Lucía Irene López Ripoll - Ladrones de Sueños

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Wyn, una joven de un pequeño pueblo al Sur de Francia, deberá enfrentarse a su propio poder y a los enemigos que lo codician, si quiere recuperar sus orígenes. Cuando ni tú misma conoces el alcance de tu poder, es difícil abrirte al mundo, pero sobretodo al amor.

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El chico parecía tener unos diecisiete años y los ojos más bonitos del universo. Wyn estaba segura de que si alguna vez se celebraba un concurso de los ojos más bonitos del mundo, los suyos ganarían. Sin ninguna duda. Eran de un verde tan intenso que en sus límites el iris se fundía con el negro de las pestañas. Toda esa oscuridad concentrada contrastaba fuertemente con su piel levemente bronceada por el sol y su pelo descaradamente despeinado, ondulado y rubio. Los mechones que le caían sobre los ojos indicaban que necesitaba un corte de pelo urgente, y Wyn resistió el impulso de alzar la mano y apartárselos. Sus labios, en esa sonrisa provocadora, parecían irresistibles, y la mandíbula se le marcaba levemente a los lados. Era una belleza exótica para un chico tan joven.

El chico le miró por última vez y dio media vuelta hacia su casa, entró y cerró la puerta. Wyn se quedó apoyada en el umbral, todavía procesando lo que acababa de pasar.

***

A la mañana siguiente Wyn se sorprendió mirando por la ventana que daba a la casa de Walter. Con la excusa de que necesitaba salir a despejarse un poco, se calzó unos zapatos y se puso una chaqueta encima de su camiseta de Metallica; un conjunto bonito pero casual, por si veía a su nuevo vecino.

Se dirigió hacía la cafetería del pueblo, evitando las miradas de reproche y asco que varios vecinos le echaban descaradamente al pasar, y se compró un batido de vainilla del que se sentía muy orgullosa; era el mejor batido que Wyn había probado. Le servía para

los días tristes, los alegres, los normales. Siempre hacía que se sintiera mejor. No vio a Walter al día siguiente, ni al otro, hasta que se convirtió en un sueño lejano que casi no podía recordar.

Al cabo de una semana, ese antojo a batido que tenía se había convertido en una rutina; cada día, sobre las doce, salía de casa y se dirigía hacia el pueblo, se compraba un batido y volvía. Tenía que plantearse seriamente lo de los batidos, ya que su escritorio empezaba a ocultarse bajo un montón de vasos de cartón para llevar con dibujos impresos de vacas. Su habitación estaba siendo invadida por miles de vacas siniestramente sonrientes.

Esa mañana se despertó tan alegre como su conjunto de ropa: zapatillas rosas, shorts vaqueros bastante desgastados y una camiseta de tirantes negra. Se recogió el pelo en una coleta descuidada de la que le salían varios mechones de los lados, formando pequeñas y graciosas ondas. Salió silbando de casa hasta la cafetería, sonriente por emprender el camino para obtener otro batido de vacas siniestras. Después de la espera, inició el camino a casa distraída, mirando por todos lados a ver qué cosas nuevas podría descubrir esa mañana. Pero en un segundo chocó con la realidad. Chocó literalmente, porque al levantar la vista vio a su vecino olvidado Adam Walter, con su preciado batido extendido sobre su camiseta. La vaca del vaso, parecía seguir igual de contenta.

Wyn no lo pudo evitar; se sonrojó de los pies a la cabeza, y le entró tal ataque de risa que se tuvo que sentar para recobrar el aliento, mientras Walter le miraba con sus fascinantes ojos verdes llenos de incredulidad; primero a ella, y seguidamente a su camiseta.

— ¿De qué te ríes? ¡Me has manchado toda la camiseta!

— En mi defensa diré que es una camiseta horrible — dijo después de recomponerse un poco.

— Primero, es mi favorita. Y segundo, es, mejor dicho, era preciosa.

— Lo siento, no sé qué me ha pasado. Deja que la lave como disculpa. Será un momento — él dudó, pero finalmente cedió a la oferta y la acompañó a casa en silencio.

— Voy a por un trapo y jabón, ahora mismo vuelvo.

Walter se quedó en silencio estudiando con detenimiento los cuadros y las antigüedades que había en la casa. Cuando Wyn volvió, se quedó tan sorprendida que el jabón se le resbaló de las manos y le dio en un pie. Walter estaba delante de ella con la camiseta en la mano y el torso descubierto. Se agachó rápidamente a recoger el desastre antes de que se notara que se estaba sonrojando, pero él también se agachó y sus manos chocaron un instante. Una sensación extraña le subió por el brazo y se apartó rápidamente. Seré imbécil, pensó, mientras se incorporaba y le arrebataba la camiseta de las manos. Para evitar más situaciones incómodas, al menos para ella, le dio una camiseta vieja de su padre. Le iba un poco grande, y obviamente, le prefería sin camiseta, pero eso no podía seguir así.

— ¿Wyn, verdad? — le preguntó sacándole de su ensoñación.

— ¿Cómo lo sabes? — le preguntó extrañada. No recordaba haberle dicho su nombre, pero él encogió los hombros a modo de indiferencia y fingió un interés absoluto por las ilustraciones colgadas encima del televisor.

— La camiseta ya debe de haberse secado, voy a mirar — dijo después de oír el pitido de la secadora, que había roto el profundo silencio que se había establecido entre los dos — Sigue un poco húmeda y me tengo que ir, ¿Te importa que pase luego a por ella?

— No claro, pásate cuando quieras.

— Gracias. Ah por cierto, soy Walter. — Hizo un gesto de despedida con la mano y cerró la puerta tras él.

***

— ¿Dónde has estado? Me tenías preocupada.

Una chica de cuerpo esbelto y melena rubia miraba a Walter desde un sofá con los mismos ojos verdes que él poseía. Tenía un par de años más que él, y en sus rasgos se distinguía una madurez adquirida demasiado pronto.

— He estado en casa de Wyn — dijo él con un atisbo de dureza en la voz.

— Walter, es peligrosa. Mantente al margen de este tema, ¿quieres? — Walter ignoró la advertencia de su hermana y comenzó a subir las escaleras hacia su habitación — Por favor Walter, ten cuidado. — Y la puerta de la habitación se cerró.

***

Una hora de ducha. Había sido una de las duchas más largas para Wyn Emerson. Todavía estaba sola en casa, así que cuando terminó tuvo que coger las dos únicas toallas que había en el cuarto de baño, evitando salir empapada por toda la casa. La verdad es que eran bastante pequeñas, pero se enrolló una alrededor del cuerpo y otra en la cabeza, para que se le fuera secando el pelo. Cuando consiguió colocarse la mini toalla estratégicamente para que le tapara, llamaron a la puerta principal. Qué oportunos, pensó. Bajó lentamente la escalera para no resbalarse y fue a abrir apresuradamente, encontrándose cara a cara con su vecino.

Vaya, la verdad es que esperaba encontrarte vestida –le dijo mientras le repasaba con la mirada de arriba abajo descaradamente.

En ese momento Wyn se dio cuenta de que seguía enrollada en la mini toalla roja. Notó que se sonrojaba. “Bueno, al menos ahora el color de mi cara va con lo que llevo puesto” se dijo con sarcasmo.

— Yo... no esperaba que fueras tú.

— ¿Esperabas a tu novio?

— Yo no tengo novio. — Contestó no sin cierta timidez.

— Entonces es obvio que vas vestida así para mí. Ah no, que no vas vestida.

— Ese tipo de comentarios humillantes y retrógrados, y sinceramente, ligeramente machistas, te los podrías guardar para ti. — Wyn se sintió satisfecha de hacerlo sentir incómodo, ya que usó su increíble habilidad para cambiar de tema.

— ¿Está seca mi camiseta?

— Deja que me vista y te la doy.

— Así no estás tan mal — le dijo con una sonrisa ladeada.

Contó hasta diez y respiró hondo para no pegarle, y sobre todo para controlar las chispas rojas que empezaban a salirle de los dedos, antes de intentar subir las escaleras sin que la toalla se moviera un milímetro de su sitio, mientras él la miraba con divertimento.

***

Cuando Wyn volvió, Walter estaba fingiendo admirar la lámpara de la mesita del salón, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Wyn era guapa, y sin duda, acaba de comprobar que no tenía mal cuerpo, pero pese a todo ella estaba prohibida. Ni siquiera debería estar allí en esos momentos, pero había algo misterioso en ella que no lograba adivinar. No veía en ella el peligro del que todos le advertían.

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