Mi viaje más prolongado fue cuando recibí el premio Villa Romana, otorgado por Klinger. Parte del premio consistía en una residencia de un año en la Villa. El objetivo de la Asociación era mostrar a los artistas invitados los tesoros artísticos de Florencia y motivarlos en su propio trabajo. A pesar de haber recibido un lindo estudio allí, no trabajé en absoluto. Sin embargo, el arte florentino comenzó a crecer en mí a partir de ese momento. Me llevé a mi segundo hijo, Peter; pronto vino mi marido a visitarme, pero enseguida tuvo que regresar por cuestiones laborales y se llevó al pequeño. Entre tanto había conocido a Stan Harding-Krayl, una inglesa talentosa, casada con el médico alemán residente, Krayl. Ella me invitó a acompañarla a su próximo viaje por toda Italia. Así que caminamos de Florencia a Roma, un trayecto por la Campagna, otro junto al mar. Las tres semanas que duró ese viaje sólo nos cruzamos con italianos. Las personas nos tomaban por peregrinas, nos daban de comer y lo único que pedían a cambio era que cuando llegáramos a San Pedro, rezáramos por ellas. Un atardecer, vimos la ciudad de Pitigliano, edificada –como todas las ciudades en Umbría– de modo tal que, vista de lejos, parece formar parte de la cima de una delgada cadena montañosa. Un solo puente lleva a la ciudad. Lo cruzamos y entramos en ella, una ciudad que, de hecho, casi sólo tiene extensión a lo largo; a lo ancho la atraviesan unos callejones estrechos. Al día siguiente hubo una gran celebración católica. Desde nuestra ventana vimos pasar la procesión y a niños vestidos de ángeles. En la montaña descubrimos las cavernas. Eran cavernas etruscas, y nos contaron que si caminábamos en ellas llegaríamos, en una hora, a un lugar donde todavía se podían ver “trastos viejos”, así se expresaron. Al día siguiente hicimos el trayecto y de verdad nos encontramos con esos “trastos”, eran tantos que, básicamente, pisábamos sobre restos de dioses. Compramos algunos y luego nos los repartimos entre nosotras. De Florencia me llevé algunas cosas a Berlín. Aunque no fuimos a los lugares que yo más quería visitar –Asís, Perugia–, el viaje a pie por Italia dejó en mí una fuerte impresión sobre el país y su pueblo. El 13 de junio de 1907 atravesamos el Puente Milvio y entramos en la Ciudad Eterna, muertas de agotamiento por el excesivo esfuerzo. Un día fuimos por la Vía Apia hasta Rocca di Papa, donde nos esperaba mi hijo mayor, Hans. Llegaba de Berlín, 15 años, orgulloso de la independencia que le había permitido hacer ese largo viaje solo. Tuve la impresión de que en Roma casi no valía la pena ponerse a estudiar sus tesoros artísticos. La riqueza desmedida de su arte antiguo y medieval casi daba miedo. Después de una estadía demasiado corta regresamos Hans y yo en tren a Florencia y de allí a La Spezia. En el mismo minuto en que nuestro tren entraba en La Spezia, entraba uno del norte que traía a mi marido y a Petercito. Nos subimos en un barco y nos dejamos llevar a Fiascherino, una diminuta comunidad de pescadores. Allí vivimos como ellos. Un tiempo después vinieron Stan y su marido y pasamos unas magníficas semanas de vacaciones. Nos prestaron una vieja canoa de pesca. Pasábamos casi todo el día en el agua y en las frescas grutas. Una vez remamos al amanecer hasta Carrara, nos bajamos en las canteras de mármol y no regresamos hasta la noche porque estaba tan tranquila; las estrellas se reflejaban en el mar y de los remos caían brillantes gotas de agua. Aquel verano cumplí 40 años. Morenos y flacos de tanto sol y del mar de Liguria, regresamos por fin a casa.
De diarios y cartas
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