Llegó a México como colportor, en 1929, y a principios de 1932 fue empleado por el Comité de Unión como secretario de campo para la Misión del Golfo. Allí entra en escena mi madre. Años antes, mi padre había soñado con una hermosa joven con un vestido rosado, que le sonreía. Se despertó de ese sueño con la fuerte impresión de que esta era la mujer con la que Dios quería que se casara. Papá no olvidó ese sueño; siempre tenía latente aquel pensamiento y esperaba el día en que conocería a la mujer de sus sueños.
Mi madre, Ana María (Anita), era la única hija de Juan Alba y Edith Vega Alba. Descendientes del duque de Alba en España, un aristócrata en su época, la familia de su padre había emigrado a México en el siglo XVIII. Juan Alba, como senador estatal, a menudo viajaba con el presidente de México como su piloto personal y consejero. Edith Alba era dueña de una exitosa tienda de ropa, y la familia vivía cómodamente. Cuando mi madre tenía diez años, México fue tomado por el comunismo y, tristemente, mi abuelo fue capturado y desapareció de sus vidas. Cuando mi abuela Edith y mi mamá abandonaron el catolicismo y se unieron a la Iglesia Adventista, renunciaron a su vida de riqueza para ser colportoras itinerantes. Con dos perros y dos loros, viajaban en burro de pueblo en pueblo vendiendo libros y dando estudios bíblicos.
Por siete años consecutivos, la abuela Edith fue campeona colportora en todo México. Cuando papá, ahora director de colportaje de la Misión del Golfo, escuchó sobre el éxito de Edith, viajó a Torreón, donde ella vivía con mamá, para pedirle que lo ayudara a capacitar a los colportores. Pero cuando tocó la puerta de la casa, la vio… la mujer de sus sueños: una hermosa mujer en un vestido rosado, que le sonreía. Fue amor a primera vista, y así comenzó la relación. Se casaron seis meses después, en una casa en Saltillo. Juntos servían al Señor.
En Guadalajara les nació un hijo, Franklin; y luego una hija, Wanda. Cuando a papá le asignaron un nuevo trabajo en Mérida, Yucatán, la familia se mudó. Se formó una nueva Misión con papá como presidente. Cuando vivían allí, nací yo. Un año después, transfirieron a nuestra familia de nuevo a Guadalajara, donde papá trabajó como presidente de la Misión. Mientras él estaba de viaje, mamá tuvo que afrontar una traumática dificultad sola… y allí es donde comienza la primera historia.
Marlyn Olsen Vistaunet
Se necesita una comunidad para escribir un libro. Un agradecimiento sincero a cada persona que me ha ayudado a escalar esta montaña.
Primero, a mis padres, quienes me convencieron de registrar las historias de mi niñez desde una edad temprana; sin esa información detallada no hubiera podido escribir este libro. Agradezco que hayan amado la Palabra de Dios, que nos hayan amado incondicionalmente a nosotros, sus hijos, y que me hayan recordado que mi tesoro más preciado se encuentra en la Biblia.
A Philip Samaan, orador, autor y profesor de Religión en la Universidad Adventista Southern, quien luego de escuchar mi testimonio sobre mi secuestro en México, me animó a escribir la historia. La primera versión condensada fue publicada en la Adventist Review en septiembre de 2007.
Gracias a Phyllis George McFarland, escritora/editora, por la camaradería que compartimos al colaborar en la redacción de las historias de mi niñez temprana; especialmente en la segunda versión detallada de “La pequeña niña perdida” (capítulo 1). Atesoraré para siempre sus habilidades expertas de edición, su perspectiva sobre el universo de las palabras, su sentido del humor y sus incansables palabras de ánimo. También agradezco al autor y editor Ken McFarland, quien en ocasiones le echó una mirada al trabajo de Phyllis para ofrecer el consejo perfecto.
A Camille McKenzie, autora, mentora y amiga, quien me convenció de que realmente tenía un libro, y que cada experiencia debía registrarse: las buenas, las difíciles y las dolorosas. “Escribe pensando en tus lectores. Tus experiencias pueden beneficiar a otros”, me decía. Gracias, Camille, por dos años de ánimo y de “vistos buenos” hasta que el trabajo estuvo completo.
A mi esposo, el pastor Loren, por estar a mi lado en esta aventura, por escucharme recitar historias, hacer comentarios y alentarme a avanzar. Gracias por tu consuelo cuando la narrativa era dolorosa. Mi gratitud no tiene límites.
A todas las hermosas personas que fueron ejemplos a imitar mientras yo crecía; por su poderosa influencia en cada conversación, por cada acto de bondad y por mostrar que hay gozo en la vida… gozo que se puede encontrar en estas páginas.
A mis queridos amigos en mi comunidad de redes sociales, que continuamente me inspiran, me animan y me iluminan; cuyos mensajes personales y palabras amables son como rayos de luz que brillan entre las nubes. Muchas gracias por mantener vivo mi sueño.
Finalmente, y por sobre todo, a mi Señor y Salvador, Jesucristo, quien susurró en mi oído el deseo de escribir; quien me consoló constantemente, secó mis lágrimas, danzó de gozo, y me guio y apoyó cuando quería darme por vencida. ¡Él es el Héroe en este libro!
Conocí a Marlyn en el colegio secundario Pine Hills en Auburn, California, donde fuimos compañeras. Yo estaba en octavo grado y ella en noveno. Yo era una alumna nueva allí, y cuando escuché la historia del catastrófico incendio de su familia quedé horrorizada. ¿Cómo podía esta muchacha hermosa y vivaz, que siempre estaba riendo y sonriendo, haber pasado por una tragedia tan grande?
Marlyn y yo nos conocimos mejor el año siguiente, cuando compartimos el salón de clases de noveno y décimo grados. Fue un año que ninguna olvidará. Nuestro profesor era Lloyd Funkhouser, un hombre con doble amputación, lleno de risa y amor del Cielo. Por medio de su ejemplo, el Sr. Funkhouser me enseñó valor; pero su mensaje para Marlyn fue que sin importar cuán grande fuera la tragedia, Dios puede convertirla en un gozo extraordinario.
Marlyn y yo asistimos a diferentes colegios con internado y perdimos contacto hasta varios años después, cuando ella encontró mi número telefónico y me invitó a visitarla a Village Chapel en McDonald, Tennessee, donde su esposo, Loren, servía como pastor. Ella dio un salto para saludarme apenas entré; era la misma persona hermosa y amable que recordaba. Mientras charlábamos después del culto, entendí que su vida no había sido nada fácil; pero aun así, era evidente que las dificultades no la habían aplastado. ¡Al contrario! Hizo de ser esposa de pastor su ministerio personal. Se desempeñó como directora de Ministerio Joven, coordinadora de oración, maestra de Escuela Sabática, anfitriona, colaboradora en el Ministerio Carcelario y consejera voluntaria, por nombrar algunas actividades.
Luego de eso, Marlyn y yo mantuvimos el contacto. Cuanto más conocía sobre su historia, más me asombraba. Cuando me confió que estaba pensando en escribir un libro, la alenté con entusiasmo; esta era una historia que debía ser contada. De su rescate milagroso de una red de trata de niños, cuando tenía tres años, a la terrible pérdida de su hermano menor y a una serie de incidentes, muchos de los cuales podrían haber sido fatales sin intervención divina, su vida sería la base de un libro apasionante y yo lo sabía. Quería especialmente que el mundo conociera a su hermanito, Milton, un niño en contacto tan íntimo con Dios que a los siete años, con su casa en llamas y su piel quemada, consolaba a su hermana al decirle suavemente: “Marlyn, no tengas miedo”.
Durante los últimos dos años, Marlyn y yo hemos trabajado juntas para contar su historia. Realmente quiero que la leas. Quiero que conozcas a Milton y sepas de su valor; quiero que te rías con Marlyn cuando ella comparte sus recuerdos íntimos de la inocencia juvenil de una adolescente imaginativa e increíblemente curiosa, con una propensión a los problemas y contratiempos; y especialmente quiero que te asombres por la liberación milagrosa de Dios, vez tras vez.
Читать дальше