Ricardo Gibu Shimabukuro - La experiencia del tiempo

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Esta obra viene a ofrecernos un amplio y sugerente estudio de la temporalidad desde una perspectiva fenomenológica, a través de los análisis de Husserl sobre la pluralidad de niveles temporales implicados en la experiencia de la finitud, la muerte, el sueño y la vigilia; pasando por la apropiación y reinterpretación del tiempo en Heidegger y Levinas, y por un eventual diálogo de la fenomenología con otros autores de la tradición filosófica que ofrecieron líneas de reflexión sugerentes sobre esta problemática (Aristóteles, Spinoza y Marx). Temáticamente hablando, nos abre un abanico rico de lecturas, interpretaciones y conexiones del tiempo con el olvido, el recuerdo, el nacimiento, la añoranza, el trabajo y la amistad, lo que nos permite volver a poner en cuestión la clásica oposición entre el incesante fluir del tiempo y la inmutable eternidad. La fenomenología nos enseña que el tiempo es la fuente de cualquier permanencia, que lo invariable solo es posible en tanto fluyente y viviente, es decir, como un incesante transcurrir que es vivenciado por alguien concreto y cuya permanencia, por más paradójico que parezca, está garantizada por su continuo pasar.

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Este cambio únicamente puede ser aprehendido en tercera persona, es decir, al ver la muerte de todo aquello que me rodea, pero nunca la mía, ¿qué repercusiones tiene este cambio? Aquello que es percibido como un cadáver es un cuerpo vivo que ha perdido su carácter animado e instituido por un yo. El morir del cuerpo lo muestra, en su propia concepción, como mera materia. Al morir el otro, se desvanece el vínculo que yo tengo con él en el mundo. Así como se puede esperar que, al momento de morir, el otro constituirá mi muerte, el mundo no desaparecerá para los demás, únicamente para mí. En mi subjetividad trascendental se encuentran constituidos los otros sujetos y, de igual modo, la intersubjetividad trascendental en la que se constituye un mundo en común (Husserl, 2006: 142). La muerte romperá los lazos que engendro con los demás al ser robado de mi corporeidad ( Körperlichkeit ) y de la autoobjetivación del yo como hombre. 9

La permanencia del mundo no puede ser puesta en duda; este pervive a pesar de que yo fallezca, no obstante, la muerte constituye una aniquilación de mi mundo, pues dejar de estar autoobjetivado como yo en el mundo se traduce en una aniquilación de mi mundo… puesto que se desvanece el mundo que soy capaz de constituir y, a la par, el yo que habita mi cuerpo. En esta situación es necesario plantear la siguiente pregunta: ¿qué sucede con la vida originaria de la conciencia, es acaso capaz de comenzar y terminar? El hombre de carne y hueso tiene comienzo y fin en el mundo que todos habitamos. Sin embargo, no es posible afirmar lo mismo respecto de que la vida originaria, esto es, la temporalización y mundanización de mis vivencias, pueda comenzar y terminar del mismo modo ( Hua XXIX: 335). Retornando a lo mencionado unas cuantas líneas antes, se debe poner especial énfasis en que la conciencia sea absoluta y que su ser tenga un carácter necesario, lo cual es posible de ser extrapolado a la corriente hermanada de todas sus vivencias que se encuentra copada tanto en la esfera pasada como en la futura. La imposibilidad de concebir la muerte se articula en la representación del carácter temporal de la continuidad de la conciencia que se encuentra orientada en el instante del ahora del presente viviente.

El hombre no puede ser inmortal. El hombre muere necesariamente. El hombre no tiene una preexistencia, en el mundo espacio-temporal, él no era antes nada, y no será nada más tarde. Pero la vida trascendental original, la vida en última instancia creadora del mundo y su yo último no puede venir de la nada y volver a la nada, ella es “inmortal”, porque el hecho de morir no tiene para ella ningún sentido, etc. 10( Hua XXIX: 338)

Por otra parte, “[e]l universo de posibilidades de mi otredad coincide con el universo de las posibilidades de un yo en general. El ego no puede surgir y desaparecer”, 11El carácter absoluto al que Husserl hace referencia mediante la indagación sobre la posibilidad de representar la negación del yo. Expresado de forma concisa, resulta irrepresentable para el sujeto pensarse como no existente. “Yo soy y tengo la evidencia no solo de que soy sino de que soy necesariamente” (San Martín: 1987: 178).

Es factible entrever la posibilidad de que pueda ser de un modo distinto al que soy; soy dueño de un cúmulo de posibilidades de ser constituido de un modo distinto, sobre la base de dichas posibilidades hay un yo general: mi yo esencial, que da sustento a todas estas posibilidades (178). Soy posible de imaginarme en soledad, como sollus ipse , o bien con un cuerpo distinto, o sin cuerpo, pero resulta imposible asumirme como si fuese una nada. Todas estas variaciones pueden ser unidas por un punto en común; mi ser siempre será tomado como punto de partida, es ilógico asumirme como no ser.

El yo, la subjetividad pura monádica, que la reducción fenomenológica nos da en puridad, es “eterno”, en cierto sentido, inmortal. Pero solo lo natural, el hombre en cuanto miembro de la naturaleza, puede nacer y morir en sentido natural. (181)

El sujeto trascendental, habitando el mundo en actitud natural, considerándose a sí mismo como hombre que posee un nexo con el mundo, tendrá cierta noción de naturaleza empírica en torno a la muerte vía la experiencia del morir del otro; pero, en actitud trascendental, al ser incapaz de constituir la experiencia de su propia muerte y al asumir la posición necesaria de su yo, se podrá pensar como inmortal . La muerte empírica no le es ajena y menos la evidencia de ella que se manifiesta a través del otro, así como su irrevocable sentido de finalidad o cesamiento de la existencia del sujeto en el mundo.

En tanto que sujetos empíricos, el conocimiento que tenemos respecto de la muerte gira en torno al atestiguamiento de la muerte del otro: ¿será acaso posible que esta sea la única forma de acceso a este fenómeno? Al experimentar la muerte ajena, me es posible percatarme de este fenómeno e instituirle un sentido. ¿Es acaso esta cuestión evidencia suficiente de nuestra propia finitud? La muerte del otro, hablando en términos sumamente puntuales, únicamente me muestra la finitud de alguien ajeno a mí, pero no propiamente la mía. La conciencia que tengo de mi muerte, en este esquema, parecería que es resultado de un proceso inductivo, lo cual tendría un par de conclusiones que deben ser cuidadosamente tematizadas. De ser expresado de tal modo, la muerte sería vista únicamente en su determinación biológica, a saber, como el dejar de existir de cada animal en el mundo, lo cual sugiere que la muerte puede llegar de forma extrínseca al ser humano y, por lo tanto, el morir sería simplemente un desenlace, que, en un momento futuro de la historia humana, podría ser eludido. Es preciso un planteamiento más elucidado de esta cuestión; el decir que los hombres son mortales, en este planteamiento, no implicaría una verdad de carácter universal y omniabarcadora, sino que sería una generalización. El problema con las generalizaciones reside en que estas son susceptibles a casos que puedan ser excluidos de la generalización; en este mismo tenor, es posible afirmar el siguiente absurdo: hay la posibilidad de que exista o existirá un ser humano que no muera.

Así el estado de la cuestión, ¿el experimentar la muerte en tercera persona puede ser considerado una condición adecuada para ahondar en la muerte, o acaso únicamente da fe del desvanecimiento del mundo? Continúo con el planteamiento, ¿al ver un cadáver se logra dimensionar todo aquello que implica para mi yo? La muerte de alguien siempre nos posiciona ante una interrogación a la que no es posible dar una respuesta con fundamentos: ¿qué sucede con aquella persona que ha muerto? El morir implica forzosamente un camino sin retorno, en el que se hace patente la propia finitud del hombre. Quien muere permanece ausente de forma irrevocable. La desesperación que la muerte causa reside en la imposibilidad de comprender el carácter absoluto de la ausencia del otro. El camino que la inducción muestra no puede responder de forma clara esta cuestión, es necesario que algo más sea tematizado en vistas de alcanzar la comprensión del carácter absoluto del morir, un morir que, en algún momento, será también el mío. La inducción del estudio de la muerte no vierte nada respecto de la absoluta finitud de la mortalidad humana y, de igual modo, resulta inviable para explicar el reconocimiento de mi propia finitud, y el hacerme consciente de mi final próximo, al experimentar la muerte del otro.

¿Es acaso posible asumir que la muerte pueda ser considerada como una necesidad esencial, o bien como un suceso empírico que es generalizado de forma inductiva? La muerte siempre se asume como el inevitable final de toda vida humana. Es la única certeza que podemos tener, en algún momento todos hemos de morir, como ha sido apuntado de forma bella por San Agustín (1964: 714): “todo es incierto: solo la muerte es cierta”. El morir se asume como un desenlace necesario para toda la vida; es consustancial a la vida misma.

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