Para mí, la muerte de Benjamin significó, además, un agobiante estado emocional. Mis padres me habían regalado de muy chica el libro de mitos de Schwab y yo creía en los dioses griegos. Sabía que existía un dios cristiano, pero no lo quería, me era desconocido.
A Lise y a mí nos sacaron de la habitación de Benjamin; no sé qué se puso a hacer Lise; yo me senté en el suelo, construí con las piezas de madera un templo y estaba a punto de ofrecer un sacrificio a Venus, cuando se abrió la puerta y entraron padre y madre. Mi padre había puesto su brazo en los hombros de madre y venían hacia nosotras. Padre nos dijo que nuestro hermano menor había muerto. (Es probable que haya dicho que Dios se lo había llevado). Enseguida supe que ese era el castigo por no creer; Dios se vengaba por los sacrificios que le hacía a Venus. Me quedé parada, sin moverme, sin decir una palabra, pero algo agobiaba mi espíritu por ser culpable de la muerte de mi hermano. Luego lo dejaron en el vestíbulo y era tan blanco y tan lindo que pensé: sólo necesita abrir los ojos para estar vivo. Pero no me atreví a pedirle a madre que se los abriera para que todo estuviera bien. No sé si me hubiera atrevido a tocar al pequeño cadáver.
Konrad y yo estábamos en la habitación que daba al vestíbulo. Konrad se apoyaba en la puerta de la habitación donde estaba el cuerpo. En un momento se abrió y salió el abuelo Rupp. Fue la primera y última vez que lo vi conscientemente turbado. Al salir tropezó con Konrad y sus primeras palabras fueron, según recuerdo, algo así como: “Ahora ves lo efímero que es todo”. Eran las primeras palabras de un sermón y Konrad (¿quizá?) las entendió. A mí me parecieron crueles e insensibles.
El abuelo, parado junto al pequeño cuerpo, dijo algo; después él, mi padre y un amigo se lo llevaron en una carroza por la Königstrasse, atravesaron el Königstor hasta llegar al cementerio de la Iglesia Libre. Madre estaba junto a la ventana y los vio irse. Quería mostrarle cuánto la quería, pero no me le acerqué. En aquellos años, mi amor por ella era cuidadoso y delicado. Siempre tenía miedo de que le pasara algo. Si tomaba un baño, aunque sea en la bañera, temía que pudiera ahogarse. Una vez, la esperaba en la ventana a la hora que solía regresar, la vi venir por la calle sin mirar nuestro piso; llevaba esa mirada perdida suya y vi cómo siguió de largo tranquilamente por la Königstrasse. Volví a sentir aquel miedo que venía de mi interior, pensé que se había desorientado y temí que no volviera. Tuve miedo de que se haya vuelto loca. Pero sobre todo tuve miedo del dolor que podía experimentar si madre y padre murieran. A veces, el miedo era tan grande que deseaba que estuvieran muertos para que todo hubiera pasado.
De la Königstrasse nos mudamos a la Prinzenstrasse. Padre había dejado de trabajar de forma práctica y comenzó a predicar en la comunidad de la Iglesia Libre.
Los años que siguieron fueron muy difíciles para mí. Fueron años de desarrollo físico y emocional. No recuerdo cuándo dejé de tenerle miedo a la noche. En esta época todavía lo tenía. Mis padres también porque temían que tuviera ataques de epilepsia. Konrad me recogía del colegio porque quizá podía tener también ataques durante el día, pero nunca sucedió. A Konrad y a mí nos avergonzaba que tuviera que acompañarme. Nunca iba a mi lado, sino por la vereda de enfrente.
Por la noche me torturaban sueños terribles. El peor que aún recuerdo es este: estoy acostada en la cama, en mi habitación. En la habitación de al lado, apoyada en el escritorio y debajo de la araña, está madre. A través de la puerta entornada sólo puedo verle la espalda. En una de las esquinas de mi habitación hay un gran cable de metal enrollado. Comienza a desenrollarse, a estirarse, y en silencio llena toda la habitación. Quiero llamar a madre y no puedo. El cable gris lo llena todo.
El miedo sin sentido persistió años, incluso en Múnich, pero con menos intensidad. Tenía la permanente sensación de estar en un espacio sin aire, de hundirme o de desaparecer. No creo que haya sido tan preocupante como lo pensaban mis padres. En ese momento ellos se preocupaban mucho por mí. Más tarde fui la más productiva de mis hermanos.
En el piso de arriba vivía un muchacho, Otto Kunzemüller. Fue mi primer amor. Jugábamos juntos en el patio con los demás chicos del edificio. Julie había descubierto que Otto y yo a veces íbamos al sótano para besarnos, y se lo contó a madre; no para delatarnos, sino porque estaba preocupada. Temía que me prohibiera volver a jugar con Otto, pero en su muda confianza, mi madre no dijo ni me prohibió nada. Nos besábamos de forma infantil e idílica. Sólo nos dábamos un beso y lo llamábamos “un descanso”. Julie fue la única que nos descubrió, siempre trepábamos la reja y saltábamos al jardín contiguo o íbamos al sótano. Sé que fue maravilloso. Mi amor por Otto era tan fuerte que me llenaba completamente. Pero como yo no sabía nada de cuestiones del amor, y ahora quiero creer que Otto tampoco, todo quedó en el beso de “descanso”. Era encantador, inteligente y bello. Me contaba las historias más descabelladas de su vida anterior, y yo me las creía todas.
Ese amor llegó a su fin cuando los Kunzemüller se mudaron. Otto prometió trepar las rejas de los jardines y venir a visitarme. Una vez lo hizo, pero después dejó de venir. Sentía terriblemente su ausencia. Recuerdo las calurosas tardes de verano cuando regresaba del colegio, subía las escaleras, y miraba por la ventana hacia el patio vacío, abajo, y sólo veía el viejo abedul. Había perdido todo interés. Sentía dolor por su ausencia y cualquier juego con los demás no tenía gracia, lo sentía vacío. Del lado interno de mi muñeca me había rayado en la piel una O y cada vez que se curaba la volvía a abrir.
Siempre estuve enamorada de ese primer enamoramiento, era crónico; a veces era como un ruido de fondo; otras, se apoderaba de mí con fuerza. No tenía problemas con el objeto de mi enamoramiento. A veces amaba a mujeres. Rara vez se daban cuenta. Además, me sentía prisionera de la condición que atormenta sin objetivo determinado a los adolescentes. En esa época me di cuenta con más claridad que madre no era alguien en quien yo confiaba. Con el tono moral de nuestra educación no podía experimentar –ignorante de la naturaleza biológica del ser humano– nada más que culpa. Sentía la necesidad de hablar con mi madre, de confesarme con ella. Como no podía mentirle y serle desobediente, pensé que si comenzaba a informarle lo que me pasaba cada día, encontraría un apoyo en su complicidad. Pero guardó silencio, así que yo también guardé silencio. Pasaron muchos años para que saliera de mi ignorancia sobre la biología y naturaleza humana.
Debería añadir que si bien es cierto que mi inclinación al sexo masculino era en mí predominante, también la tenía muchas veces por mi propio sexo, algo que sólo más adelante supe entender. Además, pienso que la bisexualidad es casi un sustrato indispensable para la actividad artística; en cualquier caso, la marca que M. dejó en mí fue fructífera para mi trabajo.
En lugar de hablar de mi desarrollo corporal, voy a hablar del no corporal. Padre tenía ya claro que yo tenía talento para el dibujo; eso lo ponía contento y pretendía que mi formación fuera completamente artística. Lastimosamente era mujer. Pero él insistió. Como no era muy linda, él calculaba que los amoríos no serían un gran impedimento, y por eso se decepcionó y enojó tanto cuando a los 17 me comprometí con Kollwitz.
Primero recibí clases con el grabador en cobre Mauer. Tenía una o dos alumnas más. Dibujábamos cabezas a partir de esculturas de yeso o modelos. Era verano y trabajábamos en una habitación que daba a la calle. Abajo, se escuchaba a los empedradores apisonar las piedras rítmicamente; sobre los árboles en el jardín de enfrente anidaba quieto y caliente el aire de ciudad. Sigue siendo la misma experiencia hoy.
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