Flor - Los accidentes geográficos

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"A Greta le gustan mucho las cosas inalterables de su casa. Es el único lugar donde suceden siempre sin variación". Así empieza
Los accidentes geográficos, una novela asombrosa sobre las variantes con las que versiones de los destinos de Greta y Henrik se van entretejiendo en sus crisis infinitas. Si bien cada dúo Greta-Henrik está aislado dentro de la membrana de su propia realidad, Flor Canosa nos invita a ver el universo entero y múltiple de un solo vistazo, a la manera de un Dios. El efecto es como si estuviéramos siguiendo a la vez varias partidas simultáneas de ajedrez que en realidad son observadas desde cierta distancia, una única partida total. Todo lo que podría pasar pasa siempre y a la vez. Como los cien mil millones de poemas de Queneau, como la obra de Herbert Quain o «La Biblioteca de Babel» o aquellos jardines de senderos que se bifurcan (que anticipan a Queneau, que son anticipadas por Leibniz y por Ramón Llull),
Los accidentes geográficos es una elegantísima, eficaz y feliz máquina de narrar. Flor Canosa nos regala una novela precisa y preciosa sobre el hecho de ser humanos –las relaciones, el drama, los errores que cometemos, las cosas que no sabemos cómo resolver a tiempo, aquello que no podemos darnos el lujo de perder– y una reflexión extendida sobre las posibilidades infinitas de la literatura.

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Henrik carraspea y Greta comprende que lo único fuera de lugar son los granos de arena crujientes entre sus dientes, que todo lo demás sigue siendo la tarjeta postal de las palmeras inclinadas y el agua turquesa. Y lo contrario al miedo, debe ser eso: la certeza de estirar un dedo y tocar el cuerpo de tu amante, rozarle la piel allí donde el amor nació para matar al matrimonio o algo así.

2.

Henrik moja la sábana en la pileta del baño y la arroja sobre el cuerpo ardiente de Greta que se condensa y lanza vapor. Las aspas del ventilador envician más el aire denso. Cliché. Pero de esos clichés que son empíricamente demostrables. Greta agradece aletargada.

—Creo que me voy a morir. Siempre pensé que iba a morir en un sitio confortable.

—Todavía podemos buscar un all inclusive.

Greta podría tener un momento de claridad y aceptar, pero el orgullo la vence, una vez más.

—Son apenas las noches las que molestan. Se escucha el ronroneo del mar.

Greta sonríe ante su propia poética. «Ronroneo del mar», piensa. Su mente era mucho más estéril en Oslo.

Oslo.

Greta piensa en Oslo. En los días de duración variable en estaciones que marcan instantes ansiados de luz solar. No como aquí que el sol parece vivir para siempre, donde las variaciones son ínfimas entre el invierno y el verano. La línea del Ecuador la atraviesa a la altura de su propio ombligo, ombligo en cuyo interior se forma un charquito de sudor, abdomen capaz de freír un huevo.

Greta sueña despierta con Oslo donde no es ella sino otra Greta. Se imagina un reno muriendo en estado de desesperación, comprendiendo que la muerte es una entidad más viva que él mismo, sintiendo que la luz se apaga y que el cuerpo no responde. Tiene que cruzar el mundo para pensar en un reno, algo que nunca observó ni comió. Este reno no está inmóvil, sino que huye en círculos, como las aspas del ventilador que decoran el techo ruinoso por donde se cuelan los rayos de una luna tan brillante que es el sol perenne que Greta imagina en la línea del Ecuador tórrida, en las barbas chorreantes de su novio vikingo. El sol en su Libra.

Henrik no sueña con Oslo. Si fuera por él, estos instantes eternos de sol podrían mantenerse fijos para siempre. Algo de sí mismo se pierde y se encuentra en los viajes y, aunque se le paren los pelitos del brazo cada vez que se traslada de geografía, podría perfectamente despertarse en un espacio diferente cada mañana, siempre que fuera así, con Greta, enredado en sus piernas, oyéndola ronronear, oliéndole el hueco entre el cuello y los omóplatos. Efectivamente es otro en Ecuador, aunque sienta que un pedazo de Henrik quedó viviendo en su departamento del distrito de Grünerløkka, escindido de su vida diaria. Tiene recursos suficientes para vivir muchos años en cualquier lugar del Tercer Mundo si las cosas funcionaran medianamente bien. Pero también sabe que la informalidad terminará poniéndolo de mal humor. Mejor disfrutar el aquí y ahora, el amor estallando en los poros y en los rincones. Con solo hacer planes, su cabeza echa a andar un engranaje que procura acomodar la realidad a una grilla llena de casilleros, y no, en Ecuador no hay puntitos definidos sino manchas que embrollan cualquier orden. Este otro transitorio que lo hace feliz deberá aprender a convivir con algún tipo de felicidad en Oslo. Y eso es algo para hablar pronto con Greta, aunque tema que ella también sea otra Greta atrapada en una ficción, en un sueño, escindida de sí misma por obra de la magia de haberse inventado juntos un refugio fuera de su casa. Porque, aunque este Henrik no tenga la capacidad de imaginar que pueda existir un mecanismo que les cambie el presente dependiendo de dónde estén, se ilusiona con la idea de que este momento no sea tan solo un recreo congelado en la zona más caliente del trópico, sino el comienzo de un capítulo nuevo, fresco y diferente, donde este Henrik y esta Greta puedan escapar de los prólogos y volverse saga.

ROMA, ITALIA

1.

Greta conoce a Henrik tras el mostrador de la heladería de Roma. Descubre el italiano balbuceado y fuerte, el inglés correcto con acento de academia británica y, detrás de todo eso, el noruego nativo que le hace dar un vuelco al corazón. Henrik le sonríe y ella nota, con pericia de odontóloga amateur, una muela que Henrik no tiene. Ese detalle la enternece hasta la humedad de los ojos. Greta sabe que está perdida.

—Estoy perdida —musita.

No hay certeza de que él la haya escuchado decirlo. Tampoco de lo contrario. Los comienzos están compuestos por millones de detalles que se pierden, que nadie es capaz de retener. Porque, de hacerlo, los finales tendrían pruebas para sus juicios, y eso nadie lo quiere.

Desde adolescente Greta soñaba con coger en París, como si el aire francés tuviese algún efecto afrodisíaco. Como si ella fuese a volverse otra, quizás aquella que adivinaba en sueños. Viaja primero a París detrás de un nombre propio y luego cae en Roma atraída por el magnetismo de otro nombre propio: un napolitano que se la coge en París hasta dejarla pulverizada y que ahora se muestra esquivo. Literalmente esquivo, porque no da señales ni de vida ni de muerte.

De todas formas, Greta se convence con una lista de pros y contras que arma en su mente. Con esa resignación complaciente que suele acompañarla, Greta odiaba la manera en que Pietro le pedía que le chupara la pija. En ese jeringozo entre italiano, inglés y un supuesto español que establecieron como tercer idioma en común, pero era un mero invento. Ninguno de los dos hablaba el mismo español y las palabras en la oscuridad del sexo sonaban extrañas. No existe un solo español y el aprendido por Greta en Chile en nada se parecía al colombiano de Pietro. Esos dialectos chocaban y hacían un ruido que se resolvía en un inglés que ambos detestaban, pero al menos volvía las palabras indiscutibles. Todo inglés es inglés.

Greta planea pedirle a Henrik que se la coja en noruego. Pero, aun así, aunque se lo pidiera y ella intentara convencerse de que todo terminará como una aventura, ella sabe que está perdida. Porque esas cosas se saben, se intuyen, se presienten. Greta lame el helado con intención y nota que Henrik se detiene en los movimientos de su lengua. Greta es alevosa. Le clava los ojos mientras sigue sorbiendo. Le demuestra todo lo que tiene para ofrecerle. Se le endurecen los pezones bajo la blusa blanca y Henrik también lo nota.

En la habitación minúscula cercana a Termini, Greta se queda observando la fotocopia que cuelga de la pared como única decoración. Sabe que es un Escher. Esas escaleras retorcidas que se muerden la cola. Él le dice, más tarde, que va a tatuarse un fragmento de esa fotocopia ajada. Ese segmento en particular está borroneado. Greta sabe, entonces, por el desgaste del dibujo, que él ha señalado ese mismo detalle a muchas otras mujeres que desperdigaban sus jugos en esas sábanas y sabe, una vez más, que está perdida. Todos sus demonios reencarnados en las pestañas traslúcidas de Henrik. Quizás dice en voz alta que está perdida, quizás no. De alguna forma, estar perdida es el leit motiv.

Su amiga Agnes le explicó una vez a Greta que amar es pescar con mosca. Hay que tirar la línea lejos y tener paciencia oriental. Haciendo las cosas bien, finalmente el amante pica.

—¿Qué es «hacer las cosas bien»?

—Gestionar los tiempos, aceptar los cambios, no presionar. Ser imperturbable.

—Eso es todo lo contrario al amor.

Greta no comulga con esa idea cursi de que el amor es una entidad que hay que dejar libre. No. Al amor hay que agarrarlo del cuello y apretar hasta la asfixia. No permitir que se escape. Presionar todos los botones a la vez hasta que alguno funcione o el mecanismo estalle.

Greta no llega a leer entero ni el manual de instrucciones de la tintura, va directo al tiempo de exposición, ni se detiene en cómo se aplica. Con esa lógica, no sabe cómo funcionan las cosas entre las personas. Las personas tienen un manual de funcionamiento; de eso Greta está segura, aunque a veces venga en ruso o en chino mandarín. Greta se siente demasiado perezosa para detenerse a ver qué partes componen a esa persona. Dónde tiene los botones. Prefiere probar. Apretar todo. Ver para qué sirve ese cable, dónde meter el conector y qué sucede si gira esa perilla. A veces descubre rápidamente la fuente de luz. A veces se queda llorando porque nada funciona como espera.

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