Alfonso Pérez Medina - No lo sé, no recuerdo, no me consta

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Hubo un tiempo en España en el que la corrupción lo invadió todo. Espoleado por la burbuja inmobiliaria, el país entero se volvió loco en una espiral de crecimiento que desembocó en cientos de escándalos que anegaron la vida pública, convirtiéndola en una inmensa cloaca de la que pocos actores del régimen del 78 salieron indemnes. Alfonso Pérez Medina, periodista político especializado en tribunales, explica cómo se gestaron los escándalos de corrupción que generaron la indignación social que hizo saltar al bipartidismo por los aires, desde el «Tamayazo» —que abrió la puerta a la delincuencia organizada en Madrid— y la caja B del PP, hasta la Andalucía de los ERE o la Catalunya del 3 %. Fueron años en los que la corrupción impregnó el sistema entero, desde la caja de ahorros más modesta hasta el máximo exponente institucional, Juan Carlos I. Este libro es un brillante análisis pormenorizado de los principales casos judiciales de nuestra democracia y sus protagonistas. Una lectura urgente y necesaria para comprender mejor de dónde venimos y qué errores no podemos volver a cometer. «Estas páginas son el mapa de la isla del tesoro de la corrupción en España. Un libro imprescindible para comprender cómo fue machacada la fibra moral de un país». Antonio García Ferreras,
La Sexta."Una crónica de tribunales apasionante que retrata una época. Un relato imprescindible para comprender estos tiempos". Cristina Ónega,
TVE."Quizá el relato más documentado, extenso y profundo de dos décadas de corrupción en España. Un libro que se leerá durante muchos años". Fernando J. Pérez,
El País.

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Por acción o por omisión, muy pocos se salvan de lo que se hizo en aquellos años, cuando los diputados del PP reconocían que el Parlamento regional era «un balneario» y «una bendición del cielo», y algunos de quienes se sentaban enfrente, en las filas de la izquierda, soltaban a modo de chiste que en la oposición se vivía mejor, porque en el Gobierno se trabajaba más. «Lo bueno de ser portavoz en la Asamblea y candidato a la Alcaldía a la vez es que, cuando no estás en la Asamblea, piensan que estás en el Ayuntamiento, y cuando no estás en el Ayuntamiento, piensan que estás en la Asamblea», solía decir un antiguo líder regional de IU.

El 23 de febrero de 2017, la Audiencia Nacional condenó a sesenta y cinco antiguos dirigentes de Caja Madrid 4, con sus expresidentes Blesa y Rato a la cabeza, a penas de entre tres meses y seis años de cárcel por la apropiación indebida continuada de más de quince millones de euros entre los años 2003 y 2012. Los gastos contabilizados entre 1999 y 2003 habían prescrito y quedaron sin castigo. Entre los condenados estaban dirigentes de IU como José Antonio Moral Santín, representantes de la patronal CEIM (Confederación Empresarial de Madrid-CEOE) y portavoces de los sindicatos CC.OO. y UGT 5. La sentencia encarceló a Rato —que se encontró en 2010 con un «sistema perverso, lo mantuvo y lo trasladó a la Bankia»— y también al establishment de una época en la que se sembró la semilla que posteriormente condujo a las cajas de ahorro a la quiebra. La crisis derivada del estallido de la burbuja urbanística implicó un rescate bancario y provocó que miles de personas humildes, atrapadas en preferentes y productos bursátiles complejos, perdieran los ahorros de su vida.

Salvo decorosas excepciones como la del ex consejero delegado de Bankia Francisco Verdú, que devolvió la tarjeta y llegó a advertir a Rato de que no la usara si no quería «salir en los papeles», la clase dirigente madrileña caída en desgracia se dedicó a negar la evidencia, a justificar los gastos como parte de su sueldo y a intentar defender que pensaban que «la Caja» —entendida como un ente abstracto— tributaba por ellos. Como si «la Caja» no fueran ellos. Los que admitieron su responsabilidad y reconocieron los errores fueron una minoría, pero reflejan una gota de realismo en un mar de soberbia y ceguera. Entre ellos se encontraba un exdiputado regional con el que trabé una buena amistad en la Asamblea de Madrid. Me lo encontré un día en una cafetería cercana a la Audiencia, a la espera de ingresar en prisión en cuanto la sentencia fuera confirmada por el Supremo, como así sucedió. La explicación que me dio cuando le pregunté si nunca se cuestionó lo que estaba haciendo resume toda una época: «La tarjeta nos la daba el presidente y nos decía que hiciésemos lo que quisiéramos con ella. ¿Cómo no la íbamos a coger?». A las pocas semanas, cruzó la puerta del módulo de accesos de la prisión de Soto del Real.

De todos los botines saqueados en España en aquellos años no hay ninguno que sea tan vergonzoso como el de las tarjetas black de Caja Madrid y Bankia: un robo a manos llenas perpetrado por los exconsejeros y altos directivos de la entidad, conocido por la totalidad de la clase política, empresarial y sindical madrileña, y bendecido por las organizaciones que les aupaban a esos puestos. Los quince millones de euros dilapidados no se declaraban a Hacienda, se cargaban a la denominada cuenta de quebrantos, un fondo destinado a cubrir imprevistos de los clientes como los robos de tarjetas, y no tenían otro objetivo que satisfacer sus caprichos personales. El destino de los gastos era absolutamente pornográfico: el 33,2 % se correspondía con efectivo sacado de los cajeros automáticos, lo que hacía que su rastro se perdiera en el mismo momento en el que entraba en el bolsillo de los agraciados; el 14,8 % cubrió desplazamientos y viajes de los exconsejeros y sus familias; el 11 % sufragaba sus compras en grandes superficies; el 10 % se destinó a restaurantes; el 8,3 % a hoteles; el 5,8 % a ropa y complementos, y el 3,3 % a alimentación. El 13,4 % restante se correspondía con gastos no especificados. Los dispendios, que en los medios de comunicación analizamos profusamente en octubre de 2014, cuando se hizo pública la investigación, constituyen uno de los escándalos más bochornosos que he tenido que contar en mi vida profesional. Sobre todo sabiendo que el rescate de Bankia, que se llevó a cabo en mayo de 2012, supuso un gasto al erario público de 22.424 millones de euros, del que solo se ha podido recuperar una mínima parte 6.

Durante los tres últimos meses de Rodrigo Rato al frente de Bankia, en los que consumó su intento postrero para salvar las cuentas de la entidad y evitar su salida de la presidencia —que empujó el entonces ministro de Economía, Luis de Guindos—, Rato aumentó las extracciones del cajero automático: sacó hasta 16.300 euros en efectivo utilizando su tarjeta black. Concretamente, entre el 22 de febrero de 2012 —mes en el que comenzaron los rumores sobre la inestabilidad de Bankia— y el 5 de mayo de ese año —dos días antes de su dimisión—, retiró efectivo en diecisiete ocasiones distintas, casi siempre por un montante de mil euros. Los extractos bancarios también ponen de relieve que el exvicepresidente del Gobierno, que devolvió el dinero antes de que se celebrara el juicio, cargó a su tarjeta un total de 1.849 euros entre los días 23 y 26 de febrero de 2011, en cuatro pagos consecutivos que aparecen consignados con la referencia «Clubs, salas de fiestas, pubs, discotecas y bares». En esos días se cerró la fusión de Caja Madrid con Bancaja y con las otras cinco cajas de ahorro que dieron origen a Bankia, y se produjo el nombramiento de los 53 directivos que cubrieron los puestos clave de la Dirección General de Negocio. Los elegidos no escatimaron en la celebración. Entre los gastos de Rato —casi 100.000 euros en total— se encontraba también la compra de billetes de avión, instrumentos musicales o suscripciones de televisión, más pagos en gasolineras, hoteles, clubes de golf y restaurantes. El recibo más alto fueron 3.547 euros en bebidas alcohólicas y el más bajo, de 33 euros, en un supermercado de la cadena Mercadona. Su antecesor en el cargo, Miguel Blesa, que se suicidó en julio de 2017, gastó en un solo día casi 9.000 euros en el Hotel Ritz de Madrid. Su tarjeta no declarada a Hacienda acumuló más de 436.000 euros, con pagos en viajes, joyerías o tiendas de vino.

Algunos consejeros mostraron un gran apego por la familia, como el expresidente de la CEOE Gerardo Díaz Ferrán, que gastó casi 50.000 euros en los restaurantes del Grupo Arturo, propiedad del entonces presidente de la patronal madrileña y a la sazón su cuñado, Arturo Fernández. El economista Juan Iranzo tenía otras preferencias: empleó 5.300 euros en joyas, novecientos en locales de ocio nocturno de Madrid, 421 euros en flores y plantas, y 246 en lencería de Women’s Secret. A otros, como el ex director general de la Caja Ildefonso Sánchez Barcoj, les gustaba presentarse en la oficina y sacar el dinero en ventanilla. De los 484.000 euros que cargó a su tarjeta entre 2003 y 2010, 135.000 se correspondían con extracciones de efectivo. El 18 de diciembre de 2007, la fiebre navideña le llevó a sacar 10.000 euros de una sola tacada. Su sitio preferido para gastar era El Corte Inglés, aunque también tenía cargos en Vázquez, una conocida frutería de la Milla de Oro de Madrid, y en el bar de copas Honky Tonk. La tarjeta black valía para todo: desde una compra de tres euros hasta los 3.356 que se gastó en el supermercado en una ocasión. No obstante, en las visitas constantes al cajero ganó el imbatible José Antonio Moral Santín, intocable en Izquierda Unida en aquellos tiempos en los que tan a gustito se vivía en la oposición: fue 692 veces a sacar dinero durante los nueve años que estuvo de consejero, lo que le permitió disponer en efectivo de 366.350 euros de los 456.522,20 que cargó a su tarjeta opaca.

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