Fernando Rivas Rebaque - Jesus 33 nombres nuevos

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Este libro nace con el atrevimiento de adjudicar a Jesu´s 33 nombres nuevos, buscados ma´s alla´ de sus grandes ti´tulos cristolo´gicos (Sen~or, Hijo, Siervo, Maestro…) y «hallados por ventura» al pasear tranquilamente por las pa´ginas del Evangelio. La atencio´n ha estado puesta en las acciones que Jesu´s realizaba o padeci´a, expresadas en los verbos que eligieron Mateo, Marcos, Lucas y Juan para comunicar algo de lo que fue su caminar entre nosotros. Muchos de esos nombres estaban escondidos como un tesoro, latiendo en el interior de esas palabras que lo guardaban y suspiraban por contarlos con la misma aplicacio´n silenciosa con que la noche y el di´a susurran la gloria de Dios (Sal 19,2).

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Hay un cuenco de asombro

en el umbral

de los que saben esperar milagros.

INVITACIONES

• ¿Qué te sorprende o admira más de Jesús? ¿Por qué? ¿Ha sido así siempre esta admiración tuya o ha variado a lo largo del tiempo?

• Dividimos un folio en dos partes y en una pones lo que maravilla a Jesús; en la otra, lo que te maravilla a ti: ¿qué parecidos y diferencias encuentras? ¿A qué se pueden deber?

• Los otros admiradores de los evangelios: José y María (Lc 2,33); la gente (Mt 15,31); Nicodemo (Jn 3,7); discípulos (Jn 5,20.27); Poncio Pilato (Mc 15,5). ¿Con quién te identificas más?

• ¿Qué mecanismos se ponen en marcha cuando surge la admiración? ¿Hay algún órgano especializado en la sorpresa? ¿A qué nos invita el asombro? ¿Qué nos pasa cuando perdemos la capacidad de la admiración?

• ¿Dónde crees que se encontraban las fuentes de la admiración en Jesús? ¿Cómo las cuidaba? Haz un listado de estas fuentes y formas de cuidado del asombro y ponlas en relación. ¿Qué elementos de estas fuentes y cuidados pueden ser útiles para nuestro tiempo?

4

EL DESPOJADO

Terminada la burla, le despojaron

del manto de púrpura (Mc 15,20).

No tenía mucho más que pudieran quitarle: él mismo había reconocido que ni siquiera tenía dónde reclinar la cabeza (Mt 8,20) y por eso podía hacer suya con toda verdad la afirmación del salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23,1).

No parecía faltarle nada: «Solo hay una cosa necesaria», decía (Lc 10,43), y él la llevaba dentro. Por eso caminaba sin un domicilio fijo, sin barca ni cabalgadura propias para desplazarse; sin una parcela de su propiedad donde retirarse a rezar; sin un local que fuera suyo para juntarse a cenar con sus amigos; sin la seguridad de un lugar para ser enterrado si le sorprendía la muerte.

Era así como enviaba a los suyos, sin alforja, sin bastón, sin túnica de repuesto, sin dinero, sin otro par de sandalias, confiados en la hospitalidad que recibirían en su camino: tenían que mostrarse desinteresados, sin preocuparse por su subsistencia, dispuestos a recibir de otros y a depender de la generosidad de quienes los acogieran.

Ellos ofrecían algo que no les pertenecía, y su presencia era portadora de una autoridad y un mensaje que habían recibido, por eso no debían reclamar compensación, sino abrirse a recibir el sustento de quienes los recibían.

Era precisamente su carencia la que los abría a la esplendidez de otros, llamados a sostener a los itinerantes. Se estaba inaugurando una relación de intercambio de dones muy diferente de la compraventa: «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8).

Era un modo nuevo de relacionarse con el dinero y pocos se arriesgaban a hacerle preguntas sobre ello. Cuando uno le pidió que interviniera en un asunto de herencia, la reacción de Jesús fue fulminante: «¿Quién me ha nombrado árbitro entre vosotros?» (Lc 12,15). No se sentía árbitro, pero su consejo, más bien su imperativo de hacerse amigos con el dinero (Lc 16,9), definía de manera absoluta las reglas del juego.

Suponía una ruptura absoluta no solo con la ambición, sino con los argumentos más honorables y equitativos: «Es para el servicio del bien común», «es una herramienta de funcionamiento», «sirve para invertir e intercambiar»...

Todo se fundía ante aquella finalidad inesperada de «hacerse amigos», y la sentencia irrumpía en el mundo de la economía como un torrente de agua limpia: palabras como «amistad», «compartir», «abrazos», «afectos», «fidelidad», «franqueza», «generosidad», entraban en competición con «negocio», «mercados», «ganancias», «transacciones», «deudas»...

Y eso era mucho más subversivo que el gesto de derribar las mesas de los cambistas y vendedores en el Templo.

Como si fueran dos páginas distantes del Evangelio pero que al doblarlas coinciden, la desnudez de su nacimiento coincidió con la de su muerte, cuando echaron a suertes su túnica (Mc 15,24) y volvió a estar tan desnudo como en el pesebre.

El Señor seguía siendo su pastor, no le faltaba nada.

MARCAS DE PRESENCIA

En los Salmos

Me alegro con tu palabra

como el que encuentra un rico botín.

Mi delicia es tu voluntad,

más estimo yo los preceptos de tu boca

que miles de monedas de oro y plata (Sal 119,71.162).

Los mandatos del Señor son rectos, alegran el corazón,

más preciosos que el oro, más que el oro fino,

más dulces que la miel de un panal que destila (Sal 19,11).

Me taladran las manos y los pies,

y puedo contar mis huesos.

Ellos me miran triunfantes,

se reparten mi ropa, se sortean mi túnica.

Pues tú, Señor, no te quedes lejos;

fuerza mía, ven corriendo a auxiliarme (Sal 22,18-22).

En los Padres de la Iglesia

Adán, que fue a buscar el vestido (cf. Gn 3,7), fue vencido, mientras que el vencedor es aquel que se despojó de sus vestidos. Él subió con la misma realidad con la que la naturaleza nos había formado bajo la acción de Dios. Así había vivido el primer hombre en el paraíso, y así también entró el segundo hombre al paraíso (cf. 1 Cor 15,47). Y con el fin de que el triunfo no fuera para él solo, sino para todos, extendió sus manos para atraer todas las cosas hacia sí (cf. Is 65,2), con propósito de romper las ligaduras de la muerte, atarnos con el yugo de la fe; unir al cielo todo aquello que antes estaba ligado a la tierra (San Ambrosio, Exposición sobre el evangelio de Lucas 10,110).

En la poesía

Habla Francisco de Asís:

De esta forma me libré

de todos los ropajes,

de todas las fiestas,

de los banquetes,

de los gritos,

de las palabras vanas,

de la violencia.

Me encontré solo

frente a un nido de pájaros,

pobres, solos, entumecidos por el frío,

que eran los ángeles de mi pobre discurso.

El Poverello de Dios se asoma al mundo desde los labios de Alda Merini, que también se desnudó y se convirtió en una despojada vagabunda que se paseaba por la vida bajo el techo –pobre y cálido, como un establo– de la poesía.

INVITACIONES

• Hago memoria de algunas situaciones de «despojo» y pérdidas vividas a lo largo de mi historia y de lo que aprendí en esos momentos.

• «He quitado muchas cosas inútiles de mi vida y Dios se ha acercado para ver qué estaba pasando» (Christian Bobin). Paseo estas palabras por mi interior, detectando sus resonancias...

• Si estamos en grupo, nos ayudamos a ensanchar la mirada para abarcar a algún colectivo de hombres y mujeres que en este tiempo están siendo despojados y desposeídos de sus derechos, su dignidad o sus tierras. Sentimos su causa como nuestra, la incorporamos a nuestra conciencia y a nuestra oración.

5

EL DISIDENTE

Este hombre no es de Dios,

porque no guarda el sábado (Jn 9,16).

Era evidente para todos que ni daba importancia a las prescripciones sobre el sábado (Mc 2,27) ni se mostraba interesado por las normativas sobre la pureza ritual o los alimentos (Mc 7,18-23).

Entendía y sentía la voluntad de su Padre de una manera diferente, y mostró también su disidencia cuando algunos pretendieron intervenir en su vida, doblegar su comportamiento o cambiar sus decisiones: había iniciado su camino desobedeciendo a la voz que en el desierto le conminaba: «Convierte estas piedras en pan, tírate abajo..., póstrate...» (Mt 4,1-11), y siguió haciéndolo después, cuando algunos pretendían plegarle a sus propios planes.

Cuando Pedro le oyó anunciar que le esperaban el fracaso y la reprobación, y trató de disuadirle, recibió una respuesta tajante: «Pedro, ¡detrás de mí! Piensas al modo humano, no como Dios...» (Mc 8,33).

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