Mi padre había dejado de creer incuestionablemente en mi progreso. Esperaba que mi etapa de formación fuera mucho más corta, ansiaba exposiciones y éxito. Además, como ya mencioné, era muy escéptico sobre el hecho de que yo pudiera unificar dos tareas: la artística y la vida burguesa del matrimonio. Poco antes de casarme me dijo: “Elegiste. Va a ser difícil que puedas hacer convivir el arte con el matrimonio. ¡Que se cumpla lo que elegiste!”. En la primavera de 1890 nos mudamos al norte de Berlín, al piso en que viviríamos los próximos cincuenta años. Mi marido ejercía como médico en una aseguradora, así que no tardó en estar sobrecargado de trabajo. En 1892 tuve mi primer hijo, Hans; en 1896, el segundo, Peter. La vida silenciosa y laboriosa que llevábamos entonces le hizo bien a mi progreso artístico. Mi marido hizo todo lo posible para que yo pudiera trabajar. Los pocos intentos de participar en exposiciones fallaron. En una ocasión se formó una exposición de todos los rechazados, a la que yo pude pertenecer. En ese momento estaba surgiendo el movimiento de los Indépendants al estilo parisino. Ese intento tuvo algo de prensa. Más tarde, Hermann Sandkuhl consiguió que estas exposiciones en la Lehrter Banhof fueran bien vistas también por el público.
En aquella época sucedió algo de peso: el estreno de Los tejedores de Hauptmann en la Freie Bühne. Fue una presentación por la mañana. Ya no recuerdo quién me había conseguido las entradas. Mi marido no pudo asistir por trabajo, pero allí estaba yo, llena de expectativas e interés. La impresión fue enorme. Las mejores actrices actuaban en la obra, y Else Lehmann hacía de la joven tejedora en el último acto. A la noche se celebró una gran reunión donde se proclamó Hauptmann como el líder del los noveles. Este estreno representa un hito en mi trabajo. Dejé de trabajar en el Germinal, que ya tenía avanzado, y comencé a trabajar en Los tejedores . Mis habilidades técnicas en el aguafuerte eran tan limitadas que mis primeros intentos se malograron. Es por eso que las tres primeras láminas de la serie son litografías y recién las tres últimas, Marcha de los tejedores [ Zug de Weber ], Ante la casa del fabricante [ Vor dem Fabrikantenhaus ] y Fin [ Ende ] salieron técnicamente bien. El trabajo en la serie fue difícil y lento. Poco a poco fue tomando forma, y quise dedicarle la serie a mi padre. Quería que comenzara con el poema “Los tejedores” de Heine. Entretanto, mi padre se había enfermado gravemente, y para cuando la exposición se volvió un verdadero éxito, ya no vivía. No obstante, el día que celebramos sus 70 años en nuestra casa de campo, puse en su mesa de cumpleaños Los tejedores terminado. Estaba sumamente contento. Recuerdo cómo andaba por toda la casa buscando a madre para mostrarle lo que Katuschchen había hecho. Murió la primavera del próximo año. Estaba tan decepcionada de no haber podido darle la alegría de la exposición pública que abandoné del todo la exposición. Una buena amiga mía, Anna Plehn, me dijo: “Entonces, déjeme hacer todo a mí”. Ella inscribió la serie, se la envió al jurado, y unas semanas después se la pudo ver en la Lehrter Banhof. Un tiempo después escuché que el comité directivo, al que Menzel pertenecía, había pedido que la pequeña medalla de oro fuera para Los tejedores . El Kaiser se la negó. Pero a partir de eso comencé a ser parte de los artistas de vanguardia. Max Lehrs, el entonces director del Gabinete de grabado y dibujo de Dresde, compró la obra, hizo que allí le dieran una pequeña medalla de oro y hasta el momento es mi trabajo más conocido. El gran éxito me sorprendió, pero ya no fue un peligro. Ese año se formó la Secesión. Me pidieron ser miembro y seguí siéndolo hasta su disolución.
Es oportuno ahora mencionar algunas palabras sobre el sello de artista “social” que a partir de ese momento me acompañó. Es evidente que ya en aquella época mi trabajo estaba marcado por la predisposición –de mi padre, de mi hermano, de la literatura de la época– al socialismo. Pero la verdadera causa por la que elegí representar casi exclusivamente la vida obrera fue porque los motivos que provenían de ese entorno me daban, de forma directa y sin condiciones, lo que yo experimentaba como bello. Para mí, los estibadores de Königsberg eran bellos, los jinkies polacos en sus largas embarcaciones eran bellos, bella era la generosidad de los movimientos populares. Los burgueses no tenían ningún atractivo para mí. Todo lo relacionado con la vida burguesa me parecía pedante. El proletariado, en cambio, tenía más fuerza. Fue sólo más adelante, especialmente a través de mi marido, cuando conocí la tragedia de la existencia proletaria, a mujeres desesperadas que buscaban ayuda en mi marido y de paso en mí, que me sentí conmovida por el destino del proletariado y todas sus consecuencias. Problemas sin solución, como la prostitución o el desempleo, me torturaban e inquietaban, y eran parte de mi apego a representar las clases bajas. Representarlas una y otra vez me abrió una válvula de escape o una posibilidad de soportar la vida. Es posible que esta inclinación tuviera que ver también con la gran afinidad de temperamento que tenía con mi padre. A veces me decía: “¿También hay cosas alegres en la vida, por qué sólo mostrás su lado oscuro?”. No tenía respuesta. Supongo que simplemente no me interesaba. Al principio, cuando me sentí atraída por la representación de la vida del proletariado, no fue la compasión lo que me atrajo, sino simplemente su belleza. Como Zola, una vez dijo: “ Le beau c´est le laid ”.
Con el éxito de Los tejedores recibí una invitación de la Escuela de mujeres artistas para dar clases de Grabado y Dibujo con modelo. La directora de la Escuela era la señorita Hönerbach y entre los profesores estaban, entre otros, Martin Brandenburg y Hans Baluschek.
Los años que transcurrieron entre mis 30 y 40 fueron, en todo sentido, muy felices. Teníamos todo lo que necesitábamos para vivir, los chicos crecían saludables, viajábamos. En esos años, visité dos veces París. La primera vez nos invitaron Lily y Heinrich Braun y fueron unos pocos días, la segunda fue una estadía más larga. París me encantó. Por la mañana cursaba Escultura en la Académie Julian. Quería aprender los rudimentos de la escultura. Todas las tardes y las noches las pasaba en los museos de la ciudad que me fascinaban, en los sótanos y alrededor de las plazas o en los salones de baile en Montmartre o en el Bal Bullier. Cenábamos en alguno de esos locales del Boulevard Montparnasse, donde los artistas en masa se sentaban según su nacionalidad. El marchante de arte Otto Ackermann, casado con Slavona, me mostró galerías privadas. Conocí a una rusa, Kalmikoff; a los filósofos Simmel y Groethuysen, que en esa época vivían en París; al escritor Hermann Uhde. Dos veces visité a Rodin. La primera vez en la Rue de l´Université, en su estudio de trabajo. Luego nos invitó a Sophie Wolf y a mí a Meudon. Nunca olvidaré esa visita. Rodin estaba muy ocupado con tantos visitantes, pero nos invitó a que miráramos todo lo que quisiéramos de su estudio. En medio de unas esculturas grandes, se elevaba el imponente Balzac. En vitrinas tenía pequeños bocetos en yeso. Toda su obra estaba a la vista, y el maestro en persona estaba presente. También visité el estudio de Steinlen, un dibujante de la L’Assiette au Beurre ; él fue también inolvidable, con su típico aspecto parisino, siempre sacando tabaco para liar de esos pantalones con amplios bolsillos, su mujer, sus alegres hijos. De los artistas más jóvenes conocí a Ackermann Hötger, por entonces aún desconocido.
Había dejado el viaje a Bruselas para el final, quería visitar al ya anciano Meunier. Lastimosamente no pude. París me retuvo hasta la última noche. Meunier murió y no llegué a conocerlo.
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