¡¡¡Pobre Lucía!!!, pensaba yo.
Continuando con su relato mi madre me dijo que una tarde ambas hermanas se encontraron, de modo casual en el patio trasero de los fondos que compartían y la hermana de Lucía –de la que nunca supe el nombre– observó que ella estaba parada frente a la jaula de los pájaros y manipulaba en sus manos una sustancia, lo que le llamó la atención, y al preguntarle qué estaba haciendo allí, Lucía le manifestó que acababa de darles de comer a los pájaros, a modo de justificación.
Esa noche los hombres –o sea sus maridos– por cuestiones de trabajo no regresarían a sus domicilios, y Lucía le pidió a su hermana ir a dormir a su casa, y ya entrada la noche cuando concurrió al domicilio de aquella al verla llegar, su hermana se impresionó, porque Lucía se había puesto un camisón largo que le resultó horrible y se lo recriminó, era parecido a una mortaja.
Ambas hermanas se acostaron a dormir y a la mañana siguiente, Lucía yacía muerta en la cama de su hermana.
Luego se determinó que Lucía había tomado veneno, aquella sustancia que su hermana vio que manipulaba junto a la pajarera.
Lo cierto fue que Lucía dejó tres cartas. Una para su hermana a la que le pedía perdón por los horribles momentos que le haría pasar.
Otra, dirigida a mi mamá, su ahijada, que en ese tiempo estaba pupila en el Colegio Nuestra Señora del Huerto, ubicado en Pergamino, de religiosas que eran de media clausura. Mi mamá no me refirió el contenido de aquella. Es más, creo que ella nunca la leyó. Su padre, es decir, mi abuelo Manuel, no se la entregó, supongo que no lo hizo porque mi mamá tenía apenas 16 años, solo le dijo que era una carta de despedida.
La tercera carta fue la dirigida a su marido y la dejé para el final a propósito, ya que trascendió que en ella Lucía le vaticinó que no volvería a dormir jamás y ello resultó una predicción implacable.
Aquel hombre de campo enorme, corpulento, entró en una gran crisis, a tal punto que, en lo sucesivo, sus días transcurrían de un modo angustiante y en las noches no podía siquiera apagar la luz. Dijeron en el pueblo que comenzó como a consumirse y no pudo más con su vida y como al año falleció. Tampoco mi madre supo explicarme por qué…
Después de escuchar esta terrible historia, en la que mi madre dejó rondando la idea de que habría sido posible que el marido de Lucía tuviera algo que ver con la confección de esos mensajes maliciosos, sentí mucha bronca, creo que esa revelación no fue lo mejor que pudo haberme contado mi mamá a tan temprana edad, para decirme por qué llevaba el nombre de su madrina. Me pareció uno de esos cuentos de terror, de Edgar Allan Poe que había leído alguna vez, y que me causaron tanto miedo.
En aquel momento todo lo interpreté mal, sentí que al llamarme por el nombre Lucía me había trasmitido un gran pesar, el de una mujer que había optado por quitarse la vida, pero más tarde, con el correr de los años, la madurez y el análisis, como lo anticipé, la rabia se me pasó, se transformó en comprensión, hacia mi mamá y hacia su madrina.
Sentí además mucha pena de que las mujeres, en la época en que ocurrieron estos hechos, no contaran con la información y los recursos que sí comenzamos a tener nosotras, las de mi generación, que pudimos ir asimilando y aplicando los conocimientos adquiridos, aun pese a las corrientes que pretendieron mantenernos en situación de subordinación.
Hoy, estoy orgullosa de llamarme Lucía, pensando que ello en definitiva resultó un homenaje “al fin de cuentas”, que tal vez le hizo mi madre a quien recordaba como su alegre madrina.
Por cierto siempre me encontré muy alejada de la idea del suicidio.
El optimismo forma parte de mi ser, y si bien he vivido momentos de profundo y agudo dolor, ese sentimiento cesó luego de un tiempo, en que la quietud y la introspección retrocedieron, dando paso a la llegada del ave fénix que me permitió siempre resurgir, y como no puedo dejar de lado el humor también pensé, menos mal que me llamaron María Lucía y no me pusieron los nombres Celeste y Blanca porque si no, por haber nacido el 20 de junio, el Día de la Bandera, en la escuela mi sobrenombre hubiera sido “Belgrano” o “banderita”. ¡¡¡Ja, ja, ja…!!!
Para muchos Lucía es el nombre de Santa Lucía, “la iluminada por Dios”, para otros fue la ópera Lucía de Lammermoor , y para muchas mujeres fue el nombre de aquella mujer que inspiró la canción que compuso Joan Manuel Serrat y todas las Lucías deseamos haber sido ella.
Por último, alguien dijo: “el nombre somos nosotros mismos en labios de los demás”, y esto me permití transcribirlo porque me resultó encantador.
Aquí va una fotografía de mi mamá Amalia Argentina García.
La muerte cerebral (1982)
El 3 de junio de 2019 estando en Santa Ponsa, en Palma de Mallorca, por casualidad veo en la televisión que están dando aquella película de Almodóvar llamada Todo sobre mi madre , que me gustó muchísimo. No me detuve a verla nuevamente porque ya tenía programada otra actividad y me estaban esperando para salir, pero
ello bastó para que recordara, entre otras cosas, que de ese film extraje algunas situaciones que me llegaron muy especialmente, porque ellas me remontaron a otras que había vivido y así apareció el deseo de escribir sobre ellas.
Una de aquellas escenas resultó la donación de órganos que hizo una madre –papel que protagonizaba la actriz argentina Cecilia Roth–, quien donaba los órganos del cuerpo de su hijo adolescente, que había sufrido un accidente, que me parece que ella misma había presenciado, no lo recuerdo con exactitud. Había ocurrido en la calle, una noche bajo una lluvia intensa, a la salida del teatro cuando aquel jovencito fuera atropellado por un coche, cuando se dirigía afanosamente en la búsqueda de un autógrafo de la actriz principal de la obra.
Si puede hablarse de categorías de muerte, ya que los otros días me sorprendí escuchando a una escritora que se refirió a una muerte, la producida por veneno, calificándola como de medio tono , esta, en mi concepto, podría decirse que se enmarca en una muerte absurda y atroz.
Y me llegó tanto esa situación, justamente porque Cecilia Roth, en aquel personaje que encarnaba en la película, trabajaba en una institución que como centro único coordinaba y fiscalizaba las actividades de donación, ablación y trasplantes de órganos, tareas que en la Argentina realiza el INCUCAI.
Es que la paradoja fue que quien convencía a otras personas de donar los órganos de sus seres queridos, tuviera ella misma que encontrarse haciéndolo, sola, en un momento de su vida respecto de su hijo, su ser más amado. Y no era para menos.
Esta era una de las encerronas para mí, típicas, de las películas de Pedro Almodóvar.
La ablación de órganos y el trasplante o implante de órganos en mi mente ocuparon un lugar preferencial. Lo descubrí en la Facultad de Derecho, en un curso en la licenciatura en Criminología.
El profesor, Dr. Manuel García Reynoso, quien por entonces se desempeñaba como juez penal en San Martín, a quien no conocía, el día que tuve el gusto de hacerlo habló en su clase de ese tema, de la Ley de trasplantes nro. 21541 vigente en el país y de su decreto reglamentario nro. 3011/77 con una profundidad y un tono delicado que me impactaron y debo confesar que el tema en aquel momento me apasionó.
Creo que esto me ocurrió en 1982 y lo tenía tan presente por aquello del diagnóstico correcto que debía realizarse de la “muerte cerebral”.
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