando gritos de dolor. ¡Aquella muchacha, aquella muchacha que él había querido matar! Esta idea le acosaba, aguda y terrible, como si las tijeras le hubieran entrado en sus propias carnes. Ningún razonamiento le tranquilizaba; había querido matarla y la mataría, si es que aun se hallaba en el mismo sitio, desceñida, con el seno descubierto. Jacobo se acordaba bien: apenas tenía dieciséis años, cuando le sorprendió el mal por primera vez. Jugaba con una muchacha, hija de una pariente, dos años menor que él; la muchacha se había caído, él le vio las piernas y se echó encima. También recordaba que al año siguiente había afilado un cuchillo para hundirlo en el cuello de una graciosa rubia a quien veía pasar todas las mañanas por su puerta. Ésta tenía el cuello grueso y sonrosado, el lugar que Jacobo había elegido, y tenía una señal oscura detrás de la oreja. Luego habían sido otras. Una hilera que se presentaba ante su recuerdo como horrible pesadilla, todas aquellas a quienes había rozado con su brusco deseo de homicidio. Hubo una, principalmente, a la que sólo conocía porque estuvo sentada junto a él en el teatro, de la cual tuvo que huir para no destriparla. Supuesto que no las conocía, ¿qué furor podía tener contra ellas? Y, sin embargo, aquello era como una crisis repentina de rabia ciega, como una inagotable sed de vengar antiguas ofensas de las cuales hubiese perdido el recuerdo exacto. ¿Procedía esto del mal que las mujeres habían causado en su generación, del rencor acumulado de varón en varón, desde el primer engaño en el fondo de las cavernas? Y él sentía también, en su acceso, una necesidad de batallar para conquistar la hembra y domarla, la necesidad perversa de echarse la muerta a la espalda cual un botín que se arranca a los demás para siempre. Su cráneo estallaba bajo el esfuerzo. Jacobo no lograba darse una contestación satisfactoria, Era demasiado ignorante; sólo sentía aquella agonía de hombre impelido a cometer actos en que su voluntad no tomaba parte, actos cuya causa había desaparecido en él.

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