Su edificio era uno de los más modernos de la ciudad. Diseñado por un arquitecto referente del lugar, recogía en sus cinco pisos elementos locales y autóctonos, méritos que incluso fueron destacados en la Decimoquinta Bienal de Arquitectura Argentina. Marcos Demaría daba clases todos los jueves de siete de la tarde a nueve de la noche. El auditorio, con capacidad para cincuenta personas cómodamente sentadas, estaba casi completo, con mayoría de alumnos regulares y unos pocos que asistían en calidad de oyentes.
—En definitiva —Marcos miró a los alumnos de izquierda a derecha detenidamente—, la pregunta que queda flotando para la próxima clase sería la siguiente: ¿puede aplicarse una ley que sea intrínsecamente injusta, o basta con que sea sancionada de acuerdo con el procedimiento previsto en la Constitución Nacional y acatada por la mayoría de los ciudadanos para que sea válida, independientemente de su contenido?
Antes de que alguien intentara algún comentario en medio del bullicio provocado por las voces de los alumnos, sonó el timbre que indicaba el final de la clase.
Una vez a solas, Marcos acomodaba algunos papeles cuando una alumna que no tendría más de veintiún años, a la que no reconoció, se acercó sigilosamente. Llevaba puesto un pantalón marrón de corderoy muy ajustado y lucía el pelo negro muy corto. Tenía una cara atractiva decorada con un piercing en la nariz, revelando el conjunto un aspecto de extraño exotismo. Pese a que ya era de noche, parecía recién levantada, la mirada algo entorpecida y vidriosa.
—Adoro las drogas —le dijo.
Marcos la miró sorprendido. Durante la primera hora habían analizado la evolución de la jurisprudencia que penaliza la tenencia de drogas para consumo personal y el contenido ético de las normas que protegen la actividad privada de las personas.
—Mirá, si tu interés es seguir discutiendo sobre fallos judiciales que trataron el tema…
—¿Conseguís blanca? —lo interrumpió sin miramiento y sin pudor alguno.
—No te entiendo.
—Sí, magia blanca, un papel, una piedra, lo que sea —insistió la chica.
—Te volviste loca por completo. Hacé de cuenta de que esta conversación nunca existió y andate ya de acá —contestó Marcos visiblemente enojado.
Ella se acercó seductoramente a una distancia poco prudencial tratándose de una alumna y la advertencia de la proximidad de los cuerpos se sobrepuso a cualquier tipo de reacción en Marcos. Se apartó bruscamente de ella.
—Por favor, retirate de inmediato de la clase.
—Vamos, profe. Sé de tu historia personal, así que en un punto estamos a mano. Además, alguien tan buen mozo como vos, que viene de Buenos Aires, con un background importante en el tema adicciones, no puede no tener buenos contactos. Los míos, por desgracia, ya fueron. Y la que consigo en la calle huele a pis de gato —dijo la alumna, acercándose nuevamente hacia él, incrementando la postura insinuante y el tono sensual de la voz.
La escena bizarra hizo que Marcos pensara en varias cosas a la vez. Echarla a los gritos, echarla amablemente, denunciarla ante las autoridades de la facultad, ofrecerle algunos ansiolíticos que tenía en desuso en su casa o sencillamente ignorarla. Optó por esto último, ya que en el fondo le dio lástima la situación; estaba más que claro que la chica no estaba en sus cabales. Allá ella.
—Me decepciona, profe. Desde que empezó el curso estaba convencida de que era uno de esos que siempre guardan algo para los días fríos de lluvia —le dijo con voz entrecortada y mirándolo llamativamente a los ojos.
El rostro era bello y el tono, todavía más.
—Vamos a hacer un trato.
—Mira que no tengo mucha plata.
—No me refiero a ese tipo de trato. No quiero oírte nunca más hablar del tema. Esta charla va a quedar entre nosotros y vos te vas a comprometer a estudiar la materia más allá del resultado final. Ahora te pido que te vayas —le espetó con firmeza. La alumna lo miró desinteresadamente, hasta con desgano, antes de abandonar el aula balbuceando algo ininteligible.
En la planta baja del edificio funcionaba la sala de profesores de la universidad, a la izquierda del salón de actos. Confortable y de techos bajos, tenía en el centro una larga mesa de caoba marrón oscuro impecablemente lustrada, rodeada de sillas rústicas de madera acolchonadas y cómodas, ideales para aquellos profesores que debían pasar el tiempo leyendo o trabajando entre el dictado de una clase y otra. Las paredes estaban decoradas con los retratos de los distintos rectores, otorgándole un aspecto anticuado al lugar con el evidente propósito de otorgar una formal autoridad académica.
Estaba sentada con la espalda derecha y la vista clavada en un libro de Derecho Constitucional. Delgada, morocha y de tez oscura, últimamente, cuando se miraba en el espejo, se preguntaba si se era vieja a los cincuenta y cuatro años. A esa edad, era una mujer mejor, o al menos eso esperaba, que aquella brillante alumna admirada por sus pares y por la mayoría de los profesores. El pelo aún caía oscuro sobre sus estrechos hombros y su cintura todavía no se había ensanchado en demasía. La dura experiencia personal le daba un profundo sentido sobre la fugacidad de la vida, lo cual la obligaba a superarse día a día, y esa actitud estaba presente en forma corpórea en cada gesto, en cada movimiento que practicaba.
Al entrar en la sala de profesores, Marcos advirtió de inmediato su presencia, el garbo de su figura, sin llegar a ser particularmente linda. El pelo apenas largo destacaba los marcados rasgos que se desprendían de sus pómulos prominentes. Su mirada denotaba sagacidad; se decía de ella que era una mujer que sabía utilizar su inteligencia y su poder de observación como un arma de ataque o de defensa, según la ocasión.
Esther Ferreyra se había quedado viuda a la edad de veintisiete años y en la actualidad estaba casada con un ingeniero industrial ocho años mayor que ella. Carlos Torres, su marido desde hacía catorce años, era el gerente comercial de una de las principales hidroeléctricas de la provincia de Río Negro. El matrimonio tenía una hija llamada Mariana que vivía con ellos y cursaba el último grado de la primaria en el mejor colegio privado de Bariloche. También viudo, Carlos tenía otro hijo de su anterior matrimonio a quien Esther quería entrañablemente como si fuera propio. Pablo se había recibido el año anterior de economista y se encontraba cursando un master en administración de negocios en la Universidad de Stanford, en Estados Unidos.
Para los antepasados del sur, las mujeres casadas estaban absolutamente vedadas para los demás. El adulterio, considerado un acto imperdonable, muchas veces le costaba la vida a la mujer adúltera. Generaciones después, ese arcaico concepto había evolucionado y mutado hacia otro tipo de convicciones muchísimo más permisivas. Sin perjuicio de ello, la firmeza y la rectitud que mostraba Ferreyra en sus labores cotidianas de jueza se extendía hacia todos los ámbitos en los cuales se desempeñaba en su vida, haciendo impensado en ella cualquier acto que trasuntara el más mínimo engaño o deslealtad.
En líneas generales tenía una buena relación con su marido, más allá de las desavenencias comunes a todas las parejas que llevaban varios años de una convivencia agradablemente monocorde. Sentía mucho cariño y admiración por Carlos, pero no ahondaba demasiado en las profundidades de los sentimientos, ya que estaba convencida de que el matrimonio era una decisión de todos los días. En la plenitud de la madurez de su vida, si bien se sentía conforme con lo que era, a menudo quedaba a mitad de camino en el plano argumental. Más allá del buen paneo que ella misma realizaba sobre la crisis de los cincuenta que aún dejaba su estela, no terminaba de definirse en la búsqueda de un final del todo feliz. De cualquier modo, jamás se habría permitido plantearse lo que hubiera podido ser, de otro modo.
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