Carlos Velázquez - Aprende a amar el plástico

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En sus crónicas, Carlos Velázquez no concede, no utiliza los lugares comunes y el exceso de adjetivos en la crítica musical. Puede hacer pedazos a bandas o personajes icónicos sin piedad, pero siempre con argumentos. Y cuando se trata de sublimar sus experiencias musicales, ya sea pop, rock o música norteña es capaz de conmover al más descorazonado lector.
Ya sea desde la «tranquilidad» de la vida cotidiana como desde las situaciones de violencia por las que transita a veces —en su entorno y en su cabeza— Carlos está siempre registrando lo que sucede mientras narra mentalmente lo que le urge escribir.
No sé si algún día muera por alcohol o por drogas, lo que sé de cierto es que sin escribir y sin música, ya estaría muerto.
—Mariana H.

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Ni porque me acababa de tragar más tacos de los que le cabían en el estómago a Vitorino me pude controlar. Ella todavía la quiso barajar despacio. Compramos la coca, unas películas piratas y cervezas. Pero mi neurosis hacía minutos que había abandonado la estación.

Con ella al volante dejamos el parking de Plaza Insurgentes. Mi chica y yo ya estamos lo suficientemente grandes para destrozarnos la vida. No peleamos. No gritamos. Cuando existe una inconformidad de mi parte guardo silencio. De mí no se puede obtener otra cosa que no sea silencio. Siempre que me molesto opto por la ley del hielo. Por lo regular el hielo tarda en derretirse varias horas. A veces días. Incluso semanas. A uno de mis mejores amigos se la llevo aplicando más de ocho años. Pero las ganas de cocaína se impusieron.

Circulábamos por Insurgentes, o como les dicen los godínez en un baño de cosmolingüismo: Insurpipol. Todavía faltaba un considerable tramo para llegar a casa. A la altura de la Del Valle le pedí a mi nena que nos detuviéramos en un bar y nos echáramos un trago en lo que citaba al dylan para comprarle un par de gramos. Chingue su madre las películas y el alcohol. El señorito quería cocaína.

Nos internamos en una cantinita rascuache para enfermos terminales a la altura del metrobús Nápoles. Sólo vendían megas. Con lo que me repatean las caguamas. Ya no tengo diecisiete ni me gustan las putipobres. No importa que pese 116 kilos, tiendo a ser más estilizado. Sólo bebo jugo de naranja natural. Consumo güevos orgánicos. Si utilizo sal tiene que ser sal de mar de Cuyutlán marca Mónica Patiño. No permito que en mi mesa descanse un refresco de dos litros. Me parece repugnante. Si bebo Coca es en lata mini, la presentación de 250 mililitros. Bebo cervezas importadas y vino tinto.

Tuve que bajarme el mal rato con una Victoria, que para colmo estaba caliente. En la Ciudad de México nunca solucionarán el problema del tráfico, tampoco el de la cerveza templada. Llamé a mi dylan para encargarle un par de “litros de leche”. Me contestó que andaba por el Parque Delta y que me veía en una hora. Me pareció una eternidad. Qué pendejo. Como si una caguama por delante y la paciencia casi nula de una mujer no fueran suficiente entretenimiento. Soy una bestia idiota. Le dije que en un rato le devolvía la llamada.

Regresé a la cantinucha y me aplasté. Todo te vale pito, me dijo mi morra. Todo lo que te cuento te vale pito. Desde las teorías de Darwin hasta mi familia. No respondí nada. Me quedé callado diez minutos. Mi psiquiatra afirma que guardo silencio porque tiendo hacia la autoagresión. Dónde quedó aquella bestia violenta que solía agarrarse a golpes a la menor provocación. En qué me he convertido. Bueno, tampoco le levantaría la mano a mi vieja. Soy un cretino, pero no un abusón. Y no soy don Juan de Marco, pero en el pasado Corona Capital casi me agarro a madrazos con un pinche ñero por maltratar a una morrita. Me contuve porque quería disfrutar de Grimes. Pero sí lo empujé y le advertí que o se calmaba o le partía su madre.

Por qué, Carlos, me injurió mi chica. Por qué me hiciste sacar el carro del estacionamiento. Yo sí quería agarrar la peda, pero temprano. Porque soy un estúpido, confesé. Maldita sea, pensé, necesito cocaína. Y entonces ocurrió lo peor que le puede suceder a un adicto como yo: se desató una tromba.

En Ciudad Godínez la lluvia, como el tráfico, no puede ser moderada. Si creen que el fenómeno de la naturaleza más inmanejable es la gente tratando de entrar al metro se equivocan, es el agua que cae del cielo. No existe lluvia inofensiva. Ni el chipi chipi. Pero cuando diluvia no puedes hacer otra cosa que el ridículo. De nada te sirven el impermeable y el paraguas. Te vas a mojar el culo anyway, anyhow, anywhere.

Salí de la cantina y llamé al díler. Y me bateó. No le regresé la llamada a tiempo. Porque todo me vale pito, lo dejó claro mi vieja. Se dirigía a la Portales. Como soy un clientazo me haría el paro. Me esperaría a la misma altura pero en Cuauhtémoc. Afuera de la Chrysler. Volví al bar con la malilla en la cara. Si ustedes son adictos o lo han sido sabrán que cuando el cerebro recibe la noticia de que se meterá coca se predispone o programa para el evento. Las manos te sudan, sientes mariposas en el estómago y te mojas aunque veas un calzón de abuelita. Y si no te metes, si le fallas, te premia con un dolorón de cabeza.

Pagamos la caguama y apresurados nos tendimos al cajero. Sí, porque el cuadro no estaría completo si no resultara un idiota de tiempo completo. No traía efectivo. Perdí veinte minutos en sacar varo. Después nos lanzamos al carro sólo para toparnos con una larga fila de carros a vuelta de rueda.

Ignoro si era la malilla, pero casi podía palpar la desesperación de mi chica. Sus deseos irrefrenables de decirme bájate a la chingada de mi carro. Sus ganas de mandarme a la mierda. Traspiraba un a poco crees que no puedo encontrar a alguien que coja mejor, pendejo. Si siempre te pones pedo y te quedas dormido. O no se te para por tanta coca. Y me comencé a sentir solo. Solo contra el mundo. Solo contra ella. Y cuando me siento así, recurro a una figura. Sí, adivinaron. El díler.

Le volví a llamar y se lo pasé para que le diera indicaciones de dónde nos encontrábamos. El dylan se inventó una ruta para coincidir en otro punto. Y torcimos en una calle lateral. Sintiéndonos muy chingones. Adiós, pobres jodidos. Pero las señas estaban mal. Sí, exacto. Porque el díler andaba hasta el culo de cocaína. Y el dizque atajo nos sacó hacia San Francisco. Y, oh no, vimos que estaba atascada. Una nube de decepción descendió sobre nosotros. Y sin estéreo. Sin música incidental. Vi cómo la frustración se apoderaba de mi chica. Cómo los cincuenta centavos de paciencia que le quedaban se consumían como el tiempo en un taxímetro. Adiós a todos los planes juntos. Al temazcal que pensábamos montar para que lo administrara mientras me consagraba a escribir.

El díler me llamó para apresurarme. Ya se encontraba en el sitio acordado. Le respondí que me había quedado atorado. No te hago perder más tiempo. Mañana te busco. Por primera vez me preocupaba más mi morra que la coca. Estaba a punto de tronar la canija. Si de algo sirve la paranoia es para alertarte en tales encrucijadas. Échate en reversa, le indiqué. No voy a manejar en reversa, me dijo. Podía con mi mal humor, mi impertinencia, mi petulancia, pero no conducir en reversa. Dame chanza, le pedí antes de que se agotara su paciencia.

Le di marcha hacia atrás y no faltó el par de avorazados que te ven venir, están a más de media cuadra, y te echan el carro encima. Pero se la pelaron. Siempre se la pelan. Como yo me la estaba pelando con la coca. Regresé a la calle por donde veníamos. Y entonces sí proferí convencido, vámonos a la casa. El tráfico y la lluvia apagaron mi sed de cocaína.

Retomamos Insurgentes para dirigirnos a casa. No a recriminarnos. Ni a insultarnos. A quedarnos callados. Aislados. Sin coger. Con frío pero cada uno en su lado de la cama, sin atreverse a entrar en contacto con el otro. Pero a poco piensan que las medallas de oro se ganan tan fácil. Que te vas a zafar del abrazo de Cthulhu. Nos aguardaba el tráfico para contarnos la historia de terror que nos espantaría el sueño. Nos tragó el alma vernos atrapados una vez más en el embotellamiento. Nos íbamos a morir y entrar al infierno antes de que pudiéramos llegar a la casa.

Yo conducía. Mi chica viajaba engarruñada en el asiento del copiloto. Con cara de nunca te voy a perdonar esto, pinche pendejo. Pero lo peor estaba por venir. No tenía sentido que nos resignáramos a avanzar a 0.2 kilómetros por hora. Vamos a meternos a un bar a echar un trago. Y cuando se termine el tráfico nos largamos. Mi morra no soportaba más. Estaba hastiada. De la situación, pero sobre todo de mi egoísmo. Sabía que era inútil luchar contra la marea de coches. Era preferible verme la jeta frente a una cerveza que consumir lo poco que quedaba de la relación encerrados en el Jetta.

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