Finalmente, debo decir que en el ensayo se aprende a pensar y se enseña a pensar. He disfrutado enormemente pensando y reflexionando acerca de los temas que se han expuesto aquí. No he escrito un ensayo, sino varios, sobre cada tema de los que se escogieron para este libro. No puede uno evitar volver a sus temas preferidos; además, cada día se encuentra una idea, una perspectiva que no se había contemplado antes. Seguro que voy a equivocarme en algunas interpretaciones, y de antemano ofrezco disculpas; el tiempo se encargará de ponernos a todos en el lugar que corresponde. Soy consciente de que el ensayo es algo muy personal, y de que, junto con la autobiografía, es el más personal de los géneros literarios. Espero entonces que esta lectura de una parte de mi mundo personal sea gratificante e inspire y abra puertas a nuevas direcciones de pensamiento de los lectores.
Pecados muy humanos
Selección de ensayos
I
Pecados muy humanos
La gula
La mayoría de las especies vivas pasan por momentos de bonanza alimenticia, seguidos por inevitables periodos de vacas flacas. Por eso resulta adaptativo aprovechar la abundancia para engordar, un seguro de vida para superar los periodos de escasez. En consecuencia, si disponemos de alimentos en abundancia nos engordamos hasta enfermar, situación desconocida en el reino animal. En el pasado remoto, esa característica era una virtud, un buen diseño metabólico, pues debíamos comer en exceso cuando los alimentos abundaran. Además, sin refrigeración, lo que no se comiera de inmediato terminaría descompuesto.
Nosotros heredamos esa tendencia a la gula desmedida, de tal suerte que aquellos afortunados que dispongan de alimentos en abundancia terminarán engordando más allá de lo recomendable por motivos tanto de salud como de estética. Hoy día, después del invento de la agricultura y de la domesticación de animales, el hombre al fin pudo contar con alimentos en forma casi permanente, por lo que la gula ha pasado de ser una virtud paleolítica a convertirse en un pecado capital neolítico.
La comida es quizá la mayor adicción de los humanos; peor para la salud que el licor y el tabaco. El mundo se ha vuelto obeso: las estadísticas nos dicen que, salvo los paupérrimos, los demás humanos sufrimos de sobrepeso. Y la lucha es incesante, pero perdida. Por bien balanceadas que sean las dietas, y sin importar mucho el ejercicio físico que hagamos, perder peso es un imposible. Es una empresa que supera la voluntad más férrea, indiferente a las censuras y miradas feas que a diario nos hace el espejo.
La prueba de la fortaleza de esos impulsos la tenemos en el número de dietas para adelgazar que cada día nos ofrecen, ineficaces, pues las instrucciones genéticas no están para privaciones. Los genes implicados en la gula son insaciables, desobedientes al esfuerzo de la voluntad. A lo anterior colabora nuestro organismo, una máquina de una eficiencia perfecta: podemos reducir la ingesta de alimentos a la mitad, pero nuestro peso sigue igual.
Para los cristianos, la gula es un pecado capital, un feo vicio causado por la atracción de los placeres de la mesa. El término gula proviene del latín gluttire, que significa engullir o tragar de manera excesiva alimentos o bebidas. El goloso es una persona que come con avidez, muchas veces sin tener hambre, por puro placer. La gula es, por lo general, un vicio desordenado, exagerado y desmedido, y, muchas veces, un atentado contra la salud propia.
En tiempos pasados se pensaba que ser obeso no era preocupante. Más aún, la corpulencia era símbolo de distinción, mientras que a los escuálidos se los menospreciaba. Hasta se los llegó a considerar malvados. Decían de ellos que padecían de un mal natural, pues nada les aprovechaba.
Los antiguos romanos eran glotones empedernidos. En su época fueron muy frecuentes los banquetes opulentos, en los que comían hasta reventar. Luego se retiraban de la mesa, vomitaban y regresaban para seguir comiendo. Enrique VIII, tan enamorado, perdió todos sus encantos físicos en la mesa: engordó sin medida hasta quedar impedido para realizar cualquier actividad física. Gracias al cielo, su gordura terminó por llevarlo antes de tiempo a la tumba.
“Gourmet” significaba catador de vinos, ahora significa “gastrónomo”; “gourmand” era usado por el sibarita francés Brillat-Savarin para referirse al hombre refinado en la comida, a quien ahora se llama “glotón”. Pero el significado actual de los términos lo explica mejor la siguiente historia. Mientras viajaba en barco por el río Magdalena, una atractiva dama preguntó a su acompañante, un caballero de abultado abdomen, si podía explicarle la diferencia entre gourmet y gourmand. Así respondió: “¿Observa usted, allá, ese caimán boquiabierto? En el caso de que cayéramos al agua y el animal iniciara su festín comiéndome a mí sería un gourmand; pero si la prefiriera a usted, no hay duda, sería un gourmet”.
Pereza
Los teólogos católicos llaman a la pereza acidia o acedía, y la consideran un pecado capital que aparta al creyente de las obligaciones espirituales o divinas, esto es, que lo aleja de todo lo que Dios nos exige para conseguir la salvación eterna. Tomada en sentido estricto —dicen—, es pecado mortal en cuanto se opone directamente a la caridad que nos debemos a nosotros mismos y al amor que debemos a Dios.
Manuel Bretón de los Herreros, dramaturgo y poeta madrileño del siglo xix, no creía en los teólogos y así escribió:
¡Qué dulce es una cama regalada! / ¡Qué necio el que madruga con la aurora, / aunque las musas digan que enamora / oír cantar un ave en la alborada! // ¡Oh, qué lindo en poltrona regalada, / reposar una hora y otra hora! / Comer... holgar... ¡Qué vida encantadora, / sin ser de nadie y sin pensar en nada! // ¡Salve, oh pereza! En tu macizo templo / ya tendido a lo largo, me acomodo. / De tus graves alumnos el ejemplo, / Me arrastro bostezando; y, de tal modo, / tu estúpida modorra a entrarme empieza, / que no acabo el soneto de pe…rez…
Y para el poeta León de Greiff, “La Pereza es sillón de terciopelo, / sendero de velludo…, la Pereza / es la divisa de mi gentileza. // Y es el blasón soberbio de mi escudo, / que en un campo de lutos y de hielo / se erige como un loto vago y mudo”.
Entre algunos animales, la pereza también es una virtud capital. Los carnívoros, por ejemplo, dada su dieta rica en nutrientes, después de consumir una presa grande se dedican al ocio absoluto, a la deliciosa pereza, aprovechando una sombra acogedora. No conocen la aburrición del ocio. La pereza en ellos es un recurso de economía energética. Por su lado, el hombre es un omnívoro capaz también de proporcionarse una dieta de alto contenido calórico, así que cuando tiene oportunidad de descansar, lo hace sin pereza, se apoltrona en su “sillón de terciopelo”, sin parar mientes en lo que piensen los teólogos. Cuando a los hombres se les aseguran los recursos más importantes, cuando tienen todas sus necesidades primarias satisfechas, la pereza programada en su genoma toma el comando de sus acciones. Dice un antropólogo, con acierto, que somos propensos a la haraganería social, que cuando formamos parte de un grupo, tiramos con menos fuerza, aplaudimos con menos entusiasmo, aportamos menos en una sesión de tormenta de ideas, salvo si nuestras contribuciones son registradas.
La pereza tiene un claro sentido biológico pues, a la vez que economizamos esfuerzos, liberamos tiempo para el ocio, ocio creativo, y tiempo libre para aprender y pensar. Muchas personas no se avergüenzan de su holgazanería, más aún, la consideran una virtud. Pero esta dulce molicie tiene su peligro: la obesidad, porque todo lo dulce engorda. La pereza al trabajo es un mal muy extendido; por eso dicen, no tan en broma, que el trabajo lo hizo Dios como castigo, y se inventan chistes, como aquel que dice que “si el trabajo da frutos, que trabajen los árboles”, o cuando nos dicen que “la pereza es la madre de todos los vicios, y como madre... hay que respetarla”.
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