Buenos Aires, 28 de noviembre de 1921
En un mar de plata, helado y gris, zarparon hacia la capital, a bordo de un barco de vapor que transportaba lana. Hicieron paradas en Puerto Madryn y Puerto Belgrano antes de llegar a Buenos Aires. En cada muelle, subían y bajaban pasajeros, hombres solos, familias con niños y hasta un sacerdote.
Esta vez, Margarita disfrutó la travesía. Preguntaba todo y sobrellevaba estoicamente las tardes tormentosas cuando las olas, merced a los vientos fuertes, mojaban la cubierta del barco y solamente podía observarse el mar desde los ojos de buey de los camarotes. Al llegar a Buenos Aires, las esperaba un compatriota de apellido Ambrosius, que siempre se ocupaba de ayudar a los daneses que necesitaban hospedaje y destino en la Argentina.
Embarque de pasajeros en el sur patagónico
La Argentina recibió a miles de inmigrantes europeos que poblaron sus tierras. El Gobierno pretendía crear nacionalismo en torno a la aplicación de la ley de educación, la enseñanza de los símbolos patrios y, fundamentalmente, del idioma.
[De todas maneras, en esa época, la élite cultural despreciaba] a los inmigrantes porque desconocían el idioma nacional, y despreciaba a las clases populares incultas porque solo hablaban el idioma nativo. El cos-mopolitismo lingüístico era un pequeño club cerrado. […] Durante el Centenario, encontramos este mismo fenómeno entre personalidades defensoras del criollismo y la hispanidad como Ricardo Rojas, Enrique Larreta, Ricardo Güiraldes o Manuel Gálvez.
Este último, al ser uno de los escritores nacionalistas más fervorosos por su pluma y su verba de la primera mitad del siglo XX , se enorgullecía de que su novia y futura esposa, Delfina Bunge, le escribiese en privado cartas en francés, o publicase sus primeros libros de poemas XIV en la lengua de Montaigne XV .
En este contexto, Nellie Petrea Nielsen, con veintiocho años y una educación privilegiada en idiomas, tenía oportunidades. Además, el hecho de ser una mujer divorciada e independiente, con una hija criada por ella sola, la colocaba en un estrato social de mujeres que podían trabajar y ser libres de las ataduras más tradicionales de la época.
Tras pasar unos días con la familia de Ambrosius y por consejo suyo, se armó de valor para presentarse ante Madame Fontaine.
El atelier de Madame Fontaine
Madame Fontaine era una amante de la Argentina. Había llegado desde París a principios de siglo con el arte de la moda en sus manos. Habiendo sido discípula de Jacques Doucet en su casa de alta costura, en Francia, tuvo la oportunidad de llevar a Buenos Aires un importante pedido para una familia porteña, que además requería la atención de arreglos y ajustes a los costosos vestidos.
Con cuarenta años y una personalidad aventurera, se enamoró de esa capital sudamericana que se preparaba ostentosamente para celebrar el centenario de la Revolución. La mujer de porte elegante y gestos glamorosos cumplió con su trabajo para la Maison Doucet y, carta de por medio, presentó su renuncia para instalar su atelier en la calle Florida. Allí se dedicó a la confección de sombreros femeninos, un artículo requerido y símbolo de actualidad cosmopolita. Sus principales clientas no eran las damas de la alta sociedad, que seguían esperando los últimos modelos parisinos, sino aquellas mujeres que se abrían camino con ideas y proyectos propios.
Las mujeres porteñas empezaron a cambiar sus actividades, dejaban sus hogares para salir a trabajar y se lanzaron a la moda, que hasta ese momento había sido patrimonio solamente de la clase alta.
En la Argentina, se imponía la moda francesa. Las mujeres de nivel socioeconómico alto realizaban sus compras en París. Las marcas más privilegiadas de la década fueron Worth, Paquin, Doucet y Poiret. Con el tiempo, estas grandes firmas pudieron ver que el mercado sudamericano, en especial el argentino, era el mejor comprador.
Por eso enviaban a comisionistas oficiales a Buenos Aires con baúles repletos de ropa, para proveer a sus clientas.
Así, las mujeres de clase media que querían vestirse como las damas de alto nivel adquisitivo, empezaron a encargar sus prendas. Gracias a ello, tanto los modistos argentinos como los extranjeros arribados al país empezaron a dedicarse a la alta costura.
La década de los años 20 fue la más atrevida y transgresora. Fue una época de cambios que afectaron los aspectos culturales, sociales, económicos y políticos. La vestimenta de las mujeres constaba de vestidos rectos hasta las rodillas, sin marcar la cintura, realizados en colores como el gris y el marrón para el día, y negro y azul para la noche. Las mujeres argentinas de bajo nivel económico vestían con trajes de dos piezas, saco y falda a media pierna, en la gama de colores claros, acompañados con un cinturón bajo y zapatos negros.
En cuanto a la estética del cabello, se usaba corto, al estilo varonil, un corte conocido como « bobbed », el cual fue popularizado por Irene CastleXVI.
Las mujeres por esos años también se sumaron a la moda de vestir sombreros. «Usaban los tipo casquete o sombreritos pequeños de topé, que es un fieltro muy fino, parecido al terciopelo, con mezcla de pelo de conejo. La mujer antes tenía que salir con sombrero, con guantes y con medias, aún en verano» XVII.
El atelier Fontaine ejercía fascinación sobre sus clientas.La confección de sombreros era un arte; los había de fieltro, de piel y de paño importado. El modelo cloche o campana tenía una copa hemisférica y un ala mínima. Inventado por Caroline Reboux, presentaba un característico estilo masculino. Se usaba encajado en la cabeza, fomentando así el corte o el peinado à la garçon . El sombrero cubría la frente y dejaba ver apenas los ojos, obligando a la portadora a levantar el mentón.
Cuando Madame Fontaine la vio llegar con la niña de la mano, la contrató al instante. Leyó la carta de recomendación distraídamente y le enseñó a Nellie las primeras reglas del trabajo: vestir bien y ser cuidadosa en los detalles, intercalar palabras francesas al español cuando hablaba con las clientas y llevar al día, con prolijidad, los libros de la economía del taller y de la casa.
Nellie estaba acostumbrada a adaptarse a nuevas experiencias y esta vez no le costó. Todo en Buenos Aires parecía brillar de noche y florecer de día, se percibía un frenesí por vivir, una necesidad de ser protagonistas de la historia. Muy diferente de la vida respetuosa de los ciclos naturales de la cordillera, los años en el barrio porteño de Montserrat corrieron al ritmo de los cambios sociales.
La rutina se iniciaba a las siete de la mañana. Nellie debía preparar el desayuno para las cuatro mujeres: Madame Fontaine, Margarita, una ayudante de limpieza que pasaba el día en la tienda, y ella. La casa estaba en la parte posterior del atelier, una especie de construcción alargada, que compartía un patio interno con dos viviendas más. En el piso de arriba, vivían dos familias que trabajaban en comercios cercanos. Sobre la calle Florida, que desde 1913 era peatonal en algunos tramos, estaban las tiendas más conocidas, como Gath y Chaves, la galería Güemes y la librería El Ateneo, que otorgaban al paisaje una apariencia deslumbrante.
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