Antonio Vélez - Pecados muy humanos
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¿Generosidad pura? Más de un suspicaz cree que tanta generosidad debe tener su “veneno”: deseos de aumentar la notoriedad, rebaja de impuestos, utilidades por la enorme publicidad obtenida y, por qué no, altruismo verdadero con miras a la salvación del alma.
Vanidad
La vanidad es arrogancia, engreimiento, soberbia exagerada, altivez, sobrevaloración del Yo. La vanidad fue considerada como una “tentación”, hasta que en el año 590 el papa Gregorio Magno la convirtió en pecado capital, y mortal. En sus palabras, el peor de los siete, el que contiene la semilla de todo el mal.
¿Vanidoso yo? Sííí. Todos los humanos, casi sin excepción, somos vanidosos. Este es uno de los múltiples universales de la conducta humana. Se sabe que la vanidad es natural pues no requiere aprendizaje y nunca se “olvida”: sorda a los sermones y consejos, y a la mala prensa que los moralistas le han hecho toda la vida. Queremos lucir mejor de lo que somos, y más que los demás. ¿Narcisistas? Sííí. Somos bien sensibles a la loa. Para los niños, la loa es un motor que los impulsa a superarse; por eso los padres y educadores la usan como soborno emocional, y es bien efectiva.
Como la vejez afea, tratamos por todos los medios de frenar el calendario, o hasta de reversarlo. De estas debilidades viven los cirujanos estéticos y las clínicas para tales males, los centros de masajes y tratamientos estéticos, los modistos, los fabricantes de joyas y cosméticos... La justificación biológica es evidente, pues el hábito sí hace al monje. Una buena apariencia puede llevarnos a ocupar una mejor posición social, a la conquista de un mayor número de parejas, a sacar beneficios económicos y a abrevar en otras ricas fuentes de eficacia biológica.
La vanidad —en ocasiones aliada con la envidia— puede llevar a un artista, a un escritor o a un deportista a progresar, a superarse, a rendir al máximo. Pero en el fondo, la vanidad busca, aunque no seamos muy conscientes de ello, el aumento de estatus y, con él, la obtención de beneficios sociales que reviertan en un nivel jerárquico más alto y en mayor poder de seducción que, al final, converge en mayor número de parejas potenciales. Por tanto, la vanidad es un subproducto del proceso evolutivo, del cual no somos culpables, y no es motivo para avergonzarnos.
La modestia se ha considerado una virtud encomiable, pero un defecto desde la perspectiva biológica, carente de ventajas evolutivas destacadas. Y no hay contradicciones, pues la evolución biológica no está modelada por normas morales. A Greta Garbo se le ofreció una fortuna para volver al cine después de abandonarlo cuando apenas contaba 35 años de edad (murió de 84). Pudo más la vanidad que el dinero, pues la Divina no permitió que sus fans la viesen envejecer. A los integrantes del grupo musical sueco ABBA también se les ofreció una suma multimillonaria para que volvieran a reunirse y cantar, pero ellos creyeron que al estar viejos correrían el riesgo de demeritar su imagen. Cedieron al orgullo y renunciaron a una cantidad de dólares que a la mayoría de los mortales nos haría barrer el suelo con la lengua. Por contraste, los Rolling Stones son una excepción: exhiben sus abundantes arrugas, que son notables, sin inmutarse, casi que con orgullo.
Hay seres humanos que se crecen con los éxitos, se inflan como globos hasta convertirse en una peste para el resto de los mortales. Julio Ramón Ribeyro asegura que “casi todos los grandes escritores son unos pesados. Solo la muerte los vuelve frecuentables”. No hay duda de que la autoestima es saludable, pero sin exageraciones que rompan el encanto. Y si de vanidad se trata, no olvidemos al líder norcoreano Kim Jong-un. Se niega los años y miente con su estatura, pues usa tacones (cubanos) para aparecer más alto, lo que, sumado al feo sobrepeso, le ha causado fracturas en los dos tobillos.
Para algunos, los apellidos llegan a ser muy importantes. La periodista norteamericana Nancy Hathaway, al referirse al origen noble del astrónomo Percival Lowell, célebre por tener apellidos de rancia extirpe y por haber sido engañado por los ya olvidados canales de Marte y por los hipotéticos marcianos, se burlaba con sorna de los nobles apellidos: “Los Lowell solo hablaban con los Cabot; los Cabot, con Dios”.
Ira y agresividad
De cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa
Antonio Machado
La ira y la agresividad son respuestas naturales al maltrato, a la injusticia y al abuso, y nos incitan a castigar al autor, y este lo sabe, y si no se oculta a tiempo... Debido al carácter espontáneo e inmediato de la ira, resulta bien difícil controlarla a tiempo. Se trata, básicamente, de una respuesta innata, exógena, desarrollada por la evolución con el fin de enfrentar de manera óptima aquellas condiciones particularmente exigentes del medio exterior; respuesta cuya intensidad puede variar, dentro de un rango muy amplio, al cambiar de manera apropiada las variables del entorno. Los cambios fisiológicos, y los psicológicos que de ella se derivan, aumentan la decisión, el valor y la confianza en sí mismo del individuo, virtudes que definen al buen luchador, llámese deportista, político, hombre de negocios o investigador.
Pero debe aclararse que al decir “respuesta innata” no se está haciendo referencia a algo que necesariamente se tiene que presentar, sino más bien a algo que se manifiesta si las condiciones exteriores lo propician (salvo casos patológicos). Si el cerebro está dotado de estrategias agresivas, son estrategias contingentes, disparadas por complicados circuitos neuronales que determinan cuándo y dónde deben ser puestas en acción.
La agresión verbal, y física en algunos casos, es muy común entre los políticos; y entre periodistas lo es la agresión escrita. Artistas y profesionales del mismo rango y fama se “hacen la guerra” permanente y se desprestigian mutuamente de manera desvergonzada y pueril. Toda situación competitiva entre humanos despierta de inmediato la respuesta agresiva, desde los juegos infantiles masculinos, marcados por un gasto enorme de energía y agresividad, hasta las competencias deportivas de los adultos, que conservan una tónica parecida.
La historia de la agresión es pan de cada día: violaciones, atracos, asaltos, torturas, abusos, crímenes pasionales, terrorismo y venganzas llenan las páginas de los periódicos en todos los países del mundo. La historia de la especie proporciona una explicación para la conducta de lobo feroz: llevamos cerca de cuatro mil millones de años en plena competencia. Contra el mundo exterior, contra las demás especies, contra los individuos de la propia. Como especie, somos hijos de los vencedores de una cruenta batalla que se ha prolongado por espacio de más de dos mil siglos.
Y es que la evolución darwiniana es el resultado final y visible de la lucha por la supervivencia y la reproducción. Nosotros, descendientes de aquellos que de manera ininterrumpida fueron vencedores, llevamos por dentro, enclavada en el interior profundo de nuestras células, la impronta de esa cadena de victorias. Llevamos las cicatrices genéticas de todos los combates a muerte de nuestros ancestros. Quizás el pecado original más antiguo.
La vida en grupos, particularmente, está plagada de conflictos, enfrentamientos, competencia por mayor estatus, lucha por la defensa de la vida propia y por la de los consanguíneos, competencia por la consecución y defensa de los bienes necesarios para la supervivencia, lucha por las parejas... Y son justamente la ira y la agresividad los instrumentos que la evolución ha diseñado para que cada individuo enfrente y resuelva con éxito los problemas anteriores.
Alegan muchos pensadores que parte de la violencia que vivimos es aprendida, que los medios —la televisión entre ellos— se encargan de hacernos violentos. Es discutible esta posición. En todas las culturas estudiadas, con y sin televisión, los niños varones muestran predilección por los juegos rudos y agresivos. Y mucho antes de conocer juguetes bélicos, los varoncitos son violentos. Asimismo, no es la adolescencia la edad más violenta, sino después de cumplidos los tres años. Y es que los niños desde muy temprano pelean por nimiedades: se golpean, se tiran del pelo, se dan patadas y mordiscos. Los pequeños monstricos exhiben sus pocos dientes en señal de amenaza, y bien temprano. Así lo escribe Miguel Hernández y lo canta Joan Manuel Serrat: “Al octavo mes ríes con cinco azahares, con cinco diminutas ferocidades”.
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