Michealene Cristini Risley - Esta no es la vida que pedí

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Este libro comenzó simplemente con cuatro amigas que se reunieron «en torno a una mesa de cocina» para hablar sobre sus vidas. Durante
más de una década, semana tras semana e historia tras historia, se dieron cuenta de que su apoyo mutuo podría ayudar a otras
mujeres que luchan con los innumerables problemas de la vida, el trabajo, la familia y el amor, así como las grandes preguntas de la vida
y la muerte.
Esta no es la vida que pedí es la culminación de las sesiones semanales diseñadas para apoyarse mutuamente. El poder y la fuerza de su
amistad colectiva permitió a estas mujeres no solo sobrevivir, sino también prosperar, y los resultados notables se encuentran en esta
colección de lecciones, que decidieron compartir.

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Cuando te dejen en la pista de aterrizaje, comienza a caminar

El mundo es redondo,

y el lugar que puede parecer el final,

puede también no ser más que el principio.

IVY BAKER PRIEST

EXSECRETARIA DEL TESORO

DE ESTADOS UNIDOS (1905-1975)

A tres minutos de la muerte

“La gente comenzó a gritar y a llorar. Algunos padres se enfrascaron en un estira y afloja con sus hijos, porque uno quería partir y el otro quedarse. Era tanta la gente que había decidido escapar del Templo del Pueblo, que el consulado tuvo que pedir otro avión.

”Partimos hacia la pista de aterrizaje. Vestido con un poncho amarillo que le quedaba grande, Larry Layton, el asistente de Jones, parecía demasiado ansioso por subir al avión de carga. Desconfiaba de él, por lo que pedí que lo registraran antes de abordar. Un periodista lo cateó, pero no encontró el arma que Layton había escondido debajo de su poncho. Al recordarlo me doy cuenta de lo indefensos que estábamos: un congresista, sus asistentes, periodistas y camarógrafos; no había entre nosotros ningún oficial de policía o escolta militar. No teníamos nada que nos protegiera, más que el escudo imaginario de la invulnerabilidad de un congresista y los miembros del cuerpo de prensa de Estados Unidos.

”De repente, escuchamos un grito. Segundos después oí un sonido poco familiar. Vi gente corriendo hacia los arbustos y me di cuenta de que el ruido era de disparos. Me tiré al suelo y me acurruqué alrededor de una llanta del avión, fingiendo estar muerta. Escuché pasos. Sentí mi cuerpo contraerse mientras alguien me disparaba a quemarropa. Recibí cinco disparos.

”Los hombres armados continuaron caminando por la pista de asfalto, disparando a gente inocente. Pronto se hizo el silencio. Abrí los ojos y miré mi cuerpo. Un hueso sobresalía de mi brazo y había sangre por todas partes. Recuerdo haber pensado: ‘Dios mío, tengo veintiocho años y estoy a punto de morir’. Le grité al congresista Ryan, llamándolo varias veces. No hubo respuesta.

”El motor del avión todavía estaba encendido, y pensé que si me las arreglaba para llegar a la escotilla de carga, podría escapar de aquel lugar. Me arrastré hacia la abertura del compartimiento de equipaje, reptando tanto como pude. Un periodista del Washington Post me recogió y me puso dentro del área de carga. Recuerdo haberle preguntado si podía darme algo para detener la hemorragia, y él me dio su camisa. Estaba perdiendo tanta sangre que la camisa se empapó en segundos.

”El avión estaba lleno de orificios de bala, y pronto nos dimos cuenta de que nunca podríamos salir de aquel infierno en la tierra. Alguien me sacó del avión y me puso de nuevo en la pista. Accidentalmente colocaron mi cabeza sobre un hormiguero, y las hormigas comenzaron a subirse a mí. Tirada a mi lado estaba la grabadora de algún reportero. Grabé mi último mensaje para mis padres y hermano, diciéndoles que los amaba.

”Supuestamente el Ejército de Guyana aseguraría la pista de aterrizaje y vendría a rescatarnos. Decidí creer firmemente que así sería; sin embargo, oscureció y seguíamos esperando. Aunque mi dolor era insoportable, me aferré a la vida.

”A mitad de la noche, entre los que estábamos en la pista de aterrizaje se corrió la voz de que había ocurrido un suicidio masivo en el Templo del Pueblo. A la una de la tarde del día siguiente, veinte horas después del tiroteo, llegó la Fuerza Aérea de Guyana. Su arribo coincidió con la transmisión de un mensaje en el que se anunciaba al mundo que más de 900 personas, incluido un congresista estadounidense y miembros de su delegación, habían muerto. Los titulares lo calificaron como el peor suicidio masivo de la historia. Hasta la fecha, todavía me refiero a los eventos de Jonestown como un asesinato masivo.

”La Fuerza Aérea de Guyana transportó a los sobrevivientes a un avión Medivac de la Fuerza Aérea estadounidense que ya estaba esperándolos. En mi memoria está grabado el recuerdo de cómo me sentí en aquel instante: como si alguien me hubiera envuelto en la bandera estadounidense. Me sentí tan agradecida.

”Cargado de sobrevivientes, el avión de la Fuerza Aérea partió hacia Estados Unidos. Mientras avanzábamos por la pista, recuerdo haber mirado mi cuerpo de reojo. Aquello era tan surrealista; era como si el trozo de carne destrozada que veía perteneciera a alguien que no era yo. Meses después me dijeron que el paramédico que me atendió durante el vuelo afirmó que estuve a tres minutos de la muerte”.

Un paso adelante, un día a la vez

“Cuando finalmente llegamos a la Base Andrews de la Fuerza Aérea, donde de inmediato me ingresaron a cirugía, ya había desarrollado gangrena y los cirujanos se debatían entre si debían amputarme la pierna o no. Después de cuatro horas de cirugía, la enfermera me sacó del quirófano; ahí estaba mi madre, que había viajado desde San Francisco para estar conmigo. Le dijeron que tenían que trasladarme al Centro de Traumatología de Baltimore, para intentar detener la propagación de la gangrena. Le supliqué a mi madre y a los médicos que me llevaran en ambulancia, pues temía morir en otro vuelo.

”El Centro de Traumatología estaba iluminado con luces increíblemente brillantes. Me conectaron numerosas sondas intravenosas. Recuerdo haberle preguntado a la enfermera cuántas calorías había en todos los líquidos que fluían hacia mi cuerpo. ‘Tres mil’, respondió ella. Dije: ‘¡Dios mío, voy a engordar muchísimo!’ Es interesante cómo podemos perder la perspectiva en medio del trauma.

”Después de una cirugía más, me llevaron de regreso a mi habitación del hospital. Los cirujanos habían reparado mi cuerpo, pero mi cabello todavía estaba enmarañado con sangre seca, tierra de Guyana y hormigas muertas. En un acto de amor que nunca olvidaré, mi hermano me lo lavó con ternura.

”Los médicos seguían muy preocupados por la gangrena en mis heridas. En un último y desesperado esfuerzo, comenzaron una serie de tratamientos hiperbáricos que requerían que entrara a una cámara parecida a un pulmón de hierro, lleno de microbios antibacterianos y oxígeno. Cada vez que me sacaban de la cámara, vomitaba violentamente. Por desgracia, tuvieron que repetir ese proceso varias veces.

”Confiando en que habían vencido a la gangrena, me transfirieron de regreso al Hospital Arlington, donde me colocaron bajo la protección de oficiales de alto rango de las fuerzas armadas, que se apostaron fuera de mi puerta durante las veinticuatro horas, porque había recibido amenazas de muerte por parte de individuos asociados con el Templo del Pueblo. Ellos culpaban a la investigación del Congreso por las muertes masivas en Guyana, y querían tomar represalias.

”Los cirujanos colocaron injertos de piel en mis piernas. Los disparos me habían hecho explotar el brazo derecho, por lo que me insertaron un clavo de acero para mantener unido lo que quedaba de él. El nervio radial de mi brazo estaba dañado, y no podía usar mis dedos ni levantarlo. La primera vez que intentaron ponerme de pie para caminar, me desmayé. Después de estar hospitalizada durante casi dos meses y someterme a diez cirugías, finalmente fui dada de alta y volé de regreso a San Francisco.

”En los días posteriores se sucedió una ráfaga de entrevistas sobre la masacre de Jonestown. No me permitieron quedarme en mi casa, debido a las amenazas de muerte, así que me fui a vivir con una amiga. Todavía tenía en mi cuerpo dos balas, que los médicos consideraron demasiado arriesgado sacar. Nunca aparecí en público sin usar varias capas de ropa, para cubrir lo que había empezado a creer que era un cuerpo repulsivo y desfigurado. En los años que siguieron tuve que soportar meses de fisioterapia para recuperar el uso de mi brazo.

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