—Entonces tal vez vendió su alma para salvar a la mujer que ama y ahora está condenado a vagar solo por el resto de la eternidad —dice Rose, con más perspicacia de la que sospecha.
—Al menos ahora sabemos que no fue enviado por el Gremio de Almaceneros para cerrar mi negocio —dice Bianca—. Y ni siquiera el obispo de Londres se tomaría la molestia de hacer que su espía se arroje al río solo para parecer convincente.
—Que les dé sífilis al obispo de Londres y al Gremio de Almaceneros —declara Rose.
—Sabe de medicina, de eso estoy segura.
—¿Cómo lo sabe, señora?
—Debiste ver la expresión de sus ojos cuando dije que lo había tratado con triaca.
—Dijo que solo le quedaba el último frasco que su padre le dejó, ama.
Bianca extiende los brazos y da una vuelta, para que Rose compruebe que todo está bien atado y en orden.
—Pero no podíamos dejarlo morir, ¿verdad? Será nuestro talismán. Sé que lo será. Y bajo ese exterior hosco es bastante galante, ¿no crees?
—¡Caramba, ama! —dice Rose, fingiendo inocencia a través de sus rizos—. Y yo pensando que era al vinatero a quien quería distraer.
* * *
En las escaleras de Mutton Lane nadie parece saber qué hacer. Miran fijamente a la pálida criatura abierta de brazos y piernas que flota en el agua y se cubren la boca de asombro. Alguien murmura una oración. Al fin, un barquero se las arregla para atrapar el cadáver con su bichero. Grita para pedir ayuda, sin embargo, nadie, salvo Nicholas, quiere ayudar a sacar del río un cadáver medio congelado.
Alertados por la conmoción, dos carniceros con delantales de cuero manchados de sangre llegan del matadero. Sacan el cuerpo del agua sin demora y lo ponen sobre la plataforma como un maniquí grotesco y empapado. Es entonces cuando los pasajeros que están esperando sienten la necesidad urgente de elegir otro lugar para atracar. En instantes, las únicas personas vivas que quedan en las escaleras de Mutton Lane son los dos carniceros y Nicholas Shelby.
Nicholas observa el rostro pálido e hinchado de un joven de unos quince años. Su aspecto tiene una simplicidad bovina, su rostro es amable y redondo. Las gaviotas se comieron los ojos. Hay marcas de mordeduras donde tal vez lo mordisqueó un lucio. Pero la descomposición aún no ha llegado a su apogeo.
“Debe haber estado en aguas profundas durante uno o dos días antes de subir a la superficie”, piensa Nicholas. Las venas se ven oscuras debajo de la piel manchada, como si ya hubiera comenzado su proceso de transformación en una criatura del río.
Pero lo más impactante de todo es el torso: está abierto. El pecho y la parte superior del abdomen son poco más que una caverna abierta del color de la cecina podrida. En el interior, a través de los extremos fracturados de las costillas, se ve con claridad la columna vertebral, sostenida por filamentos de grasa amarilla. No hay corazón, ni entrañas, solo unos cuantos trozos de carne oscura donde el cuchillo los atravesó. El joven fue destripado.
—Podría colgarlo en el mercado de East Cheap. Pediría cinco chelines por él —dice uno de los carniceros.
—Está un poco rancio —dice el otro, mientras se ríe con crueldad—. Puedes decir que es carne de caza y cobrar seis.
Nicholas Shelby no los escucha. Está demasiado ocupado mirando el cadáver. En el costado de la pantorrilla izquierda, el cuchillo que hizo los cortes también talló una cruz invertida tan profunda que deja ver un destello de hueso blanco en lo profundo de la piel pálida.
Capítulo 11
EL POLICÍA DEL DISTRITO llega al parecer sin que nadie lo hubiera llamado, como si tuviera un olfato para los muertos anónimos que el río devuelve casi a diario. Es un sujeto de aspecto agresivo con el entrecejo fruncido en eterna sospecha y una barba descuidada. Lleva un garrote de madera, su bastón de mando extraoficial. Viene acompañado de uno de los centinelas del sector: en Bankside, los oficiales de la ley patrullan en pareja, incluso a plena luz del día. Nicholas no los reconoce. No son los sujetos amigables que se apiadaron de él durante su descenso.
—¿Alguien sabe quién es? —pregunta el policía con voz desinteresada mientras mira el cadáver que rezuma agua del río y anguilas vivas que se retuercen en el embarcadero.
—Se parece un poco al joven Jacob Monkton —dice uno de los espectadores que reunió el coraje para volver a ver más de cerca lo que la marea había traído—, el hijo del vendedor de aves de corral de Scrope Alley. El muchacho tarado.
—Sí, es él —dice otro—. Alguien debería correr a avisarle a su hermano, Ned. Ha estado buscando a Jacob durante mucho tiempo. Pero será mejor que lo cubran antes de que llegue. Si Ned llega a verlo así, empezará a hacer agujeros en las paredes. Ya saben cómo es.
—Quienquiera que sea es un joven traicionero, a juzgar por su estado —se ríe uno de los carniceros—. Parece que se puso inquieto después de que lo colgaron y lo destriparon, y decidió escapar antes de que lo descuartizaran —se ríe a carcajadas de su propio chiste.
—Los órganos internos fueron extirpados —le dice Nicholas Shelby al policía en voz baja.
—¿Es usted culto? —pregunta el policía.
—No, en realidad no.
—Debe haberse caído del puente y quedar atrapado en una de esas… —dice el policía, al tiempo que señala río abajo hacia donde giran las ruedas hidráulicas en los arcos del puente de Londres. Incluso a esa distancia, el ruido que hacen al girar en la corriente se oye con claridad; es un golpeteo siniestro.
—Es posible —dice Nicholas, y guarda silencio. Sabe que el muchacho no murió por las heridas de aplastamiento que habría sufrido al caer en una rueda hidráulica, pero también puede adivinar por qué el policía ya concluyó que fue así. El concejal querrá un informe; el magistrado de la reina querrá un informe; el forense también querrá un informe; todos querrán un informe que le requerirá horas de trabajo, todo por menos de un chelín, a un hombre apenas capaz de escribir su propio nombre. A eso se le suma el hecho de que el muchacho era de origen humilde y que se sabe que sufría de una enfermedad de la mente, de modo que un accidente es, con mucho, el mejor veredicto.
Además, aquel tal vez no sea el mejor momento para denunciar un asesinato. No es raro que un testigo acabe en prisión mientras el juez se toma su tiempo para decidir si sabe más de lo que dice. Algunos pueden languidecer allí durante meses antes de que un magistrado decida que son inocentes. Y a pesar de los mejores esfuerzos de Bianca y Rose, Nicholas todavía no tiene un aspecto respetable.
Sin embargo, se ofrece a acompañar el cuerpo a la morgue de St. Thomas y a hablar con el forense para confirmar la conclusión del agente si es necesario. Al menos eso le dará tiempo. El policía lo mira de arriba abajo, rechaza su oferta y le dice que se vaya.
Nicholas ya ha visto suficiente de todos modos; lo suficiente para saber que la herida en la pierna del muchacho es igual a la del bebé muerto en la conferencia de Vaesy, solo que más grande. En cuanto a la evisceración, parece como si alguien hubiera arrancado las entrañas del pobre chico en un intento apresurado por encontrar un tesoro ingerido.
También notó, con un interés profesional que no ha podido quitarse de encima, los verdugones en las muñecas y los tobillos. El asesino debió haber atado al pobre muchacho antes de comenzar con su labor. Una imagen lóbrega entra a su mente sin invitación: un cuerpo joven arqueado que lucha y se retuerce de terror mientras el cuchillo comienza a cortar lenta y deliberadamente, con tanto cuidado como lo permite la obvia falta de habilidad.
Nicholas se da la vuelta y regresa por Mutton Lane. Prácticamente va saltando; es la alegría de saber al fin que, mientras el resto del mundo pensaba que era un loco delirante, en realidad tenía razón.
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