Lujuria
El sexo con amor es lo mejor de todo, pero el sexo sin amor es lo segundo mejor inmediatamente después de eso
Woody Allen
La lujuria es un pecado capital observado en todas las culturas, y es bien explicable, pues está directamente conectado con una mayor eficacia reproductiva. Carl Sagan destaca con agudeza la importancia del sexo: “Los organismos han sido seleccionados para que se dediquen al sexo; los que lo encuentren aburrido pronto se extinguen [...]. También los hombres conservamos hoy en día una palpable devoción por intercambiar segmentos de adn”. Por lógica elemental, los apáticos ante la tentación de la carne han dejado menos descendientes que su contraparte, por lo cual nosotros, los que ahora ocupamos el planeta, somos los descendientes de aquellos que se mostraron más atraídos por el sexo activo.
Una mala herencia, dirán algunos, pero proporciona placer y más apareamientos, aunque ahora ya no paga dividendos biológicos, porque en el mundo de hoy, el sexo y la reproducción se han independizado. Más aún, las pulsiones sexuales se han devuelto contra sus beneficios originales de mantener la vida: el mundo está superpoblado, pero las instrucciones codificadas en nuestro anacrónico genoma nos siguen acosando con la concupiscencia, aunque ya no quepamos en el planeta.
Para la Iglesia católica, la lujuria ha sido uno de los peores pecados. Inocencio III lo expresó con suma claridad desde el siglo xiii: “Todo el mundo sabe que las relaciones sexuales, incluso entre personas casadas, no se realizan nunca sin la comezón de la carne, el calor de la pasión y el hedor de la lujuria. De donde la semilla concebida está viciada, mancillada, corrupta; y el alma infundida en ella hereda la culpa del pecado”. Aclaremos que en el hombre moderno se ha modificado el olfato: el hedor se ha trocado en aroma. Al psicólogo David Barash le extraña que se prohíba la contracepción argumentando que privar el sexo de su función reproductiva sería animalizante, cuando la verdad es exactamente lo contrario: sexo sin reproducción “es una especialidad humana, una expresión de nuestra humanidad”.
Rasputín y el inocente Inocencio discrepaban en su forma de pensar. A los 18 años, el ruso tuvo un arrebato místico y se internó en un convento, del que fue expulsado por no renunciar a su filosofía vital: la vía para lograr la salvación no era el sacrificio, sino el placer sexual. Steven Jones apoya con buenas razones al satanizado Rasputín: el sexo es la clave para la “vida eterna”, pues permite que nuestros genes se copien y remonten el tiempo usando cuerpos nuevos, sin el desgaste de la edad. Los santos, los célibes, los castos y los estériles no transmiten sus virtudes de moderación sexual a las generaciones futuras; son líneas siempre en extinción, por la competencia desigual con los fecundos y pecaminosos lascivos.
César Augusto, a quien elogian por su devoción hacia Livia, su tercera esposa, tenía como entretenimiento real desflorar jovencitas, que la alcahueta Livia le procuraba. En India, los gobernantes disponían de harenes que les alcanzaban para, si así lo apetecían, tener relaciones con al menos dos mujeres distintas cada noche. Carlomagno tuvo cinco esposas sucesivas y cuatro concubinas; por tal motivo, dicen los chismosos, por lo menos la mitad de la Europa actual puede reivindicarlo con orgullo como antepasado remoto. En Perú, los emperadores incas disponían de múltiples casas de vírgenes, algunas con más de mil quinientas mujeres (¡qué desperdicio!, exclamarán muchos envidiosos). La aristocracia china consideraba a las mujeres jóvenes como la mejor fuente de yin, y creía que la manera óptima para que un hombre completara su preciado yang no era simplemente acostarse con todas las que pudiera sino también prolongar el coito, sin llegar al orgasmo, pues de ese modo absorbería más yin y, por ende, mayor fuerza vital.
La búsqueda del yin ocupa buena parte de la historia del hombre. Mulay Ismaíl, sultán de Marruecos y rey del yin, aunque apodado el Sanguinario, según cuenta la historia que tanto miente o exagera, dejó 888 hijos, el número del apocalipsis sexual. No fue superado ni por Alejandro Dumas, quien hizo una fortuna y la gastó en asuntos de faldas, de lo cual resultaron, contados a la carrera, quinientos alejandritos.
Universales humanos
Se entiende por Universales humanos aquellas formas de conducta observadas, a veces con pequeñas variaciones, en todas las culturas estudiadas por los antropólogos; en otras palabras, los universales constituyen la llamada Naturaleza humana. Su estudio, tal vez el tema más importante para el hombre, ha sido un tabú insuperable para la mayoría de los antropólogos. Hasta se ha propuesto que la antropología debe dedicarse solo a estudiar la cultura, no la naturaleza humana. Error imperdonable, porque la antropología, por su misma definición, trata de estudiar y entender al hombre. Y son justamente los universales los mejores argumentos para probar, de modo incontestable, la tesis que propone la existencia de un componente genético notable en muchas formas de comportamiento humano. Es claro que si un rasgo de conducta se presenta en culturas que por razones históricas y geográficas no han podido tener contacto alguno, entonces dicho rasgo debe de tener un importante componente genético.
Son universales la lucha por ganar prestigio y estatus, el establecimiento de categorías sociales, la tendencia a formar jerarquías, la facilidad para cooperar y reconocer obligaciones recíprocas, la urgencia inaplazable por hacer lo mismo que los vecinos, es decir, copiar conductas; la tendencia a obedecer e imitar a los famosos (más destacada entre los niños y en los adultos de mente infantil), la adicción a la estima social, para lo cual somos excelentes autopromotores y trepadores sociales; el sentir aprecio desmedido por el afecto de gente de alto estatus social, la disposición a pagar más por ello y a esperar menos de ellos y la lucha por el poder y la riqueza.
Nuestra naturaleza humana, diseñada para maximizar la eficacia reproductiva, nos conduce necesariamente al nepotismo, a la territorialidad, al concepto de propiedad privada inviolable y al manejo nepótico de la herencia o heredabilidad de las propiedades. Obsérvese que esta práctica universal de legar los bienes a los hijos se constituye en un serio impedimento para lograr una sociedad económicamente igualitaria, pues tiende a eternizar los desequilibrios de la fortuna. En todas partes se observan, tal vez por ser adaptativos, la avaricia, el acaparamiento y la acumulación desmedida de bienes. También son universales la hostilidad hacia grupos extraños o xenofobia, el altruismo recíproco, la distinción de las cercanías en el parentesco y el favoritismo por los parientes más cercanos. Rita Levi, en La galaxia mente, señala otros universales: “El apego a la tierra natal, el sentimiento nostálgico que nos une a ella, las ceremonias litúrgicas y rituales, comunes a todas las religiones y mitologías, la obediencia ciega a un jefe reconocido”.
En todas las sociedades conocidas, son más maternales las madres que paternales los padres. Son también universales el hablarles a los niños pequeños usando un lenguaje infantil, y el gusto de estos por las historias y por la repetición (tal vez sea una manera de facilitar la transmisión de la cultura), sumado al comportamiento interrogativo, bases del aprendizaje, y una manera sencilla de aprovechar la experiencia de los mayores. También, quizá con el fin de prepararse para la edad adulta, es universal el gusto de los niños por los juguetes, y la propensión a imitar a los mayores y a los compañeros de mayor jerarquía. De la misma naturaleza es la tendencia a enseñar lo que sabemos al que no lo sabe, y el placer que se siente al ver en acción la habilidad para la ejecución de algo, lo que explica la atracción de los espectáculos donde se exhibe el virtuosismo: pianistas, violinistas, artistas de circo, ilusionistas, deportistas...
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