Carlos Velázquez - Aprende a amar el plástico

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En sus crónicas, Carlos Velázquez no concede, no utiliza los lugares comunes y el exceso de adjetivos en la crítica musical. Puede hacer pedazos a bandas o personajes icónicos sin piedad, pero siempre con argumentos. Y cuando se trata de sublimar sus experiencias musicales, ya sea pop, rock o música norteña es capaz de conmover al más descorazonado lector.
Ya sea desde la «tranquilidad» de la vida cotidiana como desde las situaciones de violencia por las que transita a veces —en su entorno y en su cabeza— Carlos está siempre registrando lo que sucede mientras narra mentalmente lo que le urge escribir.
No sé si algún día muera por alcohol o por drogas, lo que sé de cierto es que sin escribir y sin música, ya estaría muerto.
—Mariana H.

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Me estacioné en una calle aledaña. Divisamos un Sanborns. Era la hora feliz. En cualquier otra circunstancia no lo elegiríamos. Ni en ésa. Nos asomamos por morbo. Estaba repleto de miembros de la tercera edad. Un animador cantaba canciones de José José. Amiga, hay que ver cómo es el amor, que vuelve a quien lo toma gavilán o paloma. Pobre tonto, ingenuo, charlatán. Que fui paloma por querer ser gavilán. Aburridos, los ancianos hacían lo que tuvieran a la mano para ignorarlo. Dormitar o ver porno en su celular. Huimos.

Enfrente, en una plaza, como si se tratara de un oasis en el desierto, divisamos una Chopería. Al menos me voy a beber una buena cerveza, me imaginé. Pero qué estúpido soy. Si todas las pendejadas que había cometido hasta el momento parecían graves, ésta fue la peor de todas. Y yo que desprecié a los viejitos del Sanborns.

Pasé tres horas rodeado de la casta de godínez más auténtica posible. La de denominación de origen. Puta, pensé, no me vuelvo a quejar de los hipsters de Álvaro Obregón. El volumen de la música te impedía platicar. Sonaba Enrique Iglesias. Sé que es naco usar la palabra naco, pero estaba repleto de ídem. Al menos la cerveza estaba bien helada. Continuaba lloviendo. En la mesa de al lado alguien cumplía años. Y atravesamos por ese bochorno, esa pena ajena, que nos invade a todos cuando alguien cumple años en un Applebee’s o un Chili’s y todo el personal se congrega alrededor del festejado para cantarle las mañanitas. Y los amigos del cumpleañero beben tequila de hidalgo. Como si estuvieran en un spring break. Las mujeres vestidas con animal print.

Sé que sueno a profesional del resentimiento. Pero a aquella hora en un día cualquiera yo ya me estaría untando mis cremas contra el envejecimiento. Me colocaría dos rebanadas de pepino en los ojos, me pondría mi piyama de Ricky Ricón y me dormiría. El colmo fue la mesera. Obvio que teníamos el estómago clausurado de la rabia, la frustración, el despecho. Y no teníamos hambre. Pero después de seis cervezas se nos antojó una botana. Como la comida lucía asquerosa, pedimos unas papas a la francesa y la mesera nos informó que había dos modalidades: normales o gruesas. Pero les advierto que las gruesas son más caras. Costaban 49 pesos.

Salimos de la Chopería y le dije a mi chica, Pera, le voy a marcar al díler. Me vio con una cara, no de odio, ni de que me comprendiera, ni de que me aceptara, era una mirada más allá del bien y del mal. Un ya lo he vivido todo hoy como para volverme a enojar por las conductas pendejas de este cabrón. Parecía que con su actitud dócil se estuviera despidiendo de mí. Que en silencio me dijera mañana es el último día que me verás, cabrón.

El díler me respondió que andaba en la Condesa, pero que tenía diez encargos por delante. Me valió madres, después de haber resistido al tráfico, a la lluvia y a la Chopería. Conduje hacia la Condechi. Qué haces, me preguntó mi morra. El díler me acaba de citar, le mentí. Y no sé si lo sabía, que la engañaba, pero no dijo nada. Se preparaba para dejarse vencer por el cansancio.

Cuando llegué a la Condesa le llamé al díler para ver por dónde andaba. Te veo en la Roma en veinte minutos me indicó. Y me quedé esperando el doble a que cayera al lugar de la cita. Mientras yo aguardaba, mi chica se había quedado dormida.

Por fin apareció y le compré la merca. Me trepé al coche y me metí un par de puntazos infames con un taponcito de pluma Bic. Qué mamada, me quejé. Me ardía la nariz bien culero. La coca era una mierda. Sí, me había salido con la mía. Tenía coca. Mala, pero coca. Eran las 12:45 de la madrugada. Ya no iría a un bar. En la casa no tenía ni un trago. Perdí todo el día en el tráfico. Sin oír música. Enemistado con mi morra. Pero no se me podía acusar de no ser perseverante.

Encendí el coche, me metí más coca y puse música en mi celular. Usé un tubo de papel higiénico como bocina, para amplificar el sonido. Como cuando echas el cel o el iPod en un vaso. Supe lo que pasaría. Ya no me metería más coca. No tenía con qué bajármela. Además, estaba tan cansado que al llegar al home sweet home caería hundido.

Conduje rumbo a la casa. El trafico había menguado. Me detuve a mear en una gasolinera. Pero el baño estaba cerrado. Meé sentado en el carro, con la puerta abierta. Y justo en ese momento pasaba una patrulla. Pero no me descubrieron. Porque aunque sea un pendejo conservo ciertas habilidades. Me equivocaba; cuando se fueron me percaté de que me había orinado el pantalón. Lo que confirmaba la teoría de mi psiquiatra de que tiendo a la autoagresión.

En el asiento del copiloto dormía mi chica. No le compartiría coca. Mal movimiento. Todavía no me perdonaba lo que le rebatí cuando me acusó de tener el temperamento de Cate Blanchet en Blue Jasmine, la película de Woody Allen. Me defendí diciéndole que entonces ella era la hermana. No me dirigió la palabra en tres días. Cógeme aunque no me hables, le rogué. Pero me mandó a la banca. Tuve que sacarme el veneno yo mismo calentándome con videos de Remy LaCroix. Y, como si no hubiera sumado ya demasiados puntos negativos, mi desconsideración la había sometido a ese viernes maldito.

Ya lo dicen Los Tigres del Norte: el amor, la coca y el tráfico son cosas incompartidas. Pero no, no me la aplicaría esa noche. No se desquitaría pidiéndome las llaves de su departamento. Ni me arrojaría mi ropa por la ventana. Ni tiraría a la basura la fortuna que poseo en cajas de té. Todavía no me mandaría a la chingada. Aún no defenestraba su paciencia por completo. No saldría de su vida. No esta vez. Pero ya tendría otras oportunidades y otros embotellamientos para conseguirlo.

Enero de 2016

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