Lizzy fija la mirada en él con preocupación.
—No te preocupa nada más, ¿verdad, John, aparte del dinero? ¿Me dirías si fuera así?
Lumley no responde al principio, aunque por el tono de voz de Lizzy, debe hacerlo. Solo mira fijamente a la fuente. Luego dice, casi para sí mismo:
—No, Ratona. Nada. Pero eso no disuadirá a Robert Cecil.
Elise sueña con el ángel otra vez.
Primero ve la luz cegadora del sol, luego la silueta de una mujer que sale de entre los árboles de aquel camino rural. Enseguida siente un alivio maravilloso cuando el ángel levanta a Ralph de sus hombros y lo abraza contra su pecho, para calmar su lloriqueo malhumorado.
—Descansa un rato, hija —dice el ángel—. ¿Qué haces aquí sola con semejante carga?
—Estoy huyendo de mi madre, que es una prostituta y a menudo bebe —responde Elise en su sueño—. Ya no es seguro vivir con ella.
—Pero ¿adónde huyes, mi niña?
—Desde que era pequeña, mi madre me contaba historias de una gran casa y de un pariente rico que vive en un lugar llamado Cuddington —dice Elise, recitando el cuento que Mary le había contado tan a menudo, antes de su descenso al silencio inducido por el arak—. Ahí es adonde vamos. Pero Dios lisió a mi hermanito Ralph porque hablo demasiado, y como penitencia lo llevo sobre mis hombros. Dormiremos en un colchón de plumas de ganso y no tendremos que comer sobras que me hagan doler las entrañas.
—Pero conozco un lugar aun mejor —le dice el ángel.
Al despertar del sueño, Elise recuerda que deseó tanto creerle al ángel que nunca pensó dos veces en seguirla.
En la casa del ángel había sido bautizada en una tina de agua tibia y jabonosa. Elise nunca se había dado un baño antes. Al principio se negó a entrar a la tina, aterrorizada de que no tuviera fondo y de que pudiera hundirse en las profundidades sin dejar rastro. Con una dulzura casi insoportable, el ángel la había calmado y había limpiado el lado derecho del rostro de Elise, donde la piel estaba nudosa como la corteza de un árbol desde el momento en el que un cliente de su madre había prendido fuego a la carriola.
Cuando el ángel había vuelto a visitarla unos días más tarde con la noticia de que había llegado el momento de mudarse a otro lugar, Elise no presentó la más mínima objeción.
¿Por qué habría de hacerlo? ¿Quién en el mundo no confiaría en que un ángel te lleve al cielo?
Capítulo 8
ES EL SEGUNDO DÍA DE NOVIEMBRE, el Día de Todos los Santos. El día para recordar a los difuntos. El día perfecto para volver de entre los muertos.
Está tumbado en un colchón de paja, envuelto a medias en una sábana arrugada y manchada de sudor, y trae puesta una camisa de dormir ajena. Un rayo de luz grisácea cae sobre su pecho. Cuando busca la fuente, ve una pequeña ventana emplomada en la pared. Y la ve con claridad.
Mientras presiona su rostro contra el cristal, Nicholas imagina que está llorando. Luego se da cuenta de que está mirando las gotas de lluvia que golpean el exterior.
La ventana se abre con facilidad. Nicholas inhala el aire frío. Algunas gotas de lluvia caen sobre su rostro y recorren su mejilla. Está demasiado cansado como para saber si debe dar gracias por su salvación o permitir que el tormento regrese, de modo que permanece en un estado de letargo indeciso.
Mira hacia el Támesis por encima de los tejados bajos. Durante lo que parece una eternidad, observa con detenimiento la gran bestia de agua gris que acecha su campo de visión; ve la marea tirar de las cadenas de las anclas de las pequeñas embarcaciones amarradas río arriba del puente y al Long Ferry ir hacia el este en dirección a Gravesend, llevando pasajeros que se dirigen a los barcos mercantes amarrados en Hope Reach.
Alcanza a oír los mugidos del ganado. Mira a su izquierda y hacia abajo. “¿Es esa la entrada a Mutton Lane?”. Si lo es, el sonido deben causarlo los carniceros que trabajan en los mataderos de Mutton Lane. Cerca, una campana de iglesia anuncia las ocho. Si tiene razón sobre los mataderos, entonces debe ser la campana de St. Mary Overie. Debe estar a solo unos cientos de metros del lugar donde se metió al río.
Pero ¿cuándo fue eso? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces? No tiene ni idea.
Y entonces la puerta se abre.
Por un momento se queda mirando a la joven que está en el umbral, sin saber qué decir. Desea con ansias que sea Eleanor.
Pero, por supuesto, no lo es.
Sin embargo, es una mujer joven y atractiva, advierte Nicholas de una manera distante, como si estuviera percatándose de la belleza de una flor o de una puesta de sol. ¿De qué otra manera podría ver los encantos femeninos ahora, después de Eleanor?
La joven no tiene la belleza convencional del estilo inglés. No podía perderse entre una multitud de mejillas sonrosadas, rizos rubios y pecas. Más bien, su piel tiene el suave tono aceituna de una española o una italiana. Su rostro de rasgos fuertes y casi masculinos termina en una barbilla desafiante; podría describirse como severa si no fuera por la boca generosa y los impactantes ojos ambarinos. Su cabello es de un ébano profundo con visos de un sol extranjero. Cae hacia atrás en ondas desordenadas desde una frente amplia. Y aunque su interés es casi puramente académico, sus sentidos no pueden ser del todo indiferentes a la forma en que el vestido de brocado verde que lleva favorece sus hombros angulosos y su cintura estrecha. También nota las muñecas delicadas y los dedos delgados: no se parecen en nada a los de las muchachas de Barnthorpe. La palabra que le viene a la mente es “exótica”. Una flor exótica que florece en el páramo de su memoria reciente.
—Está despierto —observa ella con indiferencia y un leve acento que él no logra ubicar—. Imagino que debe tener hambre. ¿Puede desayunar algo? Hay gallina lardeada. También nos quedan sardinetas al horno. Haré que mi criada Rose le prepare un plato.
—¿Cuánto tiempo he estado —mira hacia abajo y observa desconcertado la camisa de dormir ajena— así?
—Dos semanas. Al principio pensamos que lo perderíamos. Me alegra que no fuera así.
Como Nicholas no responde, la mujer se vuelve para irse.
—Perdóneme, ni siquiera sé quién es usted —dice detrás de ella, sintiéndose de repente muy tonto y demasiado consciente del estado descuidado en el que se encuentra.
La mujer voltea la cabeza, mira hacia atrás y le dedica una sonrisa resplandeciente.
—Soy la señora Merton, pero ya que lo he estado cuidando como a un niño enfermo, puede llamarme Bianca.
* * *
Nicholas opta por las sardinetas al horno. Luego, por la gallina lardada. Después, un poco de pan de trigo recién sacado del horno. Su larga lucha contra el río lo había dejado hambriento.
Está sentado en la barra de la Grajilla. Sabe dónde está porque a través de la ventana golpeada por la lluvia puede ver el letrero pintado que cuelga sobre la calle. Desde una de las esquinas cae una columna de agua en cascada y salpica el barro revuelto y el estiércol que hay debajo. Nicholas observa su reflejo distorsionado en los pequeños rombos de cristal. No tiene buen aspecto; parece un hombre que a duras penas sobrevivió a la peste.
Hay una jarra de cerveza ligera delante de él en la mesa. Hace un momento la había colocado allí Rose con una sonrisa, una muchacha corpulenta con la cabeza llena de rizos rebeldes. No hace mucho la habría vaciado en un instante, maldiciendo al mundo, a su creador y a todos los que estaban en él, y habría pedido otra con enojo. Ahora solo gira la jarra despacio y la inspecciona. En su cara se dibuja media sonrisa triste que insinúa remordimiento o quizá autodesprecio.
Читать дальше