Leonardo Ordóñez Díaz - Ríos que cantan, árboles que lloran

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Los textos literarios se presentan como una ventana para explorar la dimensión ambiental de la condición humana; por ello, orientado a explorar varios temas clave del canon de las narrativas de la selva, este libro estudia sus imágenes y representaciones en novelas y cuentos hispanoamericanos del lapso 1905-2015, cuya acción se sitúa en la Amazonía —entorno selvático latinoamericano por excelencia—, pero también en la cuenca del Paraná, los bosques húmedos de América Central y otros entornos relevantes. Si bien la metodología privilegió las herramientas del ecocriticismo, la ecología política y la ética ambiental, se apoya igualmente en desarrollos recientes de la filosofía ecológica, la biogeografía de la selva tropical, la historia ambiental y la antropología cultural. Así, mediante este acercamiento pluridisciplinar, Ríos que cantan, árboles que lloran abre un escenario de diálogo fecundo entre la crítica literaria y otras áreas de las ciencias naturales, sociales y humanas, para proveer ideas y puntos de vista que contribuyen a la construcción de una relación distinta, simbiótica y no simplemente extractiva, entre las sociedades humanas y los ecosistemas naturales.

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2En su libro América mágica, Magasich-Airola y de Beer comentan el pasaje de Raleigh sobre los ewaipanomas e incluyen dibujos que muestran cuál habría sido el aspecto físico de esos seres fabulosos (1994: 208-210). Los dos primeros capítulos de dicho libro enumeran las principales fuentes antiguas y medievales de las cuales se nutre el imaginario del Paraíso Terrenal que traen consigo Colón y los conquistadores que vinieron luego.

3Serje subraya el papel de Humboldt en la difusión de la idea «de la soledad de América. Las condiciones geográficas, las abruptas cordilleras y la situación tropical obstruyen las comunicaciones, haciendo de América un territorio condenado por su aislamiento, no solo del resto del mundo, sino interiormente». La autora muestra cómo, al proponer esa tesis, Humboldt incurre en «un acto de invisibilización de la ocupación indígena» (2011: 107 y ss.).

4La expresión es de Thomas Mann, que abre con ella el primer volumen de su saga novelesca sobre José y sus hermanos: «Profundo es el pozo del pasado. ¿No podríamos afirmar que es insondable?». Buena parte de la narrativa de la selva efectúa una inmersión en ese pozo hondo y silencioso que, no obstante, continúa gravitando en el presente.

5Sobre el viaje de Orellana: Argonautas de la selva (1945) de Leopoldo Benítes, El Quijote de El Dorado (1964) de Demetrio Aguilera Malta y El país de la canela (2008) de William Ospina; sobre la expedición de Ursúa y Aguirre: El camino de El Dorado (1947) de Arturo Uslar Pietri, Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979) de Miguel Otero Silva y La serpiente sin ojos (2012) de William Ospina; sobre la época de las caucherías: Fordlandia, un oscuro paraíso (1997) de Eduardo Sguiglia, El príncipe de los caimanes (2002) de Santiago Roncagliolo y El sueño del celta (2010) de Mario Vargas Llosa.

6Son ejemplos representativos del modo paródico los relatos «La miel silvestre» (1911), «Los cascarudos» (1912), «El lobo de Esopo» (1914) y «Los destiladores de naranjas» (1923) de Horacio Quiroga; «Historias de caníbales» y «La selva de los venenos» (1919) de Ventura García Calderón; «El eclipse» (1952) y «Míster Taylor» (1954) de Augusto Monterroso, y «Los advertidos» (1965) de Alejo Carpentier, así como las novelas Los pasos perdidos (1953), también de Carpentier, Daimón (1978) de Abel Posse, La danza inmóvil (1983) de Manuel Scorza y Colibrí (1984) de Severo Sarduy.

7Carlos Fuentes, por ejemplo, opina que «el hombre asediado por la naturaleza» es «el más tradicional de los temas latinoamericanos» (1972: 37). El vínculo de la narrativa hispanoamericana del siglo xx con las crónicas de Indias ha sido señalado por García Márquez, quien afirma que en los libros de Pigafetta y otros cronistas «se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy» (2010: 21), y por Carpentier, quien dice que los novelistas latinoamericanos de la segunda mitad del siglo xx son «los Cronistas de Indias de la época contemporánea» (1987b: 158).

8Según Williams, La casa verde «socava la añeja dicotomía de civilización (incluido el espacio urbano) y barbarie (incluida la naturaleza) que había sido la premisa de gran parte de la ficción y el discurso crítico por más de un siglo» (2010: 74); la novela de Vargas Llosa, por ende, «es una radical redefinición de la naturaleza como ambigua» (75).

9Ortiz señala la ambigüedad que atraviesa La casa verde: «La visión crítica de la obra y sus aspectos novedosos son minados desde su interior por las descripciones del narrador omnisciente sobre los nativos, en las que se reiteran los paradigmas de civilización y barbarie al presentarlos como seres inferiores y salvajes, similares a animales» (2012: 120-121). El propio Vargas Llosa, refiriéndose a la génesis de la obra, dice que durante su primer viaje a la Amazonía descubrió «que el Perú era también la Edad Media y la Edad de Piedra» (1971: 25) y reconoce que «toda esa barbarie me enfurecía: hacía patente el atraso, la injusticia y la incultura de mi país» (46).

10También están los cuentos «La broma de un tigre» (1942) de César Lequerica, «La madre» (1965) y «La llamada» (1967) de Ciro Alegría, «Pelejo» y «El animal sobre sus patas traseras» (1969) de Arturo Hernández y «Shushupe» (1992) de Dante Castro, los cuales abordan desde distintos ángulos la cuestión de la persecución y la cacería de animales salvajes.

11Entre las novelas se destacan: La serpiente de oro (1935) de Ciro Alegría, Sangama (1942) de Arturo Hernández, La casa verde (1966) de Mario Vargas Llosa, El príncipe de los caimanes (2002) de Santiago Roncagliolo y El país de la canela (2008) de William Ospina; entre los cuentos: «A la deriva» (1912) y «En la noche» (1919) de Horacio Quiroga y «Por el pongo de Aguirre» (1969) de Arturo Hernández.

Capítulo 2

Novelas históricas sobre los primeros viajes de los españoles al Amazonas

En contra de lo que quizá podría pensarse, el interés de una novela histórica depende menos de la fidelidad de su autor a los hechos que de la agudeza con que su visión (su revisión) del pasado arroja luz sobre los problemas del presente y da pistas para el porvenir. Aunque la reconstrucción detallada de los eventos y las costumbres de una época anterior es importante para afianzar la veracidad histórica de la narración e inducir en el lector el efecto de realidad, a la larga lo que define el alcance de una ficción basada en eventos históricos es la pertinencia de la confrontación que el autor plantea entre el pasado cumplido, el presente en marcha y el futuro en ciernes. Por eso, toda novela histórica es un producto de su tiempo que, tendiendo un puente entre el horizonte de la época a la que se remontan los hechos narrados y el horizonte de su propia época, enriquece el conocimiento de las posibilidades existenciales del ser humano y proporciona a sus lectores elementos de juicio para las encrucijadas del presente y el futuro.1 La revisión del pasado desde la óptica del presente y el análisis del presente y el futuro próximo a la luz del pasado no son un mero ejercicio académico o lúdico: son una brújula para la vida. El carácter histórico de la existencia humana implica afrontar el porvenir apoyados en la memoria de las experiencias vividas; la reflexión sobre los tiempos idos y la previsión de los tiempos venideros, al confluir en la plataforma del «aquí y ahora», impiden que nuestro sentido de la historicidad se marchite.

Consideradas desde este ángulo, las narrativas históricas ambientadas en la selva cobran especial interés, ya que tradicionalmente los entornos selváticos han sido vistos como escenarios situados al margen de la historia o como lugares que solo ingresan en los carriles de la historia gracias al arribo de los europeos. Estos prejuicios se apoyan en una distinción entre historia natural e historia humana que, sin embargo, está perdiendo vigencia debido a la crisis ecológica actual. Hechos como la contaminación de las fuentes de agua, la reducción de biodiversidad o el calentamiento global ilustran hasta qué punto la historia humana es indisociable de la historia de la naturaleza, y la conciencia agudizada de esta evidencia arroja una luz retrospectiva distinta sobre los eventos del pasado.2 Las selvas no se sustraen a tales cambios de percepción. Cuando advertimos que la historia natural y la historia humana son aspectos inseparables de una misma realidad, pierde sustento la visión de la selva como ámbito intemporal donde los ciclos eternos de la vida y la muerte prosiguen su curso al margen de las preocupaciones humanas. Por otra parte, a medida que naturaleza e historia dejan de ser pensadas como compartimentos estancos, las sociedades humanas aparecen como frutos de un proceso coevolutivo de larga duración en cuyo seno convergen múltiples tradiciones culturales, cada una adaptada a entornos ambientales concretos y con su herencia histórica particular a cuestas; con ello, pierde consistencia la imagen de los conquistadores y los misioneros europeos como agentes civilizadores sin cuya intervención las selvas habrían permanecido ancladas en un mundo primigenio, ajeno al tiempo histórico y habitado por grupos aborígenes que serían apenas un ingrediente más del entorno natural.

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