María Lucía Cassain - El libro de Lucía II Bajada

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Este segundo libro de Lucía tuvo nuevamente un algo geminiano, empecé o mejor dicho seguí escribiendo por placer y luego empecé a pensar que debía seguir haciéndolo, por las dudas. Tal vez podría gustar el primero y si fuera así me pregunté ¿no tendría algo más que ofrecer si me lo requirieran? Entonces aquí van otros relatos, algunos son homenajes a personas importantes de mi vida, íntimos, cariñosos, otros pretenden transmitir puntos de vista, pueden ser graciosos y/o pueden considerarse escritos con sarcasmo, superficiales ¿por qué no?
Nuevamente en ninguno de esos relatos lo digo todo y me empeño en que los casos judiciales más crueles sean cortos, porque no es mi intención provocar una gran tristeza en quien lea este libro, extendiéndome en detalles escabrosos –que los hay– sino más bien, que se pueda asomar cada uno a ver cosas que le han ocurrido a otras personas sin sumergirse demasiado en lo que, en muchas ocasiones, resulta hasta inhumano.

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Este diagnóstico era el resultado de aquellos procedimientos específicos que se exigían para poder extenderse el certificado de fallecimiento del dador, a los efectos de la ley, juicio que debía realizar un equipo médico integrado por un médico clínico, un cardiólogo y un neurólogo o neurocirujano, quienes establecían el cese total e irreversible de las funciones cerebrales y que por cierto, esos profesionales no podían integrar el equipo que posteriormente podía llegar a intervenir en la ablación o el o los implantes.

El art. 21 de la ley y el art. 21 del decreto reglamentario establecían la comprobación de los signos y de las pruebas que debían realizarse de modo minucioso para garantizar el derecho a la vida del dador, y la documentación que debía labrarse, con la firma de los profesionales intervinientes y familiares presentes.

Para decirlo de una manera distinta, ese certificado era la confirmación del “no retorno” y podría decirse, aun de otro modo, del “no regreso” de la persona a su conciencia y a la vida normal, inexorablemente.

Era como algo muy fuerte para mi sensibilidad, el cerebro fue un tema que me atrajo desde el cuarto año de la escuela secundaria y su funcionamiento me interesó desde mi primera y hasta ahora única juventud.

Recuerdo incluso haber conversado este tema con el Dr. Federico Nieva Woodgate cuando se desempeñaba como fiscal de Cámaras de Morón, porque era un hombre con quien podía hacerlo, sea por su seriedad, sea por sus amplios conocimientos científicos, médicos y jurídicos, sea por la confianza que me inspiraba.

Humildemente, esto de sobrevivir en estado vegetativo o artificial no lo sentía, personalmente, como algo que pudiera considerarlo digno para mi propia vida, sino al contrario, totalmente opuesto al valor que para mí representaba en aquel tiempo y aún en el presente la libertad y las tomas de decisiones, en todos los aspectos de la vida.

No se me escapa que otras personas puedan tener otras concepciones contrarias absolutamente a la mía, y en ese sentido siempre voy a considerarlas muy respetuosamente, ya que considero que esas otras miradas, y así lo creo, pueden, las más de las veces, estar inspiradas en el amor y en concepciones espirituales distintas a las mías y lo contrario justamente sería no aceptar la libertad de los demás.

Mientras escribo estas líneas viene a mí el recuerdo de otra película en la que ocurría un accidente en el tránsito y la víctima, que resultó al igual que en el film de Almodóvar un joven, había resultado en ella atropellado también por un vehículo. Ese joven era protagonizado por el actor Darío Grandinetti, el médico que lo atendía en el hospital público al que había sido trasladado herido fue interpretado por el actor Luis Brandoni y, la enfermera asistente, su maravillosa colaboradora, era protagonizada por la actriz uruguaya China Zorrilla.

Recuerdo una escena, en que conversaban en presencia del paciente. En esa ocasión, era como que se daba por cierto que el joven moriría y en esa cuasiagonía Grandinetti movió su mano o rozó la del médico o de la enfermera apoyada en la camilla, no lo sé bien, tal vez estuviera presente alguna otra persona como el camillero y, sea quien fuere, quien percibió ese movimiento se sorprendió, alcanzó ese gesto para conmoverlos y alertar a todos. Se dieron cuenta de que el paciente los estaba escuchando y que, con ese casi imperceptible y diría que intencional gesto expresaba que estaba allí y que quería vivir.

El azar hizo que ese sutil movimiento del joven rozara a un otro u otra y ello alcanzó para su salvación. ¡¡¡Ese joven vivió!!!

Fue esta una de esas películas que me resultaron inolvidables, porque veía en ella cómo la vida y la muerte se debatían dentro de la cotidianeidad entre aquel médico y la enfermera, dos buenas personas que hacían en este país lo que podían con sus vidas privadas y con la profesión, dentro de la estrechez de ese hospital público, precario en cuanto a los elementos disponibles y grandioso desde el punto de vista del factor humano.

La realidad no ha cambiado aún y hoy, en este febrero de 2021, luego de releer el relato anterior al que había dejado descansar, como algo mágico me sucedió que recordé el nombre de esta película a la que estaba haciendo referencia fue Darse cuenta y entonces rápidamente me sumergí en Google y allí estaba, como esperándome la información acerca de ese film, comprobando así que su director fue Alejandro Doria, quien casualmente vivió en el edificio en el que yo habito, mencionándose además que la canción del film había sido “La maza”, justamente la de otro de mis admirados de siempre, Silvio Rodríguez, cuyas canciones y las de Pablo Milanés me acompañan amorosamente desde un casete y desde hacía muchísimo tiempo, tantas y repetidas veces.

Digresiones aparte y volviendo al relato, en esos cabildeos estaba cuando un tiempo después de aquella importante clase, que sobre la Ley de trasplantes dio el Dr. García Reynoso, en la licenciatura en Criminología de la Facultad de Derecho, la vida judicial en Morón me colocó en la fuerte situación de tener que afrontar un episodio vinculado a esa muerte, y preparar la documentación correspondiente para que sean llevadas a cabo ablaciones y trasplantes de órganos.

Fue un sábado a la mañana, en que siendo la titular de la Secretaría nro. 3 del Juzgado en lo Penal 2, estaba de turno, y en esa oportunidad en que nos hallamos como “de guardia” con mi amiga Haydeé Tudisco, que en ese momento era auxiliar y con Graciela de Palo, que era oficial 5. to, esta última y yo decidimos ir a comprar unas “cositas” al centro comercial de Morón. Aclaro que en esos momentos no existían los teléfonos móviles.

Por cierto, mirando las vidrieras tardamos un rato en regresar y cuando lo hicimos, la Negra Haydeé, nuestra amiga y auxiliar, estaba como loca. Es que nos contaba, apabullada, que sonaban al unísono los teléfonos de los despachos del juez y el de la Secretaría. Esos llamados provenían desde una comisaría y desde un hospital, por un hecho de suma gravedad y las comunicaciones eran, como no podían ser de otra manera, insistentes y agitadas.

Se había impuesto en nuestras nóveles vidas ese sábado una carrera contra el tiempo y el destino sin que lo supiéramos.

Habían llamado a la Secretaría por teléfonos fijos, desde aquellos lugares, la comisaría y el hospital, comunicando la “certificación del fallecimiento” de una chica, muy joven, recién casada, que tuvo un aneurisma cerebral y que, ante ese cuadro, que el equipo médico calificó como “irreversible”, su también muy joven esposo autorizaba la donación de sus órganos. A estos llamados se agregaron los que con la premura del caso realizó el director del INCUCAI.

A escasos minutos de llegar a mi despacho, tuve arriba de mi escritorio las actas que se habían labrado en el hospital, al rato recibí en él al joven viudo que autorizaba la donación, a nosotras se nos partió el alma.

Recuerdo que estaba apoyado por su entorno familiar más íntimo, el propio y el de su esposa, y por supuesto venía junto a ellos el oficial de policía que había estado tramitando las actuaciones en la Comisaría.

Concurrieron a la Secretaría, además, todos ellos junto a la psicóloga del INCUCAI, que ya había sido previamente convocada desde el hospital y aun antes de que en el Juzgado nosotras tuviéramos noticia de los hechos. Ella había estado trabajando el tema de la decisión con aquella familia, que estaba sumida en una inconmensurable angustia.

La psicóloga me pareció una profesional fuerte y decidida y también cálida en su manera de expresarse, condiciones especiales por cierto, porque ella fue la encargada de llevar a cabo las conversaciones con los familiares de aquella joven, y al propio tiempo fue quien junto al personal policial nos proporcionó a nosotras toda la documentación que debía suscribirse para las presentaciones ante el INCUCAI, ya que este instituto además debía realizar otras diligencias por su parte, para poder coordinar todas las actividades médicas que se iban a desplegar, a partir de este suceso.

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