¿Cuál fue la visión que inició su ministerio de setenta años, una visión que se volvió más significativa a medida que pasaban los años?
Mientras estaba orando ante el altar de la familia, el Espíritu Santo descendió sobre mí, y me pareció que me elevaba más y más, muy por encima del tenebroso mundo. Miré hacia la Tierra para buscar al pueblo adventista, pero no lo hallé en parte alguna, y entonces una voz me dijo: “Vuelve a mirar un poco más arriba”.
El sendero recto y angosto
Alcé los ojos y vi un sendero recto y angosto trazado muy por encima del mundo. El pueblo adventista andaba por ese sendero, en dirección a la ciudad que se veía en su último extremo. En el comienzo del sendero, detrás de los que ya andaban, había una brillante luz, que, según me dijo un ángel, era el “clamor de media noche.” Esta luz brillaba a todo lo largo del sendero, y alumbraba los pies de los caminantes para que no tropezaran.
Delante de ellos iba Jesús guiándolos hacia la ciudad, y si no apartaban los ojos de él iban seguros. Pero no tardaron algunos en cansarse, diciendo que la ciudad estaba todavía muy lejos, y que contaban con haber llegado más pronto a ella. Entonces Jesús los alentaba levantando su glorioso brazo derecho, del cual dimanaba una luz que ondeaba sobre la hueste adventista, y exclamaban: “¡Aleluya!”
Algunos negaron la luz que brillaba tras ellos
Otros negaron temerariamente la luz que brillaba tras ellos, diciendo que no era Dios quien los había guiado hasta allí. Pero entonces se extinguió para ellos la luz que estaba detrás y dejó sus pies en tinieblas, de modo que tropezaron y, perdiendo de vista el blanco y a Jesús, cayeron fuera del sendero abajo, en el mundo sombrío y perverso. Pronto oímos la voz de Dios, semejante al ruido de muchas aguas, que nos anunció el día y la hora de la venida de Jesús. Los 144.000 santos vivientes reconocieron y entendieron la voz; pero los malvados se figuraron que era fragor de truenos y de terremoto. Cuando Dios señaló el tiempo, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo, y nuestros semblantes se iluminaron refulgentemente con la gloria de Dios, como le sucedió a Moisés al bajar del Sinaí.
Los 144.000 estaban todos sellados y perfectamente unidos. En su frente llevaban escritas estas palabras: “Dios, Nueva Jerusalén”, y además una brillante estrella con el nuevo nombre de Jesús.
Los impíos se enfurecieron al vernos en aquel santo y feliz estado, y querían apoderarse de nosotros para encarcelarnos, cuando extendimos la mano en el nombre del Señor y cayeron rendidos en el suelo. Entonces conoció la sinagoga de Satanás que Dios nos había amado, a nosotros que podíamos lavarnos los pies unos a otros y saludarnos fraternalmente con ósculo santo, y ellos adoraron a nuestras plantas.
Pronto se volvieron nuestros ojos hacia el oriente, donde había aparecido una nubecilla negra del tamaño de la mitad de la mano de un hombre, que era, según todos comprendían, la señal del Hijo del Hombre. En solemne silencio, contemplábamos cómo iba acercándose la nubecilla, volviéndose cada vez más esplendorosa hasta que se convirtió en una gran nube blanca cuya parte inferior parecía fuego. Sobre la nube lucía el arco iris y en torno de ella aleteaban diez mil ángeles cantando un hermosísimo himno.
En la nube estaba sentado el Hijo del Hombre. Sus cabellos, blancos y rizados, le caían sobre los hombros; y llevaba muchas coronas en la cabeza. Sus pies parecían de fuego; en la mano derecha tenía una hoz aguda y en la izquierda llevaba una trompeta de plata. Sus ojos eran como llama de fuego, y escudriñaban de par en par a sus hijos.
Palidecieron entonces todos los semblantes y se tornaron negros los de aquellos a quienes Dios había rechazado. Todos nosotros exclamamos: “¿Quién podrá permanecer? ¿Está mi vestidura sin manchas?” Después cesaron de cantar los ángeles, y por un rato quedó todo en pavoroso silencio cuando Jesús dijo: “Quienes tengan las manos limpias y puro el corazón podrán subsistir. Bástaos mi gracia”. Al escuchar estas palabras, se iluminaron nuestros rostros y el gozo llenó todos los corazones. Los ángeles pulsaron una nota más alta y volvieron a cantar, mientras la nube se acercaba a la Tierra.
Luego resonó la argentina trompeta de Jesús, a medida que él iba descendiendo en la nube, rodeado de llamas de fuego. Miró las tumbas de sus santos dormidos. Después alzó los ojos y las manos hacia el cielo, y exclamó: “¡Despertad! ¡Despertad! ¡Despertad los que dormís en el polvo, y levantaos!” Hubo entonces un formidable terremoto. Se abrieron los sepulcros y resucitaron los muertos revestidos de inmortalidad. Los 144.000 exclamaron: “¡Aleluya!” al reconocer a los amigos que la muerte había arrebatado de su lado, y en el mismo instante nosotros fuimos transformados y nos reunimos con ellos para encontrar al Señor en el aire. 2
¿Por qué Dios dio esta extraordinaria visión a una adolescente agonizante que apenas podía susurrar y que guardaba el domingo?
Podemos pensar en varias razones que nos dirían algo acerca de Dios mismo y de lo que piensa sobre los creyentes fieles dondequiera que estén en su experiencia espiritual.
Dios no está lejos de sus fieles
Así como él comprendía el amargo chasco de esos dos discípulos en camino a Emaús, entendía el pesar vacío de aquellas cinco mujeres de Portland, Maine. Y él no está lejos de los lectores de estas páginas que han sufrido una gran desilusión y quizás abandono.
Aquellas primeras creyentes adventistas necesitaban ser consoladas. Estaban confundidas en cuanto a lo que parecían ser claras verdades bíblicas; la experiencia cristiana de ellas parecía ser auténtica. No habían abandonado su confianza en Dios; pero, aun así, estaban confundidas.
Esta visión les dio a esas cinco mujeres, y luego a un creciente grupo que posteriormente percibió los detalles de la visión, el consuelo intelectual y emocional de que los años de preparación para el regreso de Jesús en 1844 no habían sido desperdiciados en ardides teológicos. No habían sido engañados, solo estaban confundidos con respecto a lo que debía ocurrir el 22 de octubre. Y esta certidumbre de que el Señor los había estado guiando en su experiencia pasada los pudo ayudar a enfrentar mejor el ridículo de sus ex amigos.
Esta visión también les dio la seguridad de que, si eran fieles, un día verían a su Señor cara a cara. No importaba qué clase de dificultades pudieran surgir, si continuaban siguiendo la luz, ellos también terminarían en el mar de vidrio y caminarían por las calles de oro.
Dios sabe cómo instruir a los fieles
Durante varios años, estas cinco jóvenes habían creído que Jesús regresaría en 1843, y luego en 1844, basadas en una cuidadosa investigación bíblica. Pero, después del 22 de octubre, se habían hundido cada vez más en el desánimo porque Jesús no había venido. Su fe comenzó a vacilar, no en su experiencia cristiana sino en su confianza en el estudio de la Biblia.
Para diciembre, la mayoría de los creyentes adventistas habían abandonado su sólida creencia en que el 22 de octubre tenía importancia. En otras palabras, ellos creían que la profecía de los 2.300 días-años no había terminado; peor aún, algunos ahora creían que todo el cuadro profético había estado equivocado. Según escribió Elena en 1847: “En el momento en que tuve la visión del clamor de medianoche [diciembre de 1844], había abandonado la idea de que [el cumplimiento de la profecía] fuera en el pasado y la esperaba para el futuro, y también le pasaba lo mismo a casi todo el grupo”.3
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