Por su parte, Silvana Pellegrino (2017) sostiene que los indígenas de la SNSM no son presentados de la misma forma que los indígenas nasas y guambianos, reconocidos por su lucha territorial. De ahí que ciertos sectores oficiales los tilden de oportunistas y de querer parecer indígenas. Claramente, los indígenas del Cauca no son percibidos como ancestrales, como sí ocurre con los kággaba. Prueba de tal consideración es que estos últimos aparecen en un videoclip que acompaña el himno nacional y que se transmite por televisión a las 6 a. m. y a las 6 p. m. Sorprende de esa grabación la imagen armónica entre la Policía y los kággaba, quienes comparten abrazos que se cruzan con la bandera nacional en el telón de fondo de la SNSM. Esta es la imagen en pleno del “nativo ecológico” aceptado por la institucionalidad.
Es evidente que estos performances buscan promocionar y sedimentar símbolos patrios en el imaginario de los colombianos y que “el Estado busca proyectar una imagen elocuente de reconocimiento y respeto frente a los indígenas y para ello utiliza la figura del indígena con mayor legitimidad [en el país]” (Prado, 2018, p. 105). Acá cabe la advertencia del académico Cristóbal Gnecco (1999), quien explica que, en la historia de las ciencias sociales en Colombia, el indígena del pasado siempre fue reconocido por la institucionalidad como el bueno, a diferencia del indígena del presente, que por sus reclamos territoriales y de participación política era representado como pendenciero. Este es el alocronismo del que habla Johannes Fabian (2019): un proceso por medio del cual la sociedad hegemónica acepta lazos con los indígenas del pasado y niega las relaciones en el presente con los indígenas actuales.
Igualmente, Alhena Caicedo, citada en Prado (2018), advierte sobre la incidencia de las políticas de reconocimiento en la construcción de la figura del indio patrimonial: “Según este concepto, es posible apreciar cómo en la literatura antropológica ciertos colectivos se comprenden como ecológicos, cercanos a la naturaleza, pero además como portadores de tradiciones y saberes ancestrales” (p. 105). Lo novedoso, según esta autora, es la capacidad de instrumentalización del Estado colombiano frente a estas imágenes para
robustecer esos imaginarios de democracia e inclusión social […] [si bien] sigue asumiendo una postura etnocentrista y paternalista, al considerar a estas poblaciones merecedoras de políticas de conservación y rescate [de sus esferas estéticas], por lo cual deben ser mostrados y protegidos por la nación (p. 105-106).
Lo anterior no ocurre con los indígenas que lideran importantes causas sociales, quienes son invisibilizados y reprimidos y son exhibidos como obstáculos al desarrollo. Por lo tanto,
no es casualidad que Juan Manuel Santos […], al momento de su posesión presidencial, haya decidido llevar a cabo un acto de carácter simbólico al lado de las máximas autoridades espirituales y cabildos indígenas de la SNSM, en uno de los principales sitios sagrados o ezwama, en la comunidad seyzhua, ubicada en el municipio de Dibulla, departamento de La Guajira, Colombia. Así pues, llama la atención cómo en una de las imágenes de dicho rito es el cabildo gobernador de los kággaba, José de los Santos Sauna, y no otra figura de autoridad de los demás pueblos serranos, el encargado de entregarle a Juan Manuel Santos uno de los símbolos más importantes para los kággaba: el bastón de mando en representación del ejercicio del buen gobierno.
Es evidente entonces que los kággaba son considerados como “[…] el otro nativo por su autenticidad y pureza, tanto para el Estado como para la sociedad colombiana. Por lo que son imaginados como el indígena ‘de verdad’, el que no se ha contaminado” (Sarrazin, 2016, p. 5) (Prado, 2018, p. 106).
De esta suerte, el presidencial es una especie de rito por contagio: al recibir del “indio patrimonial” –del “nativo ecológico”– el bastón de mando hay una resignificación de la adopción de la jefatura del Estado, la cual se representa como un acto puro carente de antecedentes. Esa representación de los indios auténticos fue instrumentalizada a tal forma que, en la última emisión de uno de los billetes de mayor denominación colombiana –el de cincuenta mil pesos–, se encuentra la imagen del “indígena auténtico, puro o patrimonial”, y del otro lado sale Gabriel García Márquez. Los kággaba aparecen en una cara del papel moneda con la ornamentación tradicional: mochila cruzada, namanto y traje blanco. Con esa escenificación están personificando la construcción académica, publicitaria y política que se ha elaborado del “nicho del salvaje serrano” (Londoño, 2019). Asimismo, estos indígenas ideales son retratados al lado de los sitios arqueológicos más emblemáticos: Ciudad Perdida, Teyuna. Para completar el maridaje perfecto, esta representación se acompaña de un fragmento de “La Soledad de América Latina”, del escritor cataqueño.
En otras palabras, todo el performance patrimonial material e inmaterial en un grabado, de lado y lado del billete, hace pensar en la pureza del poder representado en un colectivo étnico reificado. Un dato curioso es que los indígenas aparecen con sandalias rabinas, lo cual puede constituirse en un craso error debido a que los kággaba suelen caminar descalzos. Al otro lado del billete aparece el escritor colombiano luciendo un liqui liqui con las mariposas de Mauricio Babilonia. García Márquez jamás hubiese imaginado eso, pues en su autobiografía manifiesta que de joven no disponía de efectivo para comprar un café, tomar un boleto de bus o adquirir el periódico (García, 2002). Hoy, después de las afugias del escritor, su imagen es litografiada en un billete de gran denominación y circulación; aparece sonriente junto con los indígenas más sustentables del mundo. De manera que tanto los kággaba como el escritor son reconocidos en el papel como dispositivos simbólicos que movilizan imágenes reificadas del Caribe colombiano: los primeros, como sabedores ancestrales, excluidos en el presente político, y el segundo con un reconocimiento internacional por su obra, pero con un profundo olvido sobre su infancia y juventud llena de precariedades en una zona de colonización de las empresas de banano de los Estados Unidos. En el caso de los kággaba, que es el foco de este documento, se da el alocronismo explicado por Johannes Fabian (2019), es decir, la negación de la coexistencia con el otro en el presente, y la ubicación del otro en otra dimensión temporal, en este caso el pasado.
El episodio narrado en los párrafos anteriores refleja lo que Michael Taussig (2015) investigó sobre la legitimidad del Estado a través del uso de cierta iconografía basada en figuras de gran renombre, e incluso deidades. Su estudio etnográfico, realizado en Yaracuy, Venezuela, describe con maestría diversos rituales celebrados allí. En su texto “La magia del Estado”, que se acerca más al género literario que cualquier otra cosa, el escritor ambienta los cultos en torno a María Lionza, el Negro Felipe, el Indio Guaicaipuro y el Libertador Simón Bolívar, entre otros personajes. El argumento central de Taussig es que la noción moderna de Estado esgrime el uso de la fuerza para garantizar el orden; sin embargo, el Estado necesita algo más para gobernar, y por eso emplea símbolos con gran sustrato cultural y patrimonial, con el objetivo de construir un relato de nación, y generar genealogías que expliquen el presente y sitúen a los individuos dentro de entramados simbólicos.
En el caso venezolano, hay una infinidad de monumentos, billetes y estatuas con la imagen del político y de la diosa; es decir que el sistema de creencias está fortalecido por la cultura material que da forma al Estado. No en vano la figura de Bolívar es citada tanto en discursos presidenciales como por médiums para invocar fuerzas sobrenaturales que ayuden a generar efectos en el presente (Taussig, 2015).
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