Celia Alina Conde - El Fuego dice Maravilla

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El sexo puede ser un lugar de resistencia. La pasividad, una estrategia. Esta es la historia de una chica de catorce años que con una identidad oscurecida y un tatuaje misterioso, decide trabajar de prostituta para escapar de la adicción de su padre y de la miseria que la rodea. Durante los 90's desde los suburbios pobres del sur de Buenos Aires, Mara-villa va a luchar con un poder femenino, con un poder de bruja, para abrirse paso o levantar vuelo.

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Se detuvo agitada. Agudizó el oído para captar si la seguían. Las mangas de la ropa le apretaron los brazos. Como si su cuerpo hubiese crecido y las mangas la ciñeran demasiado. Entre los ladridos sonaron voces y disparos viniendo de la ranchada. Apareció detrás de unos troncos cruzados un niño como de seis años, moreno, con la cara paralizada del terror, que al ver a Mara pegó media vuelta y escapó. Su espalda estaba ensangrentada. Entonces apareció el gran perro que la acechó mostrándole los dientes.

Le tocaron el brazo. Ismael se arrimó para despertarla.

—¿Estás bien?

Recordó la boca caliente del perro, el rancho, la partida, su búsqueda. Apoyó las dos manos en el suelo, respiró y tomó envión para acompañarlos. Los hombres le convidaron mate. La habían abrigado con una frazada. Tambaleó y se afirmó.

—Me llamo Mara, creo que no les dije.

El Sr. Indio hizo un gesto de estar listo. Estaba prolijamente peinado y vestido. Olía a perfume. Confió en él naturalmente. Pensó en la suerte de su padre, y en su figura maltrecha. Un algo se movió en su interior tironeándole el pecho, duro como una cadena que arrastró una sensación oxidada.

Ismael era bastante más alto que Hipólito. Aunque también se arregló para ir al boliche, llevaba una remera negra de Los Redondos, jean y alpargatas. Tarareaba una canción mientras acomodaba cosas en la baulera de la cabina.

—Una tipa rapaz como te gusta a vos, no es sincera pero te gusta oírla... −Cuando se estiró para empujar unos bultos, Mara apreció su cintura flaca, las costillas, y se dejó llevar los ojos por el brillo de la piel en la penumbra. Algo de su mirada quedó adherida al cuerpo del tipo.

Capítulo 11

A veces daba la impresión de ser alguien empequeñecido , débil y desamparado, pero Lucía ya le anticipaba los trucos. Quizá en algún momento lo fue, pero ya no, nunca más. “Sos frágil solo como estrategia para acercarte lo suficiente a tu presa, a tu rival, o a tu objetivo. Sos mi abuela-ninja”, reflexionó mientras caminaba hacia ella. A pesar de su silencio concentrado la abrazó y le dio un beso en la mejilla. Le estaba agradeciendo de antemano que hiciese su plato preferido: varénikes con crema y pastel de manzana. “Será que la comida es una manera de mostrar amor ¿Cuántos sabores habrá en el mundo hechos para acariciar el alma de la gente, para darle ánimo?”, pensó.

El aroma de la canela inundó la gran cocina. Lucía prendió la radio, su abuela frunció un poco el ceño, pero continuó picando albahaca y ajo. Le había dejado claro en varias oportunidades que no le gustaba la música. Carbonizó la piel de un par de morrones y los cortó en tiritas agregándoselas a la salsa. Se permitía variaciones criollas de la receta. En Eslovaquia no se conseguían de ese tamaño y de ese rojo encendido... aunque, si estuvieran allá, por su nieta los hubiera hecho aparecer. Otro truco suyo.

Empezó a sonar “Rhapsody in blue” de George Gershwin. Los dioses las premiaban poniéndoles frutillas en los oídos. La escena de las dos compartiendo ese momento se volvió mágica. Lucía sabía que no era sencillo convencer a María Doholov para sacarle fotos, así que no lo intentó, le bastó registrarla en su mente con el mayor detalle posible y ponerse a bailar. La abuela sonrió contemplando la gracia de Lucía que cada tanto le tironeaba el delantal. Pasó algo más de una hora y cenaron.

Antes de acostarse miró un poco Tato Bores. Le gustaban esos monólogos vertiginosos, aunque no los entendía completamente. Con el investigador de un futuro ruinoso de la Argentina se reía fuerte.

A María la llamaron de la casa de al lado. Tardó un rato en volver. Cuando lo hizo, guardó el centímetro en el costurero y le contó que el hijo mayor de la vecina estaba descompuesto. Le curó el empacho y el mal de ojo. Ezequiel. Ese buen partido. Su defecto principal: querer una buena chica... para Lucía “esto-recién-empieza”, ser una buena chica no era suficiente. Resultado: escuchar sin escuchar evitando que la abuela se diera cuenta.

En el hermoso sillón verde ojeó una National Geographic , casualmente del año de su nacimiento, 1975. Las coleccionaban. Leyó de la editorial: “Seguiremos viajando por el mundo libre de ideologías”... Se preguntó qué podía significar aquella frase. “¿Por qué alguien consideraría valioso ir libre de ideologías? ¿Es posible sacárselas de encima, de adentro? ¿Una idea, un conjunto de ideas, una compleja red de ideas sobre la sociedad, es una ideología? ¿Desde cuándo? ¿Dónde se guarda?... Uff... una más ¿Qué consecuencias traería extirpar a alguien SU ideología?” Ese órgano. La frase seguramente se refería al orden político del mundo, peor. La cosa se complicaba más. En fin, aceptaba ir con una especie de pesado edificio inmaterial en su cabeza.

Recordó una frase de su tía Ana (verde, sencilla y paradojal): “Hay que saber andar perdida”. Fue a buscar El segundo sexo al escritorio que se armaba en la Singer. Le costó un minuto dar con la página 241: “Hallar las respuestas dejando que solas encuentren las salidas del laberinto. Por eso hay que saber andar perdida”. Su papá en negro escribió en el margen de la página siguiente: “Futuro poblado de tinieblas, de oscuras buenas intenciones”. Abajo, Alejandra en rojo agregaba: “La oscuridad tiene que ver con una concepción equivocada, como mínimo retrógrada del sexo... ¿Es posible vivir la sexualidad de manera menos negativa? Es posible”.

Sonrió satisfecha, su mente tenía qué pensar.

Cepilló sus dientes imaginando que cada una lleva su propio edificio invisible sobre la cabeza. El de ella era una mezcla de una construcción viejísima con formas muy nuevas y pesaba.

Se fue a dormir y al pasar miró a su abuela peinarse tranquilamente frente al espejo sus cuarenta centímetros de pelo plateado. Reconoció el tatuaje en su espalda del que solo se veía una porción de cabeza y de ala. Fantaseó con el aspecto que tendría la torre en el cráneo de María.

Ya metida en la cama tuvo que moverse con frenesí para calentar las sábanas. Escuchó casi dormida el rumor de los árboles que susurraban algo de “prepararse”.

Capítulo 12

Los acompañaba algo retrasada. Varias veces se detuvieron para dejarla recuperarse. Continuaron avanzando en silencio por la vereda poco iluminada hasta que el Indio se puso a hablar de lo pintón que se veía con esas pilchas, Ismael se reía con ganas. En adelante intercambiaron una serie de comentarios criticándose mutuamente. Mara recordaría la situación con cariño cuando ya no fuese la misma.

Tomando la tercera esquina, a mitad de cuadra, le señalaron el primer local. Se lo distinguía de los otros frentes por una lamparita roja que iluminaba una de las angostas y desgastadas puertas. Los tres entraron siguiendo a la enorme morocha que les abrió. Los condujo por un extenso pasillo atravesando un patio, al interior del último PH devenido en bailable.

Adentro del departamento estaba casi tan oscuro como la calle, a no ser por los destellos de unas guirnaldas navideñas. Todo el resto del decorado lo constituían unos ramos de flores artificiales a los costados de unos parlantes sobre las paredes, y un espejo manchado con un marco antiguo que contrastaba con las tres mesas y sus sillas de caño. Los manteles de hule floreados reflejaban las luces titilantes. Al fondo del ambiente había una pequeña barra, con otra puerta abierta fuente de una luz más intensa.

Comenzó a escucharse “Quién puede detener la lluvia”. Esperaron a que la mujer trajera una cerveza que podría haber sacado de su escote. De la parte inferior del mostrador, tomó un canastito con maní y lo dejó con la botella. Se quedó muy cerca de Hipólito que arrancó:

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