Antonio Vélez - Pecados muy humanos

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Nuestros pensamientos, deseos, dolores y emociones no son más que nuevas manifestaciones sensibles de la química. Más aún, los fantasmas de nuestros sueños, la conciencia y el alma vaporosa son meros subproductos de la magia de la química. Basta que un accidente perturbe las reacciones químicas del cerebro para que nuestro Yo, tan convencido de su eternidad, deje de existir, o se suma en un sueño profundo y nos convierta en vegetales, anclados a un sitio, ausentes del transcurrir del tiempo.Antonio Vélez, de «El alma y la química»

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Contra pereza, diligencia, reza el refrán. Y para la diligencia se requiere un motor, que en los humanos está constituido por ansiedad, impaciencia y aburrición. La ansiedad produce una necesidad urgente de realizar actividades, la impaciencia pisa el acelerador, mientras que la aburrición, antídoto de la pereza, es un aguijón que nos invita a explorar nuevos ambientes y recursos, nuevas alternativas, que nos saca de la rutina y de la inactividad. Y tal vez sea el hombre el único animal que se aburre y tiene razones para ello. Un carnívoro es un perfecto holgazán: mientras esté con la barriga llena, la actividad es el peor castigo, y un cocodrilo satisfecho puede pasar al sol más de medio día sin mostrar el más ligero signo de aburrición.

Hipocresía

La hipocresía es un comportamiento natural del hombre, y es de tiempo completo, pues constituye un ingrediente indispensable para llegar a una grata, pacífica y estable convivencia social. En la política, la hipocresía es pan nuestro de cada día. Cuando un congresista se refiere a un colega como “honorable senador”, por dentro está pensando otra cosa. La verdad es que si fuésemos sinceros de manera permanente con los que nos rodean y dijésemos abiertamente lo que pensamos de ellos, pocos amigos tendríamos, y sí muchos enemigos.

La razón principal es que, por perfectos que nos sintamos, los demás reconocen en nosotros multitud de defectos y debilidades. En consecuencia, una sociedad de personas que hablen siempre con franqueza, que digan lo que están pensando, sería poco atractiva, demasiado áspera y llena de conflictos y encontronazos. Si dijéramos solo la verdad, las consecuencias serían terribles: toda la estructura social se desplomaría. Esto supondría el fin de todas las relaciones: personales, profesionales y públicas. Por eso el elogio inmerecido, la zalamería, la mentira piadosa y la píldora dorada forman parte apreciable de nuestro repertorio diario. Y son un efectivo lubricante de la maquinaria social.

El eufemismo es un invento social, una travesía del significante que nos evita los caminos ásperos del significado, y que nos sirve para no ofender los oídos castos y beatos de los bienintencionados. El eufemismo es hipócrita, es una mentira social de consumo diario: se da un rodeo cuando consideramos muy crudo llamar las cosas por su nombre, como cuando decimos “baño” por “inodoro”, o cuando de un “negro” decimos que es un “hombre de color”, o cuando decimos “vete a la m…”, pues si queremos escribir una “palabrota”, le hacemos el esguince y la remplazamos por algo como “&$!%”. Y cuando en una reunión de personas muy serias hablamos sin tapujos de los órganos sexuales y de sus maniobras, o nos referimos a las acciones de defecar u orinar, más de una persona se sentirá muy incómoda y no querrá que continúe nuestro “sucio” discurso.

Los eufemismos se usan también para tapar el sol con un dedo, y así ocultar verdades desagradables que todo el mundo conoce. De un alcohólico, por ejemplo, decimos simplemente que es un aficionado a la bebida, mientras que al ciego lo llamamos invidente. En ocasiones se llega a extremos inauditos: los puritanos de la época victoriana llamaban quintetos a los sextetos musicales (así evitaban la palabra sex), y para ellos las mesas no tenían legs (patas o piernas) sino limbs, extremidades.

El antropólogo Volker Sommer señala algunas hipocresías convencionales: señor, herr, monsieur, sir. El origen de estas expresiones, utilizadas hoy día en múltiples ocasiones, se remonta a títulos honoríficos aplicados a las personas respetables de edad avanzada. Hoy, comenzando el siglo xxi, las despedidas epistolares como su humilde servidor, muy comunes hace apenas medio siglo, nos parecen hipócritas. Y hasta humorísticas. Con el tiempo, la repetición desgasta los giros lingüísticos, que se aplican mecánicamente hasta que acaban siendo fórmulas petrificadas, insípidas, neutras. Sin embargo, reconozcamos que este proceso es útil, pues permite ahorrar mucha energía al no vernos obligados a inventar una frase nueva cada vez para expresar la misma idea vieja.

La doble moral es una de las presentaciones favoritas de la hipocresía. Una cómoda manera de mirar el mundo, de tal suerte que los pecados nuestros se justifican, en tanto que en los demás esos mismos pecados se sancionan; es decir, solo vemos la paja en el ojo ajeno, un asunto de presbicia mental. Todos nosotros tendemos a darle brillo a la propia reputación, y a ventilar en público los pecados ajenos creyendo así que ocultamos o minimizamos los propios. En síntesis, la hipocresía es un mal socialmente necesario.

Avaricia y codicia

¿Por qué somos tan mezquinos al dar? ¿Por qué la ambición de poseer bienes no parece colmarse nunca? ¿Por qué “demasiado” nunca es “suficiente”? El ser humano sigue almacenando bienes para prevenirse contra situaciones futuras, sin preocuparle que sean remotas e improbables. Como las ardillas. Pero hay otra razón, una especie de cadena de la suerte: a mayor cantidad de bienes, mayor poder, a mayor poder, mayor número de parejas potenciales, a mayor número de parejas, mayor número de apareamientos, a mayor número de apareamientos (en el pasado), mayor eficacia reproductiva.

Téngase o no riquezas, el pecado más generalizado entre los humanos es quizá la avaricia, aun con uno mismo: vivir con nada para morir con todo, dicen por ahí. Y es más lamentable cuando la persona es rica; por eso definen la avaricia como la pobreza de los ricos. También dicen en tono de burla que avaro es aquel que se priva de todo para que no le falte nada, que se gasta toda la plata... en consignaciones. Y estos absurdos se dan en todas las culturas estudiadas, y en todas las épocas de las que se tenga registro histórico. La generosidad es tan escasa como los diamantes.

Para la doctrina budista de desapego completo, la palabra “mío” no debe siquiera figurar en el diccionario. Para el islam y las religiones judeocristianas, Alá premia al generoso, Jehová al misericordioso, Dios al caritativo, los ricos no entrarán al reino de los cielos. Oídos sordos: toda persona, creyente o no, cuando puede acaparar bienes lo hace más allá de toda medida razonable, para bien suyo (y mal de los otros), contrariando todo el trabajo educativo y pasando por alto los principios éticos, o retorciéndolos para que digan lo que se quiere que digan. Dicen que para amasar una fortuna hay que volver harina a los demás, y tienen razón, pues la vida es un juego de suma cero: lo que yo gano lo pierden los otros.

La tendencia a acaparar bienes es un sentimiento natural, y a prueba de todo discurso, como la historia lo ha probado. Escuchamos atentamente las prédicas, pero cuando piden la primera colaboración nos escurrimos en silencio. Aunque mucho nos duela, somos herederos de aquellos codiciosos que supieron acaparar y guardar. Y no es una justificación: nos encontramos otra vez con algo natural, pero que nadie considera virtuoso. Estamos de acuerdo en que la codicia es indeseable y que es necesario enseñar y estimular la generosidad.

Ser generoso aumenta el atractivo de la persona, de ahí que todos los humanos normales tengamos un poco de esta escasa virtud. Hay ocasiones especiales en que la generosidad nos da puntos a favor. El billonario Ted Turner donó mil millones de dólares a las Naciones Unidas, para invertirlos en el control de la población y en la investigación de las enfermedades epidémicas. ¿Generosidad pura? ¿Cómo lo afecta en sus negocios? No sabemos, pero lo que le quedó en caja es más de lo que un ser humano puede gastarse en varias vidas.

Turner fue uno de los primeros en sugerir que las donaciones de Bill Gates, que en ese momento no pasaban de “míseros” doscientos millones de dólares, eran poca cosa. Gates le respondió en voz alta: “Me alegro mucho de que Ted haya dado esos mil millones. Por supuesto, lo que yo dé estará al mismo nivel, y más”. Dicho y hecho: Gates donó a continuación mil millones de dólares para becas de estudiantes pobres, y luego creó una fundación con un capital cercano a los veinticinco mil millones de dólares. La generosidad se contagió: Gordon Moore, de Intel, se comprometió con una donación de siete mil doscientos millones a lo largo de su vida, y George Soros, poseedor de una fortuna avaluada en siete mil millones, hizo una donación de cuatro mil cuatrocientos millones.

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