Ricardo Gibu Shimabukuro - La experiencia del tiempo

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Esta obra viene a ofrecernos un amplio y sugerente estudio de la temporalidad desde una perspectiva fenomenológica, a través de los análisis de Husserl sobre la pluralidad de niveles temporales implicados en la experiencia de la finitud, la muerte, el sueño y la vigilia; pasando por la apropiación y reinterpretación del tiempo en Heidegger y Levinas, y por un eventual diálogo de la fenomenología con otros autores de la tradición filosófica que ofrecieron líneas de reflexión sugerentes sobre esta problemática (Aristóteles, Spinoza y Marx). Temáticamente hablando, nos abre un abanico rico de lecturas, interpretaciones y conexiones del tiempo con el olvido, el recuerdo, el nacimiento, la añoranza, el trabajo y la amistad, lo que nos permite volver a poner en cuestión la clásica oposición entre el incesante fluir del tiempo y la inmutable eternidad. La fenomenología nos enseña que el tiempo es la fuente de cualquier permanencia, que lo invariable solo es posible en tanto fluyente y viviente, es decir, como un incesante transcurrir que es vivenciado por alguien concreto y cuya permanencia, por más paradójico que parezca, está garantizada por su continuo pasar.

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Una primera respuesta (por lo menos de manera provisional) a esta pregunta, y que nos permite permanecer en el marco de una fenomenología descriptiva, consiste en equiparar esta prefenomenalidad con la “autoconciencia prerreflexiva del acto” (Zahavi, 1999: 67-82). Esto nos conduce, en resumidas cuentas, a comprender la descripción de Husserl de la estructura de la conciencia interna del tiempo como un análisis de la estructura de la autoaparición prerreflexiva de nuestras experiencias. Volveremos sobre esta equiparación más adelante. De acuerdo con esta lectura, se trataría para Husserl no de la dilucidación de la constitución de la conciencia del tiempo, sino, y quizá en primera instancia, de hacer comprensible la relación entre la conciencia y la autoconciencia en nuestras experiencias objetivas. Toda vez que el acto intencional se relaciona con un objeto –es, decir, con un objeto intencional que es distinto de él– y que, así, vuelve consciente, se manifiesta al mismo tiempo como acto autoconsciente.

Todo acto sería entonces tanto intencional como “constituido de manera impresional y originaria”, “consciente originariamente”. En el conocido suplemento IX a Husserliana X, Husserl añade a este respecto que esta “conciencia originaria”, esta “aprehensión originaria”, no debe ser malinterpretada como un acto de aprehensión .

Ello tiene dos consecuencias significativas, dado que ofrece soluciones interesantes a problemas que generaron dolores de cabeza a Husserl: por un lado, se hace claro que el esquema “aprehensión/contenido de aprehensión” no es adecuado para aclarar de manera fenomenológica la constitución temporal. El acto de aprehensión no se opone a ningún contenido que primero debiera ser aprehendido, y, por otro, no es en sentido estricto un acto de aprehensión, dado que es más bien “conciencia originaria”, es decir, no un acto que vivifique algo no viviente. La tarea de este esquema para un reexamen de la constitución trascendental de la conciencia temporal o, mejor dicho, para una valoración de la constitución preintencional de esta conciencia, no puede ser valorada lo suficiente. Por otro lado, dado que cada “contenido” es en sí mismo “consciente originariamente” se evita el “regreso al infinito” de cada constitución que se renueva y se profundiza –como se sabe, el “fantasma” de una regressio ad infinitum acecha por doquier en los manuscritos sobre el tiempo de Husserl, mientras que el suplemento IX, como hemos dicho, parece aportar una solución. Pero ¿qué implica exactamente este intento de respuesta?

Según esta primera respuesta, esta “conciencia originaria” constituyente del tiempo es tanto “prerreflexiva” como también constitutiva de la “autoconciencia” del acto aquí relevante. ¿Cómo es posible una autoconciencia prerreflexiva, si no se trata de una conciencia dirigida intencionalmente a un objeto? La respuesta quizá más convincente a esta pregunta, aunque no sea la que haya tenido mayor repercusión desde el punto de vista de la historia de la filosofía, ha sido provista por Schelling. En el Sistema del idealismo trascendental (2000 [1800]), Schelling muestra que la manera en que el Yo –entendido, desde una perspectiva kantiana, aún como sentido interno– se hace consciente a sí mismo (de manera objetivante) no es otra cosa que el surgimiento del tiempo mismo. Dicho de otra manera, ello quiere decir que el surgimiento del tiempo y el surgimiento de la autoconciencia son cooriginarios. Al respecto, podemos leer de manera más detallada:

Ahora bien, ¿cómo el Yo, en cuanto sentido interno, se transforma para sí en objeto? Pura y exclusivamente porque le surge el tiempo (no el tiempo en cuanto es intuido ya exteriormente sino el tiempo como mero punto, como mero límite). Al contraponerse el Yo al objeto, nace para él el sentimiento de sí mismo, es decir, se transforma para sí en objeto en cuanto pura intensidad, como actividad que solo puede expandirse en una dimensión [y] que, sin embargo, ahora está concentrada en un solo punto; pero precisamente cuando se hace a sí misma objeto, esta actividad solo extensible en una dimensión es tiempo. El tiempo no es algo que transcurre independientemente del Yo sino que el Yo mismo es el tiempo pensado en actividad. (Schelling, 2000: 135)

Schelling se pregunta aquí sobre la posibilidad de una constitución del tiempo anterior a toda presuposición de un tiempo constituido , es decir, anterior a toda predación de él en el mundo . Este problema conlleva dos dificultades. La primera se plantea ya en Kant, la otra es trabajada por Husserl en sus análisis sobre el tiempo.

El tiempo es para Kant, como sabemos, una forma a priori de la sensibilidad. Así, constituye junto con el espacio una de las dos condiciones bajo las cuales un objeto puede aparecer a los sentidos o afectarlos: Kant los designa también como condición del “sentido interno”, es decir, como la condición de que podamos ordenar nuestras representaciones y ponerlas en relación entre sí. Debido a que cada una de nuestras representaciones, esto es, también las espaciales, puede ser retrotraída a una representación temporal, el tiempo es la última condición para que podamos entrar en relación con un objeto “fuera de nosotros”. Así, una “afección” solo es posible siempre y cuando el afectante se corresponda con esta forma a priori . La primera dificultad antes mencionada consiste en que no es claro el estatuto que se le otorga al tiempo. Si este posee, por un lado, una “realidad empírica”, pero al mismo tiempo únicamente una “idealidad trascendental”, entonces quiere decir que una vez abstraído de la sensibilidad –es decir, del sujeto– no es “nada en absoluto”. El tiempo sería, así, puramente subjetivo – a priori , es decir, ciertamente necesario y universal, pero justamente solo en referencia al sujeto– . Por otro lado, para que nos pueda afectar lo que se corresponde con esta forma a priori , debería ser de alguna manera temporal –dado que A solo se puede corresponder con B, si es que hay un C, bajo el cual A y B puedan entrar en relación–. En el primer caso, el tiempo sería puramente subjetivo; en el segundo, subjetivo y “trans-subjetivo” (lo cual no debe llamarse aún “objetivo”) al mismo tiempo . Es precisamente esta aporía la que debe ser evitada para que el estatuto del tiempo pueda ser aclarado. Se puede encontrar una respuesta a este respecto en el capítulo sobre el esquematismo, en el que Kant confiere a las “determinaciones temporales trascendentales” un rol de intermediación de manera explícita. No obstante, estas “determinaciones temporales trascendentales” no son dilucidadas de manera más detallada en lo que concierne a su estatuto ontológico, sino que proveen solamente la aclaración de la relación a priori de las categorías con las intuiciones sensibles. Esto no es, sin embargo, suficiente desde un punto de vista fenomenológico, dado que lo que aquí nos ocupa es la posibilidad de la constitución del tiempo mismo .

Además de este problema, existe una segunda dificultad. Esta es mencionada por Husserl en las Lecciones del tiempo de 1928. Dicha dificultad puede reducirse a lo siguiente: dado que estamos en la situación de dar cuenta de la constitución del tiempo “objetivo”, no del trascendente , sino de aquel que aparece fuera de toda duda –y eso es precisamente lo que Husserl ha reivindicado en las Lecciones con la mostración de una intencionalidad genuinamente constituyente del tiempo–, entonces se plantea la pregunta referente a la manera y la forma en que la temporalidad de esta intencionalidad constituyente del tiempo en cuanto le concierne a ella es constituida. Dicho de manera más sencilla, podríamos resumir esta dificultad del siguiente modo: si el tiempo “objetivo” es constituido en un tiempo “subjetivo” (“retención” y “protención”, al ser intencionalidades particulares –es decir, ¡no como intencionalidades de acto!–, son en cuanto noesis específicas en cierto sentido “subjetivas”), entonces podríamos preguntarnos, como lo hizo Husserl de manera explícita, cómo se deben determinar los “fenómenos originariamente constituyentes del tiempo”, es decir, en lo que concierne a las retenciones y las protenciones. Estos no pueden ser, en cuanto les atañe a ellos mismos, “objetivos”, dado que ello recae en una petitio principii (la constitución del tiempo “objetivo” es precisamente uno de los objetivos a alcanzar, por lo cual no puede servir de argumento para la constitución de los fenómenos que lo constituyen); pero tampoco pueden ser “subjetivos”, puesto que de lo contrario caemos en un regreso al infinito.

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