Florencia Delgado - ¿Está en Netflix?

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Existe una pregunta que se repite como una especie de mantra en todas las reuniones, juntadas, cumpleaños o en cualquier evento que congregue seres humanos que hablen de películas o series: ¿está en Netflix? Esta interrogación sucede automáticamente luego de que alguien cuente algo sobre alguna producción audiovisual que le gustó o está mirando, y del otro lado, está un espectador que acopla mentalmente su búsqueda o localización a una sola plataforma. Aunque parezca increíble esta podría ser la frase de la década que resume nuestro quehacer cinéfilo y es, en el fondo, una invitación para profundizar y analizar cómo nos estamos vinculando con las imágenes en la actualidad.
El pasar el tiempo libre frente una pantalla no es algo nuevo, lo que antes era encender la televisión y esperar para ver la novela favorita o ir al cine, al presente se traduce en poner un capítulo de nuestra serie del momento o película desde la plataforma; es decir, la industria audiovisual vinculada con el entretenimiento existió desde siempre, independientemente de sus formatos.
Sin embargo algo que sí se modificó es cómo nos estamos relacionando con el contenido audiovisual, qué elegimos ver, cuándo, cuánto y de qué forma. Ciertamente, la irrupción del formato online las veinticuatro horas a través de los servidores streaming trasformó nuestros hábitos, modos de mirar y la manera que gestionamos el tiempo. Esto sumado a un sinfín de transformaciones que impactaron en nuestras prácticas sociales e individuales que son imprescindibles lograr observar, para conseguir una autonomía como público.
En las siguientes páginas encontrarán algunas coordenadas para salir del piloto automático visual que obliga a la mirada a ir por un mismo camino, y comenzar a preguntarnos: ¿quiénes somos? y ¿qué miramos? los espectadores posmodernos.

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Obviamente, esta migración provocó que se comenzara a producir más contenido online y toneladas de series (sí, toneladas), muchas en cada semana, cada mes y todo el tiempo. A ese fenómeno de realización en masa se sumó que cada serie que empieza con la propuesta de tres temporadas termina teniendo ocho o diez, con el resultado infalible de tramas chicles, arcos dramáticos desvirtuados, ideas reiterativas, agotamiento de recursos, etcétera. Por lo tanto, el “qué pasa u ocurre”termina siendo fundamental para mantener al espectador pegado a la plataforma.

Actualmente, las estructuras narrativas de las series requieren que los espectadores estén pegados a la pantalla el mayor tiempo posible y que no se pierda el interés (esto lo sabe muy bien la industria y funciona excelente para su rentabilidad). Para ello, los guionistas emplean herramientas para atrapar al espectador temporada tras temporada, es decir, dejan hilos sueltos, utilizan los puntos de giro, vierten información relevante en el final del capítulo, van desplegando tramas, etc. En definitiva, utilizan todos recursos para que continuemos viendo sin poder parar, hasta que tengamos los ojos en las manos literalmente. He aquí uno de los nudos de la “histeria” por los spoiler, las narrativas de las series actuales funcionan un poco como un efecto Pavlov (estímulo-respuesta), no saber lo que va a pasar hace que la campana suene porque nos atrae saber el qué pasó, pero si sabemos lo que va a pasar ya no surte el mismo efecto, porque el interés se sostiene incesantemente en ese dato clave. En cierto modo, somos presos de un sistema que nos fue condicionando la forma de mirar o, mejor dicho, el modo de cómo nos relacionamos con el lenguaje.

Por eso los spoilers se convirtieron en una especie de mandamiento que reza más que nada la comunidad “seriera”, ya que es donde mayormente se emplean las tramas que requieren una inocuidad con los datos claves. Así, el “no spoliarás la serie de tu prójimo” progresa como un mantra entre los espectadores, un mantra que nada tiene de zen, sino, por el contrario, se aplica a veces sin mediar proceso y con cierta desesperación.

Asimismo, la piedra institucional de la iglesia antispoiler tiene sus sagradas escrituras y uno de los fundamentos utilizados por los espectadores que defienden a ultranza los spoilers es que saber los datos claves opera negativamente con la capacidad de sorpresa o asombro. Es decir que se prioriza más un dato clave por sobre lo general, porque, como vimos, ese es el señuelo elemental. Pero ¿qué tanto es verdaderamente así? ¿Hasta qué punto hemos perdido nuestro niño interno?, ese que era capaz de ver su película favorita una y otra vez y disfrutar cada segundo.

Los niños ven harto sus películas o programas favoritos porque la repetición les hace comprender el lenguaje, sus funcionamientos, los ayuda a anticipar datos, y entender el tiempo ficcional, etc. Dice Javier Sánchez: “La edad destroza el placer que podemos extraer de la repetición. Ya sabemos cómo funciona el mundo y no necesitamos poder anticipar una narración conocida. El mejor ejemplo es la música: escuchar la misma canción mil veces funciona hasta que el cerebro se acostumbra y deja de darnos dopamina (felicidad) en cada escucha. Las experiencias se gastan. El sexo, el ocio, la aventura. Buscamos siempre la sensación más intensa, pero la reiteración (paradojas de nuestro cerebro) termina abotagándola, dejando en knock out el placer que extraemos de ella”. Una mala noticia pues, al parecer, de adultos solo nos es útil una sensación intensa y el mecanismo termina siendo una retroalimentación negativa que nos lleva a un profundo llano.

Entonces, ahondemos en si este rollo de los spoilers es verdaderamente una cosa seria o tan solo se trata de un espejismo del espectador en que nos convertimos, una especie de limitación disfrazada de falsa seguridad que nos hace creer que el placer está únicamente en el asombro. ¿Qué dirá la ciencia de esto? ¿Será cierto que, si sabemos un dato clave, nos quita la sorpresa y con ella el shock de dopamina tan buscado?

Por suerte, la ciencia se pregunta prácticamente por todo y estudió la cuestión de “por qué se apuñalan científicos que tienen el atrevimiento de spoilear a sus colegas”, y así se metió de lleno en el estudio del fenómeno de destripes. En 2011, los docentes Nicholas Christenfeld y Jonathan Leavitt de la Universidad de California en San Diego realizaron una experiencia científica con la finalidad de demostrar si efectivamente los spoilers disminuyen el disfrute de una ficción: “para la prueba cada voluntario recibió una pequeña historia con finales inesperados, a algunos voluntarios se les revelaron partes importantes de la trama de forma sutil (como si formaran parte de la historia) y a otros, previo preámbulo, se les anticipó los destripes”. Es decir que contaron la ficción, pero de diferentes formas. Lo que querían censar puntuablemente era qué tan molestas o graves son las anticipaciones de la trama y cómo las percibía cada grupo. Este estudio fue muy grande y participaron más de quinientas personas, además resultó ser uno de los primeros en hacerse eco del nuevo fervor.

La conclusión del experimento fue extraordinaria y asombrosa, ya que los sujetos que leyeron los spoilers disfrutaron más de la obra que los sujetos a los que no se les adelantó el final. ¡Qué! Un momento. ¿Cómo es posible esto, don Watson? Y yo insultando a mis amigos en vano.

En efecto, una de las revelaciones de esta experiencia es que históricamente nuestro cerebro está preparado para disfrutar de los relatos previsibles porque durante miles de años (desde las tragedias griegas hasta las leyendas vernáculas) estos se han ido contando sobre la base de ciertas certezas y repeticiones. Además, el hecho de trasmitirlos oralmente o por escrito siempre sugería un pasaje de información, una anáfora en el relato y oírlo más de una vez. Sin embargo, eso no implicaba no querer verlos o escucharlos, por el contrario, desde el principio de los tiempos el ser humano ha sentido placer por oír relatos.

Lo que sugiere esta investigación es que la falta de sorpresa para quienes sabían la trama fue parte del placer. Es decir que, cuando el suspenso está contenido en una fórmula y no tenemos que preocuparnos por la muerte del protagonista o el asesinato de alguien, nos relajamos y disfrutamos más de la experiencia, sin estar atados al “dato”, punto de giro o qué va a pasar.

Del mismo modo, solo porque sepamos el final o el clímax no significa que no consigamos asombrarnos, incluso si hacemos trampa y vemos la parte final de un buen thriller, todavía queda la expectativa de cómo se llega allí. Tal vez, hemos sobrevalorado el placer del impacto final a expensas de esos “pequeños asombros” que ofrece el camino narrativo. Sin ir más lejos, cada género cinematográfico es un spoiler en sí mismo y no por eso dejamos de ir al cine. Constantemente existe una antesala en lo que vamos a ver y habrá que practicar lo que señala la canción de Jorge Drexler: “amar la trama (más) o igual que el desenlace”.

Completando el lío, los directores de estas experiencias (Christenfeld y Leavitt) especulan con que saber el final podría incluso aumentar la tensión narrativa: “conocer el final de Edipo , por ejemplo, puede aumentar la tensión placentera dada por la disparidad de conocimiento entre el lector omnisciente y el personaje marchando hacia su destino”. Dicho de otra forma, nosotros sabemos la resolución de la tragedia griega, pero el personaje no, por lo tanto, la incertidumbre irá en aumento y la emoción del relato estará puesta en cómo el personaje llega a ese final.

Uno de los directores que al parecer está de acuerdo con estos científicos es el maestro del suspenso Alfred Hitchcock. Aun cuando este género sea el que más necesite salvaguardar los datos claves de una historia, el director decía lo siguiente sobre su creación en una entrevista con François Truffaut (que se encuentra en el libro El cine según Hitchcock): “La diferencia entre el suspense y la sorpresa es muy simple. […] Nosotros estamos hablando, acaso hay una bomba debajo de esta mesa y nuestra conversación es muy anodina, no sucede nada especial y de repente: bum, explosión. […] Examinemos ahora el suspense. La bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe, probablemente porque ha visto que el anarquista la ponía. El público sabe que la bomba estallará a la una y sabe que es la una menos cuarto (hay un reloj en el decorado); la misma conversación anodina se vuelve de repente muy interesante porque el público participa en la escena. […] En el primer caso, se han ofrecido al público quince segundos de sorpresa en el momento de la explosión. En el segundo caso, le hemos ofrecido quince minutos de suspense”. Con este ejemplo ilustrativo, el gran Hitchcock expone al director francés cuán natural es hacer del lenguaje cinematográfico una herramienta para transmitir emociones, mediante el cambio de un pequeño detalle. En este caso ese pequeño “pormenor” parece una maniobra que se asemeja a un spoiler, donde un punto de giro es revelado anticipadamente para aumentar la tensión.

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