Käthe Kollwitz - Dame la libertad para poner un fin

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Dame la libertad para poner un fin. De diarios y cartas es un documento vivo impactante que recoge reflexiones, sentimientos y recuerdos que abarcan tres imperios alemanes y dos guerras mundiales. Leemos sobre el miedo de una madre por su familia, sobre las dudas y frustraciones del trabajo artístico, sobre su biografía política –que va desde la convicción revolucionaria hasta la distancia crítica–, sobre el amor, el tiempo y la muerte. Sus experiencias personales se fusionan, en este libro, con una intensidad única. Durante la República de Weimar, diseñó pancartas y folletos por la causa socialista. La muerte de su hijo en la guerra y las dificultades políticas de la posguerra no detuvieron su afán artístico; de hecho, su dolor y sus dudas sobre la calidad de su obra alimentaron su creatividad. A partir de 1914 y hasta 1932, trabajó en un monumento para el cementerio belga donde estaba enterrado su hijo. Más que una instalación con esculturas, se trata de un testimonio de dolor y de una búsqueda artística imperiosa. Cuando los nacionalsocialistas llegaron al poder la expulsaron de la Academia de Arte prusiana, donde dictaba clases, y desde 1935 tuvo prohibido exponer. Käthe Kollwitz siguió trabajando en silencio, siempre con la porfía de quien tiene algo que decir. Murió en 1945, tres semanas antes del final de la guerra. Se trata, sobre todo, de un testimonio que cala hondo. Al final del recorrido, el lector se sentirá parte de la vida de Kollwitz por la intimidad de la que ha sido testigo. Sus palabras tienen un valor atemporal y no solo por eso es que son particularmente valiosas: nos demuestran que, a pesar de todo, la esperanza nunca es vana, ni siquiera en los momentos más oscuros.

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Rupp exponía su sistema filosófico-religioso en las reuniones de los domingos. En las nocturnas de los jueves, en las que se trataban temas más generales, se discutían temas éticos y se hablaba de los Evangelios. Rupp casi siempre se refería al Evangelio de Mateo. Los milagros los explicaba racionalmente, no los mencionaba como tal. Los fragmentos de los cuatro Evangelios que los niños de la Iglesia Libre teníamos eran, por decirlo así, pura teoría moral, tal como Rupp pensaba que Jesús la había revelado al mundo. Más tarde me arrepentí de no haber sido lo suficientemente madura para aquella clase. Seguro le debo mucho, pero me sentí aliviada cuando mi padre se hizo cargo de las clases de religión. Padre se adaptaba más a los niños promedio y enseñaba una ética sencilla. Más adelante, él mismo me confirmó.

La abuela, en comparación con el abuelo, era pequeña como todos sus hermanos Schiller. Siempre llevaba una cofia con listones lila claro. Tenía un rostro bueno y amigable. Su temperamento era completamente distinto al del abuelo. Él estaba “sobre” las cosas y lo que el día trajera. La abuela estaba “en” ellas. La tía Bennina heredó su espíritu apasionado; Julie quizá también algo, pero en otra constelación.

La mayor de los hermanos Rupp era mi madre, parecida al abuelo en cuerpo, postura espiritual, temperamento…

Tenía 17 años cuando madre decidió visitar un balneario en Engadina para recuperarse físicamente. La acompañamos padre, Lise y yo. El viaje, además de restaurar las fuerzas de ella, tenía como objetivo que las dos conociéramos Berlín y, sobre todo, Múnich. En Berlín tuvimos la oportunidad de conocer al joven Gerhart Hauptmann. Vivía en Erkner, era vecino de mi hermana mayor, la joven señora Hofferichter. Hofferichter y Hauptmann se conocieron porque viajaban a Berlín en el mismo tren. Se hicieron amigos. Y es así como Lise y yo tuvimos contacto directo con Hauptmann. Todavía no era famoso, recién había escrito el Promethidenlos . Su casa en Erkner estaba en medio de un gran jardín. Recuerdo que estábamos sentados ceremoniosamente en una habitación grande no muy lejos del jardín, él, su mujer, el pintor Hugo Ernst Schmidt, Arno Holz y mi hermano Konrad. Esa tarde ejerció una influencia permanente en nosotros. En la habitación había una mesa larga llena de rosas. Todos llevábamos coronas de rosas. Tomamos vino, Hauptmann leyó del Julio César . En nuestra juventud, todos nos sentíamos fascinados. Fue un preludio maravilloso a la vida que poco a poco, pero inconteniblemente, se me abría.

Después de Berlín nos quedamos al menos una semana en Múnich. En la pinacoteca pude ver a los maestros que, luego, tendrían en mí tanta repercusión, pero, sobre todo, al más decisivo: Rubens. Rubens me arrebató. ¡Y todo lo que Múnich tenía de Rubens! Amberes tiene una iglesia completa con Rubens. En esa época llevaba conmigo un Goethe de bolsillo. Cuando me sentía como poseída, escribía en los bordes de las hojas: ¡Rubens! ¡Rubens! ¡Los primeros poemas de Goethe! “El templo me ha sido erigido...”. Goethe, Rubens y mi sentir siempre fueron uno.

De Múnich subimos las montañas hasta llegar a Engadina. Sólo había vagones postales. Tenían en el techo, atrás, dos asientos. Madre pidió esos puestos para nosotras, mientras que ella se sentó abajo, adelante. Fue sublime. Allí arriba gritamos y cantamos todo el camino. Madre recién tenía 47 años, estaba tan hermosa y tan contenta. En St. Moritz nos encontramos con Konrad, que venía de Londres. Marx había muerto y él era asiduo del viejo Engels. Estuvimos poco tiempo juntos y le insistimos a nuestra madre para que bajara con nosotros a Italia desde el Puerto de Maloja. Ella se mantuvo firme con la idea de regresar con nuestro padre. Así que nos fuimos al Puerto en un pequeño tren y también nos sentamos arriba para cantar.

Mi hermano Konrad vivía y estudiaba en Berlín. Llegué a la ciudad con 17 años, me hospedé en una pensión y asistí un tiempo a la Escuela de mujeres artistas [ Künstlerinnenschule ] con Stauffer-Bern como profesor. Su clase fue muy importante para mi desarrollo artístico. Yo quería pintar, pero él siempre me hacía volver al dibujo. Había visto mis dibujos de Königsberg, los que estaban inspirados en poemas, como por ejemplo, “Los emigrantes” de Freiligrath, y me habló por primera vez de Max Klinger, un amigo suyo que yo aún no conocía como artista. La serie “Una vida” [ Ein Leben ] la vi en Berlín, en una exposición donde los cuadros estaban mal colgados. Fue lo primero que vi de él y me impresionó enormemente.

Stauffer-Bern tenía interés en mi trabajo y quería ayudarme a convencer a mi padre para que el siguiente invierno volviera a la Escuela. No fue posible, por suerte. Ese invierno él estuvo en Italia, donde falleció. Así que en ese momento me quedé en Königsberg…

A mis 17 años ya me había comprometido con el aún estudiante de Medicina Karl Kollwitz. Mi padre vio que sus planes conmigo estaban en peligro, y en 1889, volvió a enviarme de viaje, esta vez no a Berlín, sino a Múnich.

En Múnich vivía en la Georgstrasse, cerca de la Academia de Bellas Artes, y asistí a la Escuela de artistas. Volví a tener suerte con mi maestro, Ludwig Herterich. No trataba de ser consecuente conmigo y no me limitaba al dibujo, sino que me recibió en su clase de pintura. La vida a mi alrededor era motivadora y me hacía feliz. Había alumnas con muchísimo talento. Entre mis colegas, las que más destacaban eran: Linda Kögel, Eugenie Sommer, Marianne Geselschap. Más adelante se les unió Slavona, una artista conocida por su nombre artístico y que ya había sido premiada varias veces. Se casó en París con el marchante de arte Otto Ackermann. También tengo que mencionar a Emma Jeep. Como pintora no produjo nada importante; pero más adelante, ya casada con Arthur Bonus, se manifestó plenamente su verdadero talento: la escritura. Nuestras familias estuvieron unidas por nuestra amistad durante muchos años.

El ambiente libre de las Malweiber [mujeres pintoras] me fascinaba. Es cierto que al principio la clase de Herterich me pareció amanerada, su arte marcadamente colorido no era compatible con mi manera de sentir o de ver los colores. Apliqué un truco para estar en el grupo de las destacadas de la clase: pintaba como sabía que quería que pintara. Luego comprendí de verdad su colorismo. En Múnich aprendí mucho. Durante el día trabajaba; de noche, disfrutaba. Salíamos a cervecerías, dábamos paseos por los alrededores y me sentía muy libre porque tenía mi propia llave. Existía una agrupación en la que algunas chicas de nuestra clase coincidían con Otto Greiner, Alezander Oppler, Gottlieb Elster. Para esas veladas se establecía un tema. Recuerdo que una noche el tema fue “Lucha”. Yo elegí la escena de Germinal en donde dos hombres “luchan” por Kathrin en un bar lleno de humo. Por primera vez en mi vida me sentí confirmada en mi elección de vida, y en mi fantasía me esperaba un gran porvenir. Pasé la noche sin dormir de tanta ansiedad de felicidad. Sin embargo, en las clases de pintura no progresaba. Sommer, Slavona, Geselschap eran mucho más talentosas con el color que yo. No progresaba con el color. Por alguna coincidencia leí Pintura y dibujo de Max Klinger. Y entonces me di cuenta: no soy una pintora. Pero Herterich sabía educar la mirada, y en Múnich aprendí a mirar de verdad.

La libertad que experimenté en Múnich y que tanto me gustaba me hizo dudar si había hecho bien en comprometerme tan temprano. La libertad de los artistas era muy seductora. En los próximos años, cuando tuve la posibilidad de regresar a Múnich y mi padre lo permitió, no dudé en hacerlo. Interpreté haberme encontrado primero con Herterich en la calle como un buen presagio. Aquel viaje no fue tan productivo como había pensado. Después me reproché muchas veces no haber ido a Berlín. En Berlín estaban pasando muchas más cosas. Hauptmann había estrenado Antes del amanecer y la novel literatura alemana crecía rápidamente. Allí vivía un círculo muy estimulante y activo de artistas plásticos y literatos. Mi prometido también estaba dispuesto a mudarse y cumplir allí su año de prácticas. Mi hermano Konrad trabajaba en la redacción del Vorwärts . En comparación con Múnich, la vida en Berlín tenía algo impetuoso. Quizá aquel torbellino de vida pudo haber sido mi fin, quizá pudo haber tenido un efecto importante y productivo en mí. En cualquier caso, un año después, en 1890, estaba de vuelta en Königsberg. Gracias a la venta de unos bodegones esta vez pude alquilar un estudio. Mi transición completa de la pintura al dibujo todavía no se había dado; yo quería pintar la escena de Germinal. Para conseguirlo necesitaba preparar bocetos. En aquella época, en Königsberg había, en la zona del Pregel, algunos bares de marineros. Visitarlos por la noche era casi sinónimo de muerte. Así que sólo podía ir y hacer bocetos antes del mediodía. El lugar que más me interesaba era el “ Das Schiffchen ”, un local con dos salidas. Adentro el ruido era salvaje. Allí, las peleas de cuchillos estaban a la orden del día.

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