Silvia Sabina Montés - Solo... imagínalo

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Este libro es el fruto de una admirable pasión por las letras que nacieron en las manos de nuestra escritora geselina Silvia; innumerables encuentros con ese amor incondicional por la escritura, inspirados en el natural albergue de un bosque que vio formar palabras en poemas e historias.
Yo, como testigo de su aprendizaje y en la guía de un estilo literario que encontró su cauce, hoy emocionado puedo ver cumplido ese sueño en esta obra de mi querida alumna Silvia; doy gracias a la autora por compartirnos cada uno de sus trabajos publicados, por permitirme decir estas palabras y por esa entrega a esta ciudad de Villa Gesell que coincidimos en sentir.
En cada página, vos lector audaz, encontrarás esa pasión inconfundible; ese amor por la ciudad que cobijó sus escritos y hoy los hace llegar hasta tus manos como una invitación a soñar, a vivir la fantasía y a darte el tiempo, el lugar y el momento, en que su lectura sea el inicio de una aventura hasta el final. Solo… imagínalo.
Angel Borda

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Mi escepticismo ahora tomó otro camino y dejó a su lado las mismas palabras del crómlech: y la ciencia misma aceptará la existencia de Dios.

Clara

La estaba observando.

Mmm, buen cuerpo, intenso, aroma deseable, color vivaz, me hubiera gustado que se sirviese en una copa más alta porque la profundidad hace que el paladar absorba mejor los aromas frutales y secos de este coupage.

Mientras ella hablaba, Luis la miraba, recorriendo en su cuerpo cada palabra que decía.

—Jamás vi tan moza linda, ¡qué lindo que habla! ¿De qué pago viene? –le preguntó a Aníbal, con unos cuantos años más que él, iniciado en el arte de hacer vinos pateros desde su adolescencia, ahora es capataz de la estancia.

—Viene de la ciudad Bella Linda, a 280 km de aquí. Bueno, bueno, andá a la cocina que doña Chola te está llamando.

Clara siguió degustando con su fino paladar los tempranillos de la bodega boutique de don Anselmo, estanciero por herencia, fuerte, inteligente y fiel a su adorada esposa, quien hace años se dedica a la cría de conejos.

Hoy es un día especial porque se realizará una fiesta por el cumpleaños del pueblo. ¡Todos están invitados!

Los preparativos comenzaron hace un par de semanas. Clara fue invitada especialmente para este evento.

—¡Qué moza linda! –repetía Luis, mientras sudaba su cuerpo, hombre de estatura alta como sus principios.

Bajo el cielo amenazante los peones prepararon un gran asado.

—La hora del almuerzo es una plegaria al Tata –decía don Anselmo, quien reunió a todos en ese momento sagrado.

—¿Dónde está, dónde está? –se preguntaba Luis con una voz entrecortada, tratando de que no se entienda lo que pronunciaba.

Y allí la vio, con su sonrisa color miel saboreando unas empanaditas.

“Pa ya voy”, pensó y recorriendo la mesa, ningún lugar encontró para estar cerca de Clara. Igualmente tuvo suerte, había un banco vacío a dos metros y del otro lado.

¡Uy, mamita! Le decía a su corazón que se estaba enamorando. ¡Cómo se le cae el jugo de la empanada cuando la muerde!

Durante todo el almuerzo Luis vibró encadenado por sus pensamientos.

Aníbal de pronto se dio cuenta de lo que estaba pasando.

Unas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre los hombros descubiertos de Clara y Luis pensó: “Esta es mi oportunidad, pa ya voy”. Y fue en busca de una capa que usaban para protegerse de los aguaceros.

Cuando regresó la vio aún sentada, se le había enganchado parte del vestido con un clavo del banco.

Una respiración profunda de alegría se le vino de inmediato.

—Aún está todita pa mí –dijo.

Se acercó y la cubrió con delicadeza, ella aceptó rápidamente su ayuda. El borde del vestido se había roto y, a medida que corrían hacia la casa, se pronunciaba el tajo, descubriendo Luis la piel morena de su pierna derecha.

Clara había llegado a la Argentina cuando era preadolescente. Sus padres eran africanos, de Etiopía. Nació en Adís Adeba, trabajó en Lalibela como guía turística, quiso volver para encontrarse con sus familiares. Luego de un noviazgo frustrado regresó y decidió continuar su vida aquí. Ahora, es la mejor catadora de vinos de Latinoamérica. Su vida es muy agitada y con sus treinta y pico quiere asentarse y formar una familia.

—Sí, don Anselmo, su peón me acompañó hasta aquí con la capa –dijo, mientras Luis quería hablarle y decirle: “Luis me llamo, pa servirle.”

Ella lo miró y le agradeció.

Luis como nunca salió corriendo como liebre, con su rostro de bicho encantado porque ella lo había visto por vez primera.

Aníbal desde el tinglado los estaba observando.

La esposa de don Anselmo invitó a Clara a reunirse con los demás en la sala principal. Y después de beber una caña de azúcar, se fueron a dormir la siesta. Debían descansar ya que esa noche sería muy larga.

Aníbal aprovechó la quietud del viento y de la lluvia para ir a conversar con Luis.

Lo encontró en la caballeriza, cerca de su yegua favorita, a la que había rebautizado con el nombre de Clara.

—Che, amigo, despierta que quiero charlar con vo. Esa linda dama no es pa vo. –Y así de un sopetón se lo dijo.

—No, no me diga eso, no quiero escucharlo, váyase.

Aníbal se fue.

Luis se echó a seguir con su siesta para estar fresquito para el baile de la gran fiesta.

Al rato, un fuerte trueno asustó a los caballos que nerviosos querían salir de allí. Al despertar Luis vio que se estaba incendiando un costado de la caballeriza.

Había sido construida por los abuelos de don Anselmo, pero el tiempo había carcomido los troncos secos y un rayo dejó su huella esa tarde.

Luego de apagar el pequeño incendio, Luis fue a la capilla para conversar con el padre Daniel.

—Padre, ¡ayúdeme! Un rayo puede ser una señal, ¿me está queriendo decir algo? Es que estoy enamorado de la moza más linda que he visto.

El padre Daniel, ya avejentado, casi sin poder hablar, le dijo:

—Cuéntame.

Y para qué, Luis no paró de hablar, con su cuerpo de juventud, sus brazos fortachones, sus ojos ardientes, parecía que la acariciaba y de pronto, algo lo detuvo.

Salió la voz del padre diciendo:

—¡Calma, pero si apenas tienes dieciséis años!

Aquel, como tantos otros

Tras un sosiego aparente

yacía allí, titubeando palabras

enmascaradas de un tono irónico.

Dotado de una gran sensibilidad,

lágrimas embebidas de tristeza

emergían de sus turbulentos ojos.

Su cuerpo inmóvil hacía las veces

de un muro, capaz de no sentir

sus clavadas uñas sobre la piel.

Vio reflejado su rostro en un cristal

roto, que de indefinida forma

se encontraba frente a él.

De pronto, un fuerte temblor

se expandió por su frío cuerpo

dando la bienvenida a la desilusión.

Poco a poco, su alma y cuerpo

constituían caminos adversos

coexistiendo en la penumbra del lugar.

Ya amaneciendo, los rayos del sol

daban vida a aquel violín que ocultaba

la furia y angustia de ese ser exhausto.

Las aves reían al escuchar

aquel que no pudo lograr

ser un famoso artista.

Aquel que recorrió mundos intolerables,

aquel cuyos sentimientos al vuelo iban

y llegaban al sonido de una nota musical.

Ya sus manos caen sobre la arena tibia;

tan solo queda encerrado en su alma

un imponente castillo de ilusiones.

Su violín reclamará a aquellos seres

que no dejaron que aquel bohemio

lograra ser un famoso artista.

Aquel, como tantos otros…

Cuboide

Junto al árbol azul crecía en los primeros días de astroide un singular arbusto rojizo. Con el brillo del Giro, daba en el espacio sinuosos reflejos que se movían rectilíneamente, ofreciendo una atracción inigualable.

El arbusto luego combinó su color con el dorado y esmeralda. Esto comenzó a preocupar a los cuboideanos, era evidente que su naturaleza no existía en este cosmos.

Un sonido que provenía del interior del arbusto era escuchado por algunos que poseían alterada la capacidad de la audición, brindándoles paz, serenidad. Esta cualidad los exaltaba, quedando expectantes por lo sucedido.

Ahora bien y ¿el árbol azul? Semejante a su especie, era imponente. Algunos observaban en su interior cristaloides, cuya orientación de sus ejes coincidían con mapas de sistemas planetarios.

Así, fueron pasando los días de astroide, tras lo absurdo del misterio, se vislumbraba una ley.

Cuando se produjo una simbiosis entre ambos, la mayoría de los habitantes se alejaron. Yo permanecí.

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