Yo era trabajadora y respetuosa, y mis padres se alegraban con cada dibujo. Aquella época fue especialmente feliz para padre, sus hijos estábamos en la etapa de formación: Konrad escribía poesía, representamos en casa una tragedia suya; Lise y yo habíamos manifestado un evidente talento para el dibujo. Recuerdo haber escuchado cómo en la habitación contigua padre le decía a madre que todos teníamos vocación, especialmente Konrad. En otra ocasión, dijo algo que resonó en mí por varios días. Después de contemplar un dibujo de Lise que lo sorprendió, le dijo a madre: Lise no va a tardar en alcanzar a Käthe. Quizá por primera vez en mi vida sentí lo que significan la envidia y los celos. Yo quería mucho a Lise. Éramos muy unidas y me alegraba de cualquier crecimiento que hiciera, pero hasta un punto, hasta donde yo comenzaba; a partir de ese punto todo en mí se negaba. Yo tenía siempre que estar adelante. Con los años no dejé de envidiarla. Cuando me fui a estudiar a Múnich, dijeron que Lise también debía ir. Yo tenía sentimientos sumamente opuestos que iban y venían, sentía alegría por su presencia y también miedo de que mi talento y mi persona fueran opacados por ella. Por cierto, ella nunca fue a Múnich, se casó en ese momento y no llegó a tener una educación formal. Ahora entiendo por qué Lise, con todo el talento que tenía, no llegó a ser una artista –en el verdadero sentido de la palabra–, sino sólo una diletante con mucho talento. Yo era muy ambiciosa y Lise no. Yo quería y Lise no. En mí había un objetivo. Y a eso habría que agregarle que yo era tres años mayor. Mi talento se manifestó antes que el suyo y padre, aún no decepcionado, me preparó con alegría el camino.
En los años de formación, el talento se alimenta de todo aquello que en él fluye. Casi cualquier persona es talentosa durante esa época porque es sensible y receptiva. Nuestros padres seguían un método, nos daban la oportunidad de desarrollarnos sin intervenir. Por ejemplo, teníamos libre acceso al estante de libros, y nunca se nos preguntaba qué estábamos leyendo. Sólo había buenos libros. Leí a Schiller en una hermosa edición con grabados de Kaulbach, y leí a Goethe. Goethe se arraigó muy temprano en mí. Y nunca lo abandoné.
Padre también nos leía en voz alta. Una vez leyó –no recuerdo si fue en esa época o más adelante– “De los muertos a los vivos” de Freiligrath. Ese poema dejó una marca imborrable en mí. Lucha de barricadas… padre y Konrad luchando, yo recargando fusiles... fantasías heroicas.
Lise y yo éramos inseparables. Estábamos tan entrelazadas que no necesitábamos hablar para comunicarnos. Así de unidas estábamos. Tampoco podíamos jugar con otros lo que nosotras llamábamos juegos.
Durante los últimos años de transición, al final de la infancia, ese jugar fue perdiéndose lentamente. Nosotras quisimos mantenerlo, lo intentábamos una y otra vez, pero había existido más allá de su tiempo y se había apagado por dentro. Recuerdo lo vacía que me sentía, para mí había sido una pérdida real. Nos deslizamos a nuevas formas, por lo general Lise y yo juntas, ella siguiéndome. La amaba tanto que me había propuesto nunca casarme; lo mismo Lise, ella estaría siempre a mi lado y de cierto modo me pertenecería. Tenía un corazón infinitamente bueno y era fácil de lastimar. A veces me tentaba el diablo a hacerlo. Ya cuando la había hecho llorar, me desgarraba por dentro. Le debo muchísimo a Lise por haber sido una modelo infatigable. Cuando yo dibujaba y no conseguía la pose como la quería, ella volvía a hacerla igual que antes y nunca se impacientaba…
... Siempre les estuve muy agradecida a mis padres por permitirnos a Lise y a mí pasear por las tardes en el centro. Un vez más: infinita confianza y ninguna pregunta. Lo único que nos pedían era que no paseáramos por Königsgarten, que era, más o menos, la zona de la Tauentzienstrasse. Sólo podíamos cruzarla si estaba de paso. Por lo general procurábamos hacerlo. Éramos vanidosas a nuestra manera, dejábamos que la bufanda volara en el viento y nos arreglábamos, nos poníamos como tontas y muy infantiles. Así durante el trayecto que atravesaba Königsgarten. Después todo mejoraba. Primero comprábamos cerezas o lo que hubiera, y luego comenzábamos a “callejear”, así lo llamábamos. Y eso era. Callejeábamos por todos lados, atravesábamos las puertas de la ciudad, nos embarcábamos sobre el Pregel y dábamos una vuelta por el puerto. Parábamos un rato y mirábamos a los estibadores cómo iban y venían de los barcos.
Cuántas veces, apoyadas en la baranda, vimos cómo se elevaban los puentes, cómo abajo, en el río, pasaban barcos a vapor y lanchas, vimos la muchedumbre que se formaba cuando llegaba una lancha con verduras, callejeábamos por el Palacio Real, callejeábamos por la Catedral, callejeábamos por las praderas del Pregel. Sabíamos dónde estaban los veleros, los graneleros llenos de jimkes tapados con pieles de ovejas y con los pies envueltos en trapos. Eran rusos o lituanos, gente de buen corazón. Al anochecer tocaban el acordeón y bailaban. Este callejear sin rumbo fue con seguridad provechoso para mi desarrollo artístico. Si más adelante tuve una etapa que sólo se alimentaba del mundo obrero, se lo debo a aquellos paseos por la angosta ciudad repleta de obreros. La condición obrera ejercía una enorme atracción en mí, incluso posteriormente. El primer dibujo en el que la retraté fue a los 16 años; estaba inspirado en el poema “Los emigrantes” de Freiligrath. Un año más tarde, padre quiso que se lo mostrara a mi maestro Stauffer-Bern, quien lo encontró tan auténtico como, de hecho, lo era para mí y en relación al medio del que yo provenía.
Más adelante, entre mi estadía en Múnich y mi matrimonio, me dediqué conscientemente a reproducir situaciones típicas de la vida obrera. Con el traslado a Berlín tuve que abandonar el proyecto porque la condición obrera que Berlín ofrecía era completamente distinta. El obrero berlinés estaba a un nivel más alto y sus manifestaciones visuales no me eran artísticamente útiles. Después me arrepentiría (especialmente durante una visita a Hamburgo) de no haberme quedado más tiempo en Königsberg y haber sacado provecho de todo lo que hubiera podido.
No recuerdo cuándo fue la primera vez que fui a la Iglesia Libre. (Mis padres, Konrad, Julie y yo por primera vez entramos en la sala principal de la congregación, atravesamos los bancos para sentarnos en primera fila. Pasamos junto a los Prengel, y lo vi a Max, un primo de más o menos mi misma edad y con quien solía jugar. En lugar de saludarme como siempre, con un gesto familiar con la cabeza, hizo una reverencia solemne). Supongo que las clases de religión para los niños y niñas de la congregación y la reunión de los domingos comenzaban al mismo tiempo. Fueron los últimos años en los que el abuelo Rupp habló.
En sus discursos y en la clase de religión, el abuelo me parecía imponente. Cuando nosotros, sus nietos, íbamos a su clase, no éramos más sus nietos, sino niños de la congregación, tan cerca y tan lejos como los demás. Ya eso me intimidaba. Konrad, en cambio, no le tenía el más mínimo miedo. Cuando el abuelo nos visitaba y hablábamos de cualquier cosa, él era el respetado centro de la conversación en el grupo. Konrad se sentaba en su banquito muy pegado a él, cerca de sus pies, e interrumpía sin preocuparse con preguntas. Tampoco tenía problemas en llegar tarde a la clase de religión y, mientras se sacaba el abrigo, responder de lejos a alguna pregunta que el abuelo le había hecho a otro. Sin embargo, Konrad no era en lo más mínimo insolente, sino ingenuo, seguro y muy interesado en todo lo que tuviera que ver con el pensamiento que crecía en la atmósfera intelectual de los Rupp. Por eso, era el más receptivo; de todos, él fue el más influenciado por Rupp.
Читать дальше