¡Ya existían en esos momentos “listas de espera”…!
La donación de órganos no obstante no era por aquella época un procedimiento muy habitual, sino más bien algo excepcional y aún muy discutido desde lo jurídico y diría también que desde lo filosófico y lo religioso.
Sin embargo, pese a sus cuestionamientos era ya un procedimiento legal y en este caso tuvimos cierta tranquilidad en relación con cómo había sucedido el hecho.
Se había producido en un accidente doméstico, la caída por una escalera, justamente, como consecuencia de ese aneurisma y la circunstancia de que los padres de aquella jovencita coincidieran con el consentimiento que debía brindar exclusivamente el esposo, quien además cumplía con los deseos de ella, que alguna vez les hubiera transmitido a todos, esa circunstancia nos ofreció un marco de cierto sosiego.
Por otra parte, tomamos conciencia de que además el joven estaba apoyado en la decisión que había tomado por sus progenitores, y todo ello nos brindó la certidumbre de que no estábamos en presencia del encubrimiento de una muerte violenta, dolosa o culposa, sino ante una verdadera tragedia familiar.
Diría que la Secretaría se transformó desde ese mediodía, lentamente y hasta el anochecer, en una sala de velatorio, en cuyo espacio, cruzado por el dolor, había personas presentes y también otras personas ausentes, por qué no decirlo.
Fue un lugar de acompañamiento íntimo, irremediable y fatal, que culminó ese día, luego de labrarse todas las actuaciones que correspondían en presencia del esposo, la psicóloga del INCUCAI, los padres de la joven y otros familiares más, en el Hospital Fernández, en la entonces Capital Federal.
Allí, en la guardia, me estaban esperando los médicos, y entregué personalmente la autorización judicial para la realización de los procedimientos que se habrían de practicar, es decir, la ablación de órganos y, al propio tiempo, su implante en pacientes receptores de estos, en uno o varios quirófanos ya preparados especialmente, en el que aguardaban los cirujanos, instrumentadores quirúrgicos y otros colaboradores.
En ese momento tenía 30 años de edad, era muy joven en años y en apariencia aún más. Recuerdo que los médicos del Hospital Fernández que me recibieron me invitaron a presenciar alguna de esas intervenciones quirúrgicas que realizarían, ellos también corrían contra el tiempo y, al escucharlos, el susto invadió mi persona, por supuesto rechacé ese ofrecimiento y raudamente me fui en mi autito, con la pavura a cuestas, y en soledad.
Toda la experiencia vivida había sido muy fuerte e intenté esa noche refugiarme y encontrar consuelo, en un lugar amigo.
Fue en vano, no alcanzó la calidad ni calidez de los dueños de casa –Beatriz y Hugo– para que yo pudiera atajar los sablazos que aquella noche recibí. Allí se encontraban reunidos un grupo de personas, algunas de ellas muy soberbias y las palabras de un engreído, que denotó una gran incomprensión e insensibilidad, en relación con lo que lamentablemente comenté que había vivido, quien por cierto apareció ante mis ojos como algo así como un “refrigerador”, ello me obligó nuevamente, a salir despavorida, llorando, huyendo en mi autito para, en definitiva, recluirme como hubiera correspondido haberlo hecho de inicio, en mi casa, aunque fuese sola y con el corazón partido.
Nuestra intervención en aquel caso para mí –aunque necesaria– fue horrible y resultó ser otra de las experiencias que me marcaron en el ejercicio profesional, por la precisión con la que tuvimos que confeccionar la documentación que debimos realizar, junto a mis fieles colaboradoras Haydeé y Graciela y por lo que, obviamente, subyacía en ese papeleo.
Por cierto hoy, no recuerdo exactamente qué órganos fueron donados además del corazón, y nuevamente me reservo otros detalles de aquel acontecer, que conmovieron diría que hasta el infinito mi sensibilidad, ya que algunas personas tuvieron el tupé, desde la ignorancia o desde la soberbia –en realidad no lo sé–, o desde la ausencia –tampoco lo sé, exactamente–, de poner en cuestionamiento el contenido de aquella ley, sobre la base para mí de sus convicciones cortas.
Ese día, con mis amigas Graciela y Haydeé estuvimos transitando durante diez horas un difícil sendero, el de la muerte cerebral , un certificado que acreditaba el inicio del proceso de la muerte y también por qué no mencionarlo, el de la esperanza de la prórroga de la vida o de la calidad de vida de una o más personas –como las dos caras de una misma moneda– y por supuesto agradezco a ellas dos aquel “predestinado acompañamiento”.
Y digo esto porque tal vez no haya sido casual habernos encontrado “de guardia”, juntas, ese sábado de turno, en la Secretaría nro. 3 del Juzgado en lo Penal nro. 2, sito en la calle Bartolomé Mitre al 900 de Morón, cuando en aquel nosocomio de la Capital Federal se sucedían aquellos tremendos hechos.
Las vueltas o, mejor dicho, el camino de la vida me cruzó nuevamente con aquel profesor, el Dr. Manuel García Reynoso, que me había enseñado y anoticiado de la existencia de la Ley de Trasplantes, y ese cruce ocurrió siendo ambos jueces de cámara, en los Encuentros anuales que reunían a todos los que nos desempeñábamos en los Tribunales Orales Criminales de la justicia nacional y federal de todo el país, cuando comenzaron a funcionar esos tribunales orales en 1993 y allí iniciamos con Manolo una hermosa amistad, en la que el relato de ese suceso, por supuesto, se hizo un lugar, oportunidad en la que le agradecí sus claros conceptos.
Vaya este relato y sin más correcciones en homenaje a Manolo García Reynoso, primero mi profesor y luego mi entrañable colega y amigo que falleció el 26 de junio de 2019, y acompaño aquí una foto que nos sacaron en uno de los Encuentros que mencioné, en Bariloche.
Acompaño además otra foto informal junto a mis amigas luchadoras: Haydeé y Graciela.
Han transcurrido muchos años, ha habido nuevas leyes vinculadas al trasplante de órganos…, la última nro. 24. 447, sancionada el 26 de julio de 2018, reglamentada el 7 de enero de 2019, se la llama Ley Justina por Justina Lo Cane que falleció el 22 de noviembre de 2017 esperando un trasplante de corazón. ¡Este es mi humilde homenaje a aquella niña!
Pero hay más...
Dije al inicio de este relato que, en aquella película de Pedro Almodóvar, Todo sobre mi madre , que luego supe que ganó el Oscar a la mejor película extranjera, hubo otro tema que me atrapó, y este fue aquel monólogo improvisado del personaje de “Agrado”, que hacía la actriz española Antonia San Juan.
En una escena que protagonizó, explicaba al público del teatro, en el que resultaba asistente de las actrices estelares, que esa noche no podría verse la función por razones de fuerza mayor y que quien quisiera podía retirarse y se le devolvería el precio de la entrada o permanecer allí y escucharla, ya que ella hablaría de sí misma y haría una improvisación.
Y al cabo de unos momentos, en que se terminó el movimiento de aquellos que optaron por retirarse de la sala, Agrado comenzó a decir que se llamaba así, porque siempre quiso agradar a los demás, que se había rasgado los ojos, colocado prótesis de siliconas en las mamas, se había levantado los pómulos, etc., para ser una mujer más linda y precisaba, graciosamente, las cantidades de dinero que había gastado en aquellas operaciones, todo esto de un modo muy simpático y risueño, escuchándose de fondo, que el público reía a carcajadas durante aquella fabulosa para mí interpretación y la cámara además había registrado los gestos de algunos rostros de los integrantes del público.
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